Uno de los nuestros
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Uno de los nuestros

  1. 292 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

«Un thriller psicológico, magistralmente escrito, que entusiasmará a los seguidores de Gillian Flynn o Daniel Woodrell». Library Journal El doctor Doyle, psicólogo forense, es el arma definitiva de la oficina del fiscal del distrito de Filadelfia cuando la retorcida mente de algún asesino elude la habilidad de los demás expertos. Pero tras su exitosa carrera, sigue siendo solo Danny Doyle, el niño apocado al que todos intimidaban y que vive obsesionado con la trágica muerte de su hermana menor y los problemas mentales de su madre. Al regresar a su pueblo natal para visitar a su abuelo, Danny encuentra por casualidad un cadáver en Lost Creek, donde una vez fuera ejecutado un grupo de mineros irlandeses que protestaban contra sus patronos. Curiosamente, la víctima está relacionada con la adinerada familia responsable de la muerte de aquellos trabajadores. Junto con el veterano detective Rafe, Danny seguirá los pasos del asesino, acercándose sin saberlo a algunas sorprendentes revelaciones sobre su entorno, su pasado y sobre sí mismo... La autora de Ángeles en llamas vuelve a sumergirnos en una intensa historia de suspense, repleta de insospechados giros en la que los demonios personales, el conflicto de clases y la más fría venganza se mezclan en una absorbente y explosiva combinación.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2018
ISBN de la versión impresa
9788417308100
ISBN del libro electrónico
9788417308315

1

Observo al celador de la cárcel apostado de espaldas al otro lado de la mampara de plexiglás que rodea la sala de entrevistas. La mano derecha le cuelga rozando el frasco de gas lacrimógeno y de vez en cuando sus dedos se flexionan con el temblor que sacude las patas de un perro cuando sueña que caza un conejo. Me pregunto si está dormido.
A lo largo de los años he tratado con un sinfín de individuos bajo la custodia de la ley, un fenómeno que empezó la primera vez que encarcelaron a mi madre. He ido adquiriendo un gran respeto por algunos, pero la mayoría han resultado ser variaciones de un mismo tema, versiones adultas de los niños que me torturaban de pequeño, con el mismo cogote de bulldog comprimido entre la cabeza y el torso, el mismo ademán tenso y aun así desenvuelto que les permitiría partir unos cuantos cráneos y luego irse a casa a comer un sándwich de mortadela.
—Pareces distraído —me dice Carson Shupe—. ¿Estás pensando en tu viaje?
Aparto la atención del guardia y me centro en el asesino convicto de cuatro chicos jóvenes sentado frente a mí al otro lado de la mesa.
—Hablemos de ti. ¿Cómo te sientes? —le pregunto.
—Estoy bien. Todo en orden.
Me observa con sus extraños ojos castaños biliosos, del color de un caldo de ternera aguado, y como de costumbre no encuentro nada fuera de lo normal en su mirada. A pesar de lo que ha hecho, eso siempre ha sido un alivio para mí, porque confirma mi fe en los enfermos mentales. Rara vez son violentos. Por el contrario, el deseo de hacer daño a los demás está profundamente arraigado en la psique de las personas cuerdas. Todos somos capaces de matar a alguien, aunque no todo el mundo es capaz de matar a cualquiera.
Carson desenlaza los dedos y levanta las manos abiertas en un gesto de aceptación hasta tensar la cadena de las esposas atornillada al tablero de la mesa.
Alcanzo a ver las puntas mutiladas de sus dedos, la piel brillante y rosada de los pequeños muñones. Desde niño, mucho antes de que emprendiera su inefable carrera de crímenes, ha estado obsesionado con borrarse las huellas dactilares. Ha intentado rascárselas con papel de lija, aplicarse una capa de Krazy Glue y arrancárselas, cortarlas con una cuchilla. Incluso aquí, en una cárcel de máxima seguridad, ha conseguido hacerse con cerillas y mecheros para quemárselas. Las pocas veces que ha estado incomunicado, él mismo se ha roído las yemas de los dedos. Esa compulsión no tiene nada que ver con un intento de ocultar su identidad, sino que se origina en el deseo de borrar el único rasgo propio que lo distingue del resto y lo hace único. Carson siempre ha querido desesperadamente ser como los demás.
—¿Vas a venir? —me pregunta en un tono despreocupado, gentil, como si me invitara a cenar con él en lugar de a su ejecución.
—¿Quieres que vaya?
Se encoge de hombros.
—Estaría bien ver a un amigo ahí dentro.
Retrocedo mentalmente de nuevo a mi infancia al oír la palabra «amigo» y recordar que yo no tenía ninguno. Para ser justo con los chicos que se metían conmigo, diré que no podían evitarlo. Era prácticamente de rigor que me acosaran. Yo era un chico alto, flaco y con patas de araña, asustadizo y pálido, un ratón de biblioteca, con una mata de pelo negro y unos ojos igual de oscuros subrayados por el cansancio con un cerco morado que le daba a mi cara una apariencia espectral.
Los chicos, si se dignaban a mencionarme, me llamaban Fantasma. Me gustaba pensar que el apodo era un halago a mis proezas como atleta, una alusión a mi habilidad para desaparecer en una carrera campo a través tanto como a mi palidez, pero sabía que no era el caso. Les inspiraba miedo. El asesinato formaba parte de mi presente y de mi pasado, y en el futuro decidiría convertir su estudio en mi profesión.
—Haré lo posible —le digo—, pero no prometo nada. No sé cuánto tiempo voy a estar fuera.
—Ese abuelo enfermo al que vas a ir a cuidar... ¿es el mismo que vio cómo ahorcaban a su padre?
—Fue su padre quien vio morir ahorcado a su abuelo.
—Supongo que una inyección letal es mejor que la horca. Y cualquier cosa es mejor que morir ahogado —añade al ver que no comento nada.
Sé de dónde viene esa observación. Cuando tenía diez años, Carson encontró a su madre borracha y sin conocimiento en la bañera. Ese hecho por sí solo no lo traumatizó tanto como la decisión de no intentar ayudarla. Bajó las escaleras del edificio donde vivían, salió a la calle bochornosa de Miami y se fue en autobús hasta la playa más próxima, donde se sentó en la arena abrasadora y observó el ir y venir de una masa de agua mucho más grande que traía peces muertos a la orilla.
Recordó a su madre como la había dejado y se sorprendió de cuánto se parecía a ellos: su boca abierta colgando y su minúsculo vestido de lentejuelas pegado a la piel mojada, dándole el mismo brillo opalino que las escamas. Sabía que cuando volviera a casa quizá la encontrara en la cocina, empapada y temblorosa, envuelta en una toalla de baño turquesa descolorida y raída, preparando un Bloody Mary; o quizá la hallara sumergida en la bañera, con la mirada vidriosa e hinchada como los peces. De cualquier manera había tomado la decisión de no interferir. Dejarla sola en la bañera había sido su contribución a la selección natural. Desde entonces se ha obsesionado con la idea hasta convencerse de que no sirve de nada.
Sus pensamientos siguen por el camino predecible.
—¿Has conseguido ponerte en contacto con mi madre, por casualidad? —me pregunta.
—Me temo que no.
—Tiene que haber una dirección adonde su editora le manda los cheques de los royalties.
—Al parecer el dinero se transfiere telemáticamente a una cuenta a su nombre, pero ya no vive en la última dirección que dejó.
Une las yemas de los dedos y aprieta, doblándolos como un fuelle.
—¿Quieres que ella esté presente? —le pregunto.
—No. Si está ahí, me sentiré incómodo.
—Entonces, ¿por qué insistes tanto en que la busque?
—Quiero que lo sepa. Solo eso. Quiero que se acuerde.
Me resulta difícil hacer la pregunta, pero siento que debo formularla, tanto por él como por mí.
—¿La culpas?
Sus labios tiemblan ligeramente mientras sopesa mi pregunta, los frunce y los relaja como si estuviera haciendo un anillo de humo. Es un hombre tranquilo y silencioso, inteligente, afable, conciso, pulcro en su aspecto y casi mojigato en su actitud ante la vida; la clase de persona a quien sus vecinos defenderán en las noticias de las seis incluso después de que los sucesos empiecen a salir a la luz.
La aflicción le nubla el rostro y se inclina hacia mí desde el otro lado de la mesa. Sus ojos se oscurecen y baja la voz hasta convertirla en un susurro astuto que me eriza el vello de la nuca.
—Todo lo malo que ocurre en este mundo es culpa de la madre de alguien —dice.
—Se ha agotado el tiempo, doctor —anuncia el guardia, entrando en la sala acompañado de una versión prácticamente idéntica de sí mismo—. Ha de irse.
Me pongo en pie y también lo hace Carson, que aguarda pacientemente mientras le aflojan las esposas de la mesa y los grilletes del suelo. Sus labios empiezan a temblar de nuevo con nerviosismo. La piel sudorosa brilla bajo la coronilla calva y su cabeza parece demasiado pesada para el cuello delgado que nace de unos hombros blandos y encorvados cubiertos por el mono color carne de la cárcel, que de alguna manera consigue mantener impecable y sin arrugas. A la luz cruda del fluorescente del techo, proyecta la patética sombra de una tortuga asomando del caparazón.
Me detengo delante de él. Inclina bruscamente la cabeza hacia mí. Antes de que el guardia intervenga y lo aparte de un empujón, consigue soplarme en el hombro.
—Una hilacha —dice.
—Gracias —contesto, cepillándome con la mano la manga de la chaqueta del traje, un Ralph Lauren azul marino que estrené en mi primera aparición televisiva, en el programa Larry King Live, cuando el juicio al Asesino de la Espoleta estaba candente. Desde entonces lo he relegado a las visitas de la cárcel y a bodas de gente que apenas conozco.
—Eres el único ahí fuera que no cree que estoy loco —añade—...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Dedicatoria
  5. Un recuerdo
  6. 1
  7. 2
  8. 3
  9. 4
  10. 5
  11. 6
  12. 7
  13. 8
  14. 9
  15. 10
  16. 11
  17. 12
  18. 13
  19. 14
  20. 15
  21. 16
  22. 17
  23. 18
  24. 19
  25. 20
  26. 21
  27. 22
  28. 23
  29. 24
  30. 25
  31. 26
  32. 27
  33. 28
  34. 29
  35. Agradecimientos