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Un hermoso lugar para morir
El primer caso del detective Cooper
This book is available to read until 29º marzo, 2026
- 416 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro
Premio American Library Association 2010 al mejor libro de misterio.
Con el telón de fondo del apartheid en Sudáfrica, comienza la serie del detective Emmanuel Cooper.
«No se desperdicia ni una palabra. Sobrecogedor. Un libro inolvidable y una escritora con talento a la que conviene no perder de vista.» The Sydney Morning Herald
Un hermoso lugar para morir transcurre en la Sudáfrica de los años 1950, con las nuevas leyes del apartheid recién entradas en vigor. En estas condiciones que hacen enormemente más peligrosa la vida, Emmanuel Cooper, de la policía de Johannesburgo, decide viajar desde Ciudad del Cabo a un pequeño pueblo en la frontera con Mozambique para investigar el asesinato de Willem Pretorius, comisario de policía de la pequeña localidad. Pretorius era un afrikáner aparentemente respetado por sus compatriotas y conocido por su rectitud moral. Pero Cooper, en colaboración con el policía zulú Shabalala, descubre enseguida que la conducta del comisario no era tan intachable como creía su familia. Y se encontrará con todo un panorama de corrupción, pornografía y un complejo entramado de relaciones interraciales.
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Información
Editorial
SiruelaAño
2012ISBN de la versión impresa
9788498415650ISBN del libro electrónico
9788498419689Un hermoso lugar para morir
El primer caso del detective Cooper
1
Sudáfrica, septiembre de 1952
El oficial de policía Emmanuel Cooper apagó el motor y miró a través del sucio parabrisas. Estaba en un lugar perdido en medio del campo. Para perderse aún más tendría que retroceder en el tiempo hasta las guerras zulúes. Dos camionetas Ford, un Mercedes blanco y una furgoneta policial aparcados a su derecha le situaron en el siglo xx. Delante de él, sobre una elevación del terreno, había un grupo de granjeros negros dándole la espalda. La marcada línea formada por sus hombros no dejaba ver lo que había detrás.
Desde la cresta de una ardiente colina verde, un pastor con quince vacas escuálidas observaba con inquietud el inusual grupo de personas desperdigadas por aquel lugar recóndito. De modo que la granja sí había sido escenario de un crimen –no era un bulo, como habían creído en la jefatura de policía del distrito–. Emmanuel salió del coche y se levantó el sombrero para saludar a un grupo de mujeres y niños sentados a la sombra de una higuera silvestre. Unos cuantos le devolvieron el saludo educadamente con la cabeza, en silencio y con miedo. Emmanuel se aseguró de que llevaba la libreta, el bolígrafo y la pistola, preparándose mentalmente para el trabajo.
Un anciano negro vestido con un peto harapiento salió de la sombra de la furgoneta policial y se acercó con la gorra en la mano.
–¿Es usted el baas de Jo'burgo?–preguntó.
–El mismo –contestó Emmanuel. Cerró el coche y se metió las llaves en el bolsillo de la chaqueta.
–El agente ha dicho que vaya usted al río –dijo señalando con un dedo huesudo el terreno elevado en el que estaban los granjeros–. Por favor, ma' baas, tiene que venir conmigo.
El anciano fue delante. Emmanuel le siguió y los granjeros se volvieron cuando se aproximó a ellos. Se acercó un poco más y examinó la hilera de rostros para intentar determinar qué clima se respiraba. Bajo el silencio de aquellos hombres, percibió el miedo.
–Tiene usted que ir allí, ma' baas.
El anciano señaló un sendero estrecho y serpenteante que, atravesando la alta hierba, llegaba hasta la orilla de un ancho y resplandeciente río.
Emmanuel dio las gracias haciendo un gesto con la cabeza y echó a andar por el camino de tierra. La brisa hizo susurrar la maleza y una pareja de canarios levantó el vuelo. Le llegó el olor a tierra húmeda y hierba aplastada. Se preguntó qué habría esperándole.
Al final del camino, llegó al borde del río y miró a lo lejos. Una extensión de veld de poca altura brillaba bajo el cielo despejado. A lo lejos, una cordillera rompía el horizonte con sus picos azules e irregulares. Pura África. Como en las fotos de las revistas inglesas que promocionaban las ventajas de la emigración.
Emmanuel empezó a caminar lentamente por la orilla del río. Al cabo de diez pasos vio el cadáver.
Muy cerca de la orilla había un hombre flotando, boca abajo y con los brazos extendidos como un paracaidista en caída libre. Emmanuel se fijó inmediatamente en el uniforme de policía. Un comisario. Ancho de hombros y robusto, con el pelo rubio y cortado al rape. Un grupo de pececillos plateados danzaban alrededor de lo que parecía una herida de bala en la cabeza y otro profundo corte en medio de la ancha espalda. El cuerpo estaba firmemente sujeto por unos juncos que impedían que se lo llevara la corriente.
Una manta acartonada por la sangre y un farol volcado con la mecha quemada indicaban que el lugar se había usado como puesto de pesca. Las lombrices para el cebo se habían salido de un bote de mermelada y estaban secas sobre la gruesa arena.
A Emmanuel le latía el corazón con fuerza en el pecho. Le habían mandado a él solo a investigar el asesinato de un comisario de policía blanco.
–¿Es usted el de la policía judicial?
La pregunta, en afrikáans, sonó como la de un muchacho insolente dirigiéndose al nuevo maestro.
Emmanuel se volvió y se encontró con un adolescente larguirucho vestido con un uniforme de policía. Un cinturón ancho de cuero le sujetaba el pantalón y la chaqueta de algodón azules a las estrechas caderas. Tenía una tenue pelusilla a lo largo de la línea de la mandíbula. La política del Partido Nacional de contratar afrikáners para los servicios públicos había llegado hasta el campo.
–Soy el oficial Emmanuel Cooper, de la policía judicial –dijo tendiéndole la mano–. ¿Es usted el agente encargado de este caso?
El chico se sonrojó.
–Ja, soy el agente Hansie Hepple. El subcomisario Uys está de vacaciones en Mozambique hasta dentro de dos días, y el comisario Pretorius está..., bueno..., está muerto.
Miraron hacia el comisario de policía, que nadaba en las aguas de la eternidad. Una mano blanca sin vida los saludó desde el agua poco profunda.
–¿Fue usted quien encontró el cadáver, agente Hepple? –preguntó Emmanuel.
–No –al joven afrikáner se le llenaron los ojos de lágrimas–. Lo encontraron unos niños kaffir del poblado esta mañana. Lleva aquí toda la noche.
Emmanuel esperó hasta que Hansie se calmó.
–¿Fue usted quien llamó a la policía judicial?
–No conseguía que me pusieran con la jefatura de policía del distrito –explicó el joven agente–. Le dije a mi hermana que lo intentara hasta que consiguiera contactar. No quería dejar solo al comisario.
Un poco más adelante, siguiendo la orilla del río, había tres hombres blancos en un corrillo, turnándose para beber de una abollada petaca plateada. Eran grandes y fornidos, la clase de hombres que seguirían tirando de sus propios carromatos por el veld mucho después de que murieran los bueyes. Emmanuel los señaló.
–¿Quiénes son ésos? –preguntó.
–Tres de los hijos del comisario.
–¿Cuántos hijos tiene el comisario?
Emmanuel se imaginó a la madre, una mujer de anchas caderas que daba a luz cuando no estaba preparando pan o tendiendo la ropa.
–Cinco hijos varones. Son una buena familia. Auténtico volk.
El joven policía se metió las manos en los bolsillos y, con su bota con punta de acero, dio una patada a una piedra y la mandó rodando por la orilla. Ocho años después de las playas de Normandía y las ruinas de Berlín, en las llanuras africanas se seguía hablando del espíritu del pueblo y de la pureza racial.
Emmanuel observó a los hijos del comisario asesinado. De acuerdo, era verdad que eran auténticos afrikáners. Rubios musculosos sacados directamente de la victoria de la batalla del Río de la Sangre y ensalzados en las paredes del Monumento a los Voortrekkers. Los hijos del comisario deshicieron el corrillo y se dirigieron hacia él.
A Emmanuel le vinieron de pronto a la cabeza imágenes de su infancia. Niños con la piel blanca como la leche materna de los codos para arriba y del cuello para abajo. Con las narices torcidas de pelearse con los amigos, los indios, los ingleses o los mestizos lo suficientemente atrevidos para cuestionar su posición en lo más alto de la jerarquía.
Los hermanos llegaron hasta donde estaba Emmanuel y se detuvieron a una distancia muy corta de él. El más grande, el Líder, se puso delante. El Esbirro se quedó a su derecha, apretando los dientes. Medio paso más atrás, el tercer hermano estaba listo para recibir órdenes de los puestos superiores de la cadena de mando.
–¿Dónde está el resto de la brigada? –preguntó el Líder en un inglés tosco–. ¿Dónde están sus hombres?
–Yo soy la brigada –respondió Emmanuel–. No hay nadie más.
–¿Es una broma? –dijo el Esbirro, que añadió un dedo acusador a la conversación–. ¿Asesinan a un comisario de policía y la policía judicial envía a un oficial de mierda?
–No debería estar solo –reconoció Emmanuel. La muerte de un hombre blanco requería un equipo de oficiales. La muerte de un policía blanco, toda una división–. La información que recibimos en la jefatura era confusa. No se mencionó la raza, el sexo ni la profesión de la víctima...
El Esbirro interrumpió la explicación:
–Vas a tener que contarnos algo mejor que eso.
Emmanuel decidió centrarse en el Líder.
–Yo estaba trabajando en el caso del asesinato de los Preston, la pareja de blancos a la que dispararon en su tienda –dijo–. Seguimos al asesino hasta la granja de sus padres, a una hora de aquí hacia el oeste, y le detuvimos. El inspector Van Niekerk me llamó y me pidió que verificara un posible homicidio.
–¿Un «posible homicidio»? –el Esbirro no iba a permitir que le dejaran fuera de la conversación–. ¿Qué narices significa eso?
–Significa que la persona que llamó sólo le proporcionó un dato útil al operador que registró la llamad...
Índice
- Portada
- Portadilla
- UN HERMOSO LUGAR PARA MORIR
- Agradecimientos
- Créditos