La posesión de la vida
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La posesión de la vida

  1. 244 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La posesión de la vida

Descripción del libro

Llegamos al mundo como un papel pautado sobre el que poder plasmar una melodía: la nuestra. En ella intervendrán los demás, sobre todo al comienzo, pero llegará un momento en que también nosotros mismos le iremos añadiendo frases a la música, siempre problemática, de nuestra estructura vital. A veces la influencia ajena y los errores personales ahogarán nuestra identidad, impidiéndonos poseer una vida propia. La ración de dolor será muy superior a la ración de placer. De cómo hemos ido configurando nuestro ser va a depender esa excesiva dosis de sufrimiento. Muchos vivientes jamás conquistan una vida digna y razonablemente feliz. La vida es un arte muy difícil, pero ¿qué arte no lo es?Este libro, un viaje por los códigos fundamentales del ser humano, trata pues de cómo modificar nuestro destino y hacer que nuestra vida transite hacia las dimensiones más habitables de la existencia.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788418245602
ISBN del libro electrónico
9788418245435
Edición
1
Categoría
Literatura

II

EL CÓDIGO PIGMALIÓN

1
El nombre

Pigmalión era un escultor que vivía en Chipre sumido en la soledad y cuantos lo conocían aseguraban que nunca había tenido amantes. Una tarde, sintió que necesitaba compañía y decidió esculpir, con la técnica que lo caracterizaba y que lo igualaba a Hefaistos, una estatua de marfil para la que ya tenía pensado el nombre: Galatea.
Con ese propósito, se puso manos a la obra y dotó a Galatea de una belleza fulgurante y que a él se le antojaba más cierta que la de las más hermosas muchachas de la isla. Para llevar a cabo su escultura, no utilizó modelos, ya que ninguna fémina le parecía tan hermosa como la que él guardaba en las moradas de su imaginación. Cuentan que su cara era más bella que la de Helena y que eran sus proporciones tan áureas y tan equilibradas que quien la miraba casi la sentía respirar.
Pigmalión se enamoró de Galatea, como suelen enamorarse muchos artistas de los simulacros engendrados por su cabeza, y a menudo se acercaba a ella y la palpaba dudando de que su cuerpo fuese de marfil, pues más bien le parecía carne tibia e inmaculada.
Cuando la besaba, creía que Galatea le devolvía los besos, y cuando la acariciaba sentía que la estatua respondía al contacto amable de sus dedos. Pigmalión empezó a hablar con ella y a contarle todas sus alegrías y sus tristezas. También le llevaba regalos como los que suelen gustar a las muchachas: piedras brillantes, flores, pájaros vivos y hasta lágrimas del árbol de las helíades. Por las noches la cubría con túnicas de lino y de seda, la ornaba con collares de perlas y anillos de oro y plata, y pintaba sus labios con un ungüento fabricado con rosas de Paros y resina de los pinos sagrados que rodeaban el templo de Afrodita.
Todo le sentaba bien, aunque desnuda no resultaba menos hermosa. A veces la tendía en un lecho de púrpura, la hacía reposar sobre mullidas plumas, y la colmaba de besos y caricias hasta alcanzar junto a ella el más bendito estremecimiento.
Llegó el día de la fiesta de Afrodita, la más celebrada en Chipre, y Pigmalión decidió salir de casa para honrar a la diosa. El escultor ya había realizado sus ofrendas cuando se arrodilló ante la estatua de Afrodita y le dijo con voz trémula:
—Si los dioses podéis lograrlo todo, yo deseo que mi esposa sea idéntica a la estatua de marfil que oculto en mi aposento.
Afrodita, que puede entrar en las almas de los mortales, comprendió el sentido exacto de las palabras del escultor, y, cuando Pigmalión llegó a su casa, corrió hasta la imagen de marfil y la besó. Enseguida notó que la estatua desprendía un calor humano, demasiado humano, y al estrecharla en sus brazos creyó que el marfil se ablandaba como la cera y temblaba como la carne.
Pigmalión se sumió en el estupor y se creyó víctima de una ilusión. Henchido de amor, volvió a palpar una y otra vez el objeto de sus deseos, percatándose de que era un cuerpo viviente y de que Afrodita había escuchado su oración.
En el principio fue el nombre, se nos ha dicho desde hace milenios, y el nombre ocultó la oscuridad y dio forma verbal al deseo. Antes de iniciar su escultura, Pigmalión ya tenía un nombre que mostraba y ocultaba sus pulsiones y sus anhelos: Galatea; y antes de traernos al mundo, nuestros padres ya tienen en la cabeza nuestro nombre.
Se supone que la desnudez fundamental sería el momento de nacer, pero no es cierto, porque ya antes de nacer nos están vinculando a un estereotipo, el primero de una larga cadena que limitará nuestra existencia y nos acercará a los objetos fabricados en serie.
Fijémonos en el recién nacido: un nuevo viviente gime y tiembla. Es un animal lleno de pulsiones subconscientes que merman su libertad desde el principio, pero no está desnudo. Nada más nacer le acoplarán el nombre que tenían pensado para él: un nombre que consideramos personal, a pesar de que se puede repetir con mucha frecuencia a nuestro alrededor. El niño se llamará David. Parece un asunto inocente, pero detrás de David vemos un rey que tocaba el arpa y cantaba salmos. Un rey que mató a su mejor amigo porque quería quedarse con su mujer, de la que se había enamorado. Un rey sabio y totémico, que conoció la maldad y la bondad en todas sus variantes. Resulta muy hermoso, pero un día el muchacho necesitará interpretar su nombre y se interesará por la historia del rey arpista y hasta podrá plantearse la posibilidad de imitarlo y proyectar en él su ambición. No es la peor opción querer convertirse en un nuevo David, pero, en ese acto tan presuntamente natural como asignar un nombre a alguien, estamos ya interviniendo en su destino, aunque solo sea con una metáfora.
Ya tenemos un nombre. Nuestro cuerpo empieza a encarnar un símbolo. Es una forma noble de decirlo. En realidad empezamos a encarnar una repetición. Es como si, cuando nacemos, alguien dijera al mirarnos: «Este niño está repetido, pero es mejor así. Necesitamos muchos como él. Mejor que todos sean como él. ¿Para qué cambiar si el modelo es bueno?». Sí, sí, pero ¿dónde queda tu individualidad ahí? ¿Dónde buscarla entre tanta determinación desde el primer sollozo de la cuna?, cabe preguntarse, y también cabe preguntarse cómo eligen los padres el nombre del hijo. Lo normal es que sigan motivaciones subconscientes que más tarde tratarán de racionalizar. Lo normal es que se dejen llevar por sugerencias. Una madre o un padre puede elegir para su vástago un nombre que les sugiera belleza, o autoridad, o delicadeza, o cierta implicación étnica o racial; aunque es todavía más normal y a la vez más humillante para el recién nacido que lo elijan porque está de moda, y la moda es una de las formas de la repetición y la estereotipación. Digamos que en la elección del nombre interviene, como siempre, el subconsciente, la conciencia (de lo que está de moda, de lo que confiere cierta identidad, de lo que es hermoso o es feo), y hasta la aconciencia cuando los padres proyectan en el hijo sueños de grandeza de naturaleza inconfesable. Sin olvidar que son igualmente determinantes la clase social de los padres (cada clase suele tener su universo de nombres más o menos previsibles), la tribu urbana, la procedencia geográfica y, por supuesto, los caprichos más o menos personales. Imaginamos que una madre le pone al hijo el nombre de un amor perdido, que íntimamente se opone al de su marido y en cierto modo lo niega, como le ocurrió al filósofo Louis Althusser; o imaginemos a un padre que le pone a su hija el nombre de una prostituta que lo inició en el sexo y quedó en su mente como ideal del placer. ¿Cuántas veces habrá ocurrido lo que digo? Sin duda miles y miles de veces en la historia, y la literatura, que es en buena medida la crónica de nuestros sentimientos, nos lo ha susurrado al oído en muchas ocasiones.
En el análisis de nuestra persona, hemos de examinar bien cómo hemos interpretado nuestro nombre, porque en la interpretación de nuestro propio nombre está una de las claves de nuestra identidad, y también de nuestra locura. El gran problema a ese respecto es que muy a menudo nuestros padres ocultan la verdadera razón de por qué eligieron un nombre en concreto y no otro, hurtándonos una de las llaves de nuestra persona y nuestro personaje. Nos van fabricando desde la ocultación y la inconsciencia, nos van educando desde la niebla y para la niebla, y les tenemos que perdonar, porque «no saben lo que hacen», como dijo Jesucristo para indicar que en muchos de nuestros actos la conciencia brilla por su ausencia.
A mí me costó bastante interpretar mi nombre con cordura, y durante algún tiempo me planteé la posibilidad de cambiarlo, como hicieron el padre Sergio del cuento de Tolstói y Yukio Mishima. He observado que se trata de un problema general, y que hasta los que tienen nombres muy afortunados tardan en aceptarlos porque rara vez creen que les han puesto el nombre adecuado. Siempre le he dado mucha importancia a esta resistencia: es indicadora de una línea del ser que no está escrita, y que se ve obligada a deslizarse en la sombra. En esa resistencia a aceptar el nombre que nos han puesto parece dibujarse la línea de nuestra verdadera personalidad, o al menos de una personalidad menos impuesta, y por eso mismo también menos impostada que la que empiezan a asignarnos los otros desde el instante mismo en que nos ponen nombre.
«Este niño se llamará David». «Esta niña se llamará Jezabel». Si luego Jezabel tiende a convertirse en una mujer fatal, no será porque no se lo habían dicho desde el instante mismo de nacer; y si no sale una mujer poderosa y fatal, y resulta ser una taimada y una infeliz, ella misma pensará que ha traicionado su nombre. A este respecto, Ernst Jünger dice en Eumeswil: «Hay quienes cargan a un niño, para toda la vida, con un nombre que representa sus ilusiones. Aparece un enano que se presenta como César». A lo que podemos añadir: peor hubiese sido llamarlo Goliat.
Me contaba un amigo que una vez, hallándose en Rodas, se entretuvo observando a una niña que no obedecía a su madre, hasta que se dio cuenta de que se llamaba Antígona y que ya estaba imitando a la heroína antigua en el acto mismo de desobedecer. Antígona iba a lo suyo, como el personaje de Sófocles, y mi amigo sospechaba que iba a ser ya muy difícil cambiarle ese destino. Al parecer era una niña que desobedecía con autoridad, y que además daba explicaciones de por qué lo hacía. En un instante fugaz, mi amigo asistió a algo parecido a la revelación de un destino, que era el eco de otro y de otro, en un sistema de repeticiones tan abismal como vertiginoso, y que al mismo tiempo no dejaba de incluir toda una cadena de estereotipos. Y en medio de ese abismo llegamos; y lo primero que hacen es ponernos un nombre. No debemos creer demasiado en nuestro nombre. Un sabio de nuestro tiempo pensó que tomarse en serio el nombre propio es estar loco, y habría que añadir: y es también sucumbir a la primera de las alienaciones que nos proponen, pues supone el primer acoplamiento de algo que no somos nosotros y que a menudo está lejos de parecernos la mejor representación verbal de nuestra persona.
Bien es cierto que llega un momento en que aceptamos sin demasiadas reservas el nombre propio, y no deja de ser curioso que esa aceptación suela coincidir con el momento de nuestra existencia en que asumimos lo mucho que hay de teatro en la vida en sociedad. O cuando aceptamos, con cierta ironía, que el mundo nos exige que, además de ser personas, seamos personajes, al menos de vez en cuando. El juego puede resultar divertido siempre que el personaje no se coma a la persona. Lo dice un experimentado que ha vivido desde muy cerca el problema. Una cosa no hemos de olvidar nunca: somos personajes antes de ser personas, y antes de ser personas ya nos ponen el nombre que nos va a representar en el teatro del mundo.
Por eso, porque la reverberación de nuestro nombre tiene un origen muy remoto y anterior a toda forma de racionalización, resulta problemática la relación con nuestro nombre, porque su magia es anterior a toda verbalización y a todo filtro, y se recibe, por así decirlo, de forma directa y fulminante. Ya decía Platón en La república que los niños reciben las primeras impresiones «de forma directa y cuando aún no saben razonar».
El nombre propio es la primera palabra que nos designa, y es también la primera determinación. Como además suele ser una palabra sin significado, que se puede llenar con mil sentidos diferentes, esa primera palabra que llega a nosotros en la oscuridad de la infancia va a ser la palabra primordial y fundamental, sobre la que se van a asentar todas las demás palabras. Dicho de otra manera: esa palabra, el nombre, va a ser la primera clave de interpretación de todas las demás palabras, la primera matriz. Quizá por eso cada uno tiene su lenguaje, que solo se acerca por aproximación al lenguaje de los demás. Y quizá por eso siempre queremos que nuestro nombre resuene de una forma especial, como solo resonaba cuando era la palabra de las palabras y en nuestro mundo solo había cuatro o cinco palabras más.
Hay quienes piensan que durante toda la vida buscamos la resonancia que tuvo nuestro nombre en voz de la madre, pero yo creo que se engañan. Buscamos la resonancia que tuvo nuestro nombre antes del acceso al lenguaje, antes de que hubiese códigos y señales, independientemente de la procedencia de esa resonancia, que puede ser la de la madre, o la del padre, o la de otras personas. Buscamos la resonancia primordial que tuvo nuestro nombre antes de que el mundo fuera, antes de que el mundo apareciera y antes incluso de que se descolgasen las primeras palabras de nuestra boca.
Esa resonancia, o su aproximación, suele emerger en la voz del que nos ama, y me pregunto si no amamos al otro en la medida en que sabe reproducir la resonancia original de nuestro nombre: la primera resonancia. Parece evidente que somos extremadamente sensibles a esa primera resonancia, y me pregunto si no habría que investigar por ahí el fenómeno de la seducción, más profunda cuanto más toca la matriz semántica de nuestro ser, nuestro nombre. Nunca se insistirá demasiado en esta primera determinación que por habitual parece insignificante. En muchos aspectos, la vida va a consistir en darle contenido a nuestro nombre, malo o bueno, aunque más bien malo y bueno. De cómo llevemos a cabo ese proceso va a depender, en buena medida, el éxito o el fracaso de nuestra vida.
Como el Dios bíblico les dio nombre a las cosas, nuestros padres nos ponen un nombre en el que nos obligan a creer, como en un acto de...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. Dedicatoria
  6. OBERTURA
  7. I LOS TRES ELEMENTOS
  8. II EL CÓDIGO PIGMALIÓN
  9. III EL CÓDIGO NARCISO
  10. IV EL CÓDIGO EROS
  11. V SORBIDOS POR SU PROPIA IMAGEN
  12. VI SALIDAS DEL LABERINTO
  13. EPÍLOGO(He andado muchos caminos)