6 relatos ejemplares 6
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Elvira Roca Barea

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Tras Imperiofobia y leyenda negra, María Elvira Roca Barea recrea desde una perspectiva literaria tan aguda como reveladora seis momentos decisivos para comprender la historia europea.«En Imperiofobia, Elvira Roca Barea iluminó nuestra leyenda negra. Aplicó el rigor de la verdad contrastada frente a la mentira programada y torticera, a lo largo de siglos. En estos 6 relatos ejemplares 6 esclarece unos hechos muy concretos y fundamentales protagonizados por nobles, reyes, damas y señores, gentes del pueblo, en la Europa del siglo XVI. Intrahistorias dentro de la Historia narradas con un estilo preciso, ejemplar y ameno». LAURA REVUELTA, ABC CulturalCon la venida del cisma luterano el orbe mediterráneo-católico asume de manera inconsciente el discurso de supremacía moral que impone el norte protestante. De este modo palabras como «libertad», «tolerancia», «ciencia» y «Reforma» quedan de un lado y en el otro, como una imagen especular en negativo «opresión», «intolerancia», «fanatismo» y, vaya por Dios, «Contrarreforma». Desde un principio se perdió la batalla más importante, la del lenguaje, y entre sus armas se contó con la propaganda, nuevo artefacto crucial para entender la civilización occidental en el último medio milenio.Los seis relatos aquí reunidos tienen como trasfondo el mundo protestante en diversas épocas y lugares de Europa. La autora ha escogido seis momentos entre cientos posibles que sirven de contrapunto a esa visión monolítica impuesta desde el cisma y en la que el orbe mediterráneo quedó descrito —hasta la actualidad— como el Demonio del Mediodía. En ellos veremos desfilar personajes anónimos y nombres como Lutero, Ana de Sajonia, Calvino, Felipe Guillermo de Orange-Nassau, primogénito de Guillermo de Orange, o el mismo William Shakespeare.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2018
ISBN
9788417454227
Edición
1
Categoría
Literatura

La última reina

Para Emilia Landaluce
Si no estaba nerviosa, como se venía repitiendo a sí misma desde que se había despertado, lo que sentía se le parecía mucho. Sin embargo, no era momento para amasar nervios, y justificarlos o negarlos formaba parte, bien lo sabía ella, de aquel amasijo y su fermentación. A fin de cuentas, no todos los días se defiende una tesis doctoral, y bien puede admitirse que la doctoranda, en fecha tan señalada, se sienta no nerviosa, eso no, pero sí un poco excepcional y con alguna tendencia a ver lo cotidiano bajo un prisma inusitado. Mercedes Martín se avió el desayuno primorosamente. Era todavía de noche y, cuando miró por la ventana, no había nadie en las aceras de Moreton Place. No se preparó un té bien cargado, como hacía todos los días, y el pitido habitual de la kettle le faltó. La leche caliente con miel, que había elegido como desayuno idóneo para aquel día, le pareció repugnante, y miró la kettle con añoranza. Quizá sí estaba un poco nerviosa después de todo. De pronto comprendió que miraba con tanto empeño la kettle, no porque echara de menos el té, sino porque echaba de menos la kettle, que, aunque era suya y podía llevársela a su casa, en realidad, pertenecía a aquella habitación tan austera y desordenada de la St. Ambrose Student Residence en que había vivido desde que llegó a Londres en busca de una tesis doctoral.
Todo había parecido normal en aquellos años y solo ahora dejaba de serlo. Sin duda porque se acababa, y todo lo que se termina tiñe de un color entre rosa y gris lo que ha ido sucediendo hasta llegar al presente, a la leche con miel y su repugnante sabor. Bien podía haber pensado en otro líquido para calentarse el estómago. ¿A qué venía aquella tontería de la miel? A Mercedes nunca le había gustado la miel. Su madre y su abuela, que habían nacido en la Alcarria, tenían como un dogma de fe que la miel todo lo cura. Recordaba como un tormento aquel empeño de su madre en que hiciera gárgaras con agua caliente y miel en los años adolescentes en que, sin saber por qué —cosa de las hormonas sería—, cogía una amigdalitis cada dos por tres. Seguramente era esa fe alcarreña la que la había llevado a elegir la miel para la mañana predoctoral. Nada podía salir mal si tomaba miel para el desayuno.
Con gesto desafiante, como si todo Londres estuviera mirando, Mercedes levantó la cortina cutre y sucia, de un color indefinido entre el marrón y el ocre, y miró hacia la calle de nuevo con la vana esperanza de que hubiera algo en ella que la distrajese: un mendigo, un lechero, un guardia nocturno de regreso a casa..., pero Moreton Place insistía en decirle que era de noche y que se había levantado demasiado pronto porque estaba nerviosa y no podía dormir.
En lo alto de la mesa de estudio, que era un puro Himalaya de papeles, estaba colocada, impecablemente cosida y encuadernada en tela azul marino, la tesis de Mercedes. Sus brillantes letras doradas desafiaban las cortinas sucias, los papeles amontonados y las paredes llenas de pósteres de los Sex Pistols, Joy Division y Siouxsie and the Banshees, pegados con adhesivo:
Prison and Death of the Last Queen.
Lady Margaret Pole, 1473-1541
Ph. D. Thesis
King’s College, London
Quizá tenía que haber hecho otro ejemplar más para llevárselo a su abuela Isabel a Zaragoza, porque estaba segura de que la anciana iba un día sí y otro también al Pilar a pedirle a la Virgen que lo de la nieta en Londres saliera bien. Eso le había dicho.
—Voy a pedirle a la Virgen que lo tuyo en Londres salga bien.
Y luego se había negado a dar más explicaciones sobre lo que significaba exactamente «lo tuyo en Londres». Mercedes había decidido que «lo tuyo en Londres» incluía la tesis. Tenía que ser así, porque la abuela Isabel era la única que verdaderamente conocía con exactitud todo el devenir de su investigación. En algún momento doña Isabel había mostrado tanto entusiasmo que Mercedes llegó a temer que cogiera el tren en Zaragoza, se plantara en Irún y de allí hasta París para llegar a Calais, desde donde el overcraft la llevaría a Dover, y desde Dover, en pocas horas, a Londres. Pero era un viaje demasiado caro para su pensión de catedrática de instituto. Sin embargo, el auténtico y verdadero problema era el inglés, una lengua que siempre le había dado horror y que ahora se presentaba como un obstáculo insalvable entre la tesis de la nieta y ella. Mercedes la había convencido de que realmente sabía tanto sobre Lady Margaret Pole como ella misma, y para probárselo le había mandado dos capítulos en español, capítulos que la abuela Isabel había devuelto convenientemente corregidos, anotados y aumentados. Entonces decidió que ya no le mandaba más. Efectivamente, la catedrática de griego del Instituto Goya de Zaragoza sabía tanto como ella o más sobre Lady Margaret Pole. Y, si no lo sabía, lo parecía porque aquella sintaxis impecable era capaz de mejorar cualquier tema.
Claro que también Michael Egerton formaba parte de «lo tuyo en Londres». Cuando Mercedes apareció con el melenudo en Zaragoza, la madre se negó a alojarlo en casa y, para sorpresa de propios y extraños, la abuela Isabel lo acogió con la mejor sonrisa, haciendo gala de una hospitalidad principesca. En un primer momento Mercedes había pensado que su verdadero propósito era envenenar al inglés con alguna pócima secreta de miel de tábarro, no para matarlo, sino para provocarle un serio contratiempo intestinal. Mercedes no podía creer en las buenas intenciones de doña Isabel, tan elegante y discreta, para con aquel inglés de aspecto descuidado, un rasgo que la abuela aborrecía en cualquier ser humano. Recordaba que la abuela, cuando se enfadaba, trataba al ofensor con extraordinaria amabilidad y dulce sonrisa, hasta que este bajaba la guardia, momento que doña Isabel aprovechaba para clavarle las banderillas bien visibles. Cuando la nieta le reprochaba abusar de su voz suave y su sonrisa para vengarse del prójimo, la abuela contestaba que la miel sirve para todo, incluso mata con dulzura. Presa de un súbito y absurdo ataque de pánico, había intentado evitar que Egerton se alojara en casa de la abuela, pero el inglés estaba encantado de ahorrarse la pensión y no veía inconveniente alguno en ello. Michael Egerton no fue víctima de la miel de tábarro, como Mercedes había temido tontamente. Pero a los tres días acompañaba a la abuela a misa de ocho en la basílica del Pilar, al cuarto día se cortó el pelo, y al quinto hacía tales despliegues de caballerosidad en su comportamiento con la abuela que Mercedes recayó en pensamientos absurdos. Estaba celosa de la abuela Isabel.
El malestar de Mercedes y el bienestar de Egerton resultaron tan visibles que doña Isabel decidió brindarle a la nieta la oportunidad de echar fuera los demonios.
—Querida: Michael Egerton es un hombre. Solo necesita que lo eduquen. El problema es que vosotras ya no queréis educar a los hombres para que lo sean, y luego os sentís decepcionadas porque no lo son. Mal asunto. Preveo grandes complicaciones en el futuro.
Mercedes miraba de reojo la kettle, que, aunque era suya, pertenecía a aquella habitación. Podía llevársela a España, pero allí no pegaba. A Michael Egerton no podía llevárselo. Sabía que el inglés no la seguiría y que solo esperaba a que ella se marchara a Zaragoza para dar por terminada la relación. Habría algunas cartas y alguna llamada telefónica y se acabó. Lo había ido perdiendo poco a poco entre conciertos y manifestaciones, porros y sellos de LSD.
Fue en aquella Navidad de 1976 cuando la abuela la convenció para que hiciera su tesis doctoral sobre Lady Margaret. Realmente tardó en dar su brazo a torcer, pero cualquier otro tema histórico poco frecuentado palidecía ante las posibilidades que ofrecía investigar la vida y, sobre todo, los últimos años y la muerte de aquella dama. El mundo entero conocía a Tomás Moro, pero casi nadie sabía nada de la última descendiente de la casa real de Plantagenet, ni tampoco de la orgía de sangre en que fueron aniquilados por Enrique VIII y su padre, siguiendo la política Tudor de no dejar enemigo vivo, si era posible acabar con él. Pocas dinastías en Europa habían demostrado tan invencible vocación para el asesinato. Mercedes estaba preparada para mucha sangre, pero no tanta. Durante casi un año vagó por los senderos que habían conducido a la muerte a aquella casa noble que Guillermo el Conquistador había llevado a Inglaterra y a la que tanto le debía la isla que luego los aniquiló sin piedad. Con fascinación descubrió que la literatura artúrica había nacido en el regazo de los Plantagenet.
—¿Tú sabías que Godofredo de Monmouth y Wace escribieron en el siglo XII bajo la protección de los primeros Plantagenet?
—No te vayas por las ramas. Eso lo sabe todo el mundo.
Con impaciencia, la abuela le advertía que la dispersión es el mayor peligro para el investigador novato que cree estar descubriendo América cada dos por tres. No obstante, algo más que el fascinante origen de la literatura artúrica inquietaba a Mercedes ya en los inicios de su investigación: ¿cómo era posible que el ciclo artúrico hubiera sobrevivido tantos siglos para dar brillo y esplendor a Inglaterra desgajado de los descendientes de Guillermo, como si ellos no hubieran existido? Era incomprensible que hubiera tantos libros de literatura inglesa, de enseñanza media, por ejemplo, en los que ni siquiera se mencionaba la dinastía que sirvió de invernadero a Sir Lancelot, Morgana Le Fay, Sir Galahad, Ginebra, la Dama del Lago... Perdida en las bibliotecas de Londres, fue reconstruyendo las desdichadas vidas de aquellos príncipes: Anne Plantagenet, Ricardo de York, Eduardo Plantagenet, Jorge Plantagenet, Enrique Plantagenet... Y Lady Margaret Pole.
La abuela insistía en que abandonara aquel vagabundeo morboso que la distraía de su tarea principal, pero no lo consiguió. La tragedia de los Plantagenet terminó por arrastrarla a un estado de alucinación constante que desdibujó las calles de Londres. La abadía de Tewkesbury, donde había sido enterrado Jorge Plantagenet, duque de Clarence, o el castillo de Farleigh, donde había nacido Lady Margaret Pole, cobraron más espesura y solidez que la vida real, y Mercedes consiguió atravesar aquel periodo conflictivo sin enterarse apenas de los disturbios y manifestaciones en que se transformó la ira de los ingleses cuando supieron que su país estaba en quiebra.
La familia y los amigos le preguntaban a menudo qué estaba pasando en Inglaterra, y las evasivas de Mercedes no consiguieron más que alarmar a sus padres, que a punto estuvieron de viajar a Londres para traerla de vuelta a casa. Tenía lógica que la hija quisiera atenuar la gravedad de aquellos disturbios que llenaban los telediarios para no preocupar a su familia, pero las caóticas explicaciones de Mercedes tenían el efecto contrario. Solo la abuela Isabel comprendió que Mercedes estaba atravesando por una de aquellas etapas de ensimismamiento que obnubilaban a la nieta de cuando en cuando. Como ella misma también las tenía, sabía que Mercedes estaba en algún lugar al que se había marchado en pos de su imaginación y que no regresaría hasta haber alcanzado un estado de saturación tan asfixiante que le resultara insoportable, como los amantes demasiado posesivos. Porque, si no hubiera estado secuestrada en el trágico destino de los Plantagenet, su nieta, que no era tonta, habría comprendido que aquellas explicaciones confusas y aquellas incoherencias que respondía necesariamente iban a inquietar a su familia. Como Mercedes no se daba cuenta, de nuevo intervino la abuela Isabel en la vida de su nieta sin que esta lo supiera para convencer a los padres de que la hija no corría ningún peligro en aquel Londres de barricadas y antidisturbios, precisamente porque Mercedes estaba tan concentrada en sus investigaciones que no tenía ningún interés en participar, ni siquiera por curiosidad, en los altercados. Esto tranquilizó a los padres, pero a la abuela no.
Fue entonces cuando conoció a Michael Egerton y solo por él se interesó Mercedes por la Inglaterra que la rodeaba y comprendió que el país estaba atravesando por una de sus horas más bajas. Los hijos y nietos del esplendor victoriano no acababan de entender cómo el maravilloso imperio de aquellos caballeros que cazaban tigres en la India se veía ahora obligado a mendigar préstamos al FMI para poder pagar a los funcionarios. Conoció a Michael Egerton en la Maughan Library, cuando el voluntarioso funcionario del mostrador le hizo saber que no podía renovarle el préstamo de la edición de J. R. Dasent de 1891 de las Acts of the Privy Council of England, 1550-1552 (vol. 3), porque había otro estudiante que también lo había solicitado. A Mercedes le venía bastante mal desprenderse del libro y le pidió al bibliotecario que le permitiese saber quién era aquel otro estudiante para poder hablar con él y rogarle que pospusiera su reclamación al menos una semana, que era lo que ella necesitaba aproximadamente para completar sus resúmenes. El bibliotecario, todo reservas y circunspección, cogió un papelito y allí escribió el nombre y el número de mesa que Egerton solía ocupar. Hacia allí se encaminó preocupada por si su petición recibía una negativa y al mismo tiempo curiosa por saber quién podía estar interesado en una obra que nadie había solicitado en los últimos ocho años, según constaba en los ficheros.
Fiel al estilo de su tierra, el inglés escuchó y respondió con monosílabos, y Mercedes no se atrevió a preguntarle la razón por la que a él le interesaba aquel libro. No le pareció guapo, ni siquiera resultón a pesar de la espléndida melena cobriza que lucía. Aquella parquedad en palabras, sin embargo, fue suficiente para que se diera cuenta de que se expresaba con una dicción perfecta y que si no era un producto de Eton le faltaba poco.
Las manos de Michael Egerton. Los ojos de Michael Egerton. Su mirada a través de las mesas de la biblioteca. El deseo en aquellos ojos había sido suficiente y había sobrado. Todas las ideas que Mercedes tenía sobre el amor y toda su experiencia, que ella creía muy sólida, se vinieron abajo como un castillo de naipes. Se habían lamido como lobos y susurrado atrocidades en dos idiomas. El deseo por Michael Egerton no se extinguía una vez satisfecho. Al contrario. Cada día era más intenso y más urgente, hasta un punto que llegó a sentir vergüenza de sí misma. La irritaba profundamente saber que Michael era totalmente consciente del poder que tenía sobre ella. Una vez en medio de un revolcón le dijo que era como una perra en celo por las calles de Londres, y Mercedes estuvo a punto de abofetearlo. Egerton no entendió el enfado y se echó a reír. Él no negaba que seguía el rastro de Mercedes por toda la ciudad y que ni harto de porros podía acostarse con otra mujer. Esto lo había desconcertado al principio, pero luego lo aceptó con alegre deportividad.
La dependencia de camas ajenas era lo peor de todo. Ni en la St. Ambrose Student Residence ni en la boarding house de Egerton podían entrar personas del sexo contrario. En el caso de Egerton, además, la habitación era compartida. Una noche se armó de valor y a través de la escalera de incendios se coló en el edificio y llegó sin tropiezos a la habitación de Mercedes, que se quedó sin habla cuando abrió la puerta. Fue una noche espléndida que ella vivió en tal estado de placer y angustia que al amanecer le hizo saber al novio que aquel había sido un atrevimiento muy romántico, pero que no volviera a hacerlo nunca más. Egerton le dio un mordisco en la oreja y se fue. A la noche siguiente volvió, y Mercedes se enfadó de veras. Egerton tardó un rato en darse cuenta de que el enfado de Mercedes no era un ingrediente añadido al ritual de apareamiento. La sola idea de que la expulsaran de la St. Ambrose por semejante motivo se le hacía insoportable, y más insoportable todavía el que su familia se enterara y finalmente toda Zaragoza, porque algo así se acaba siempre sabiendo. A la sabrosura del chisme en sí, había que unir el gozo de conocidos y parientes de ver en vergüenza a aquella joven impecable, que había sido una adolescente impecable, hija de una madre también impecable y nieta de una abuela, que, además, era una institución en Zaragoza. No eran ricos, pero tenían una reputación que mantener. Esto a Egerton o no le importaba o no quería entenderlo. Y eso que él, por mucha melena que se dejara y mucha chaqueta militar de camuflaje zarrapastrosa que se pusiera, exhibía las veinticuatro horas del día una dicción perfecta que mantenía inmaculada frente a cualquier tentación de populismo expresivo. ¿A qué tanto empeño en sostener como una armadura aquel rasgo de distinción mientras arrojaba latas de beans a los pobres policías londinenses?
Nunca volvería a comer beans. Porque los beans, como la kettle, formaban parte de la vida en Londres, que estaba por acabar, que en realidad ya se había acabado, como Michael Egerton, como Prison and Death of the Last Queen. Mercedes volvió a mirar hacia Moreton Place por si la calle daba alguna muestra de vida y vio venir por la acera a una señora de mediana edad, tacón y medias, muy elegante, con un vestido que claramente se había puesto la noche anterior y todavía no se había quitado. Los supervivientes de la noche siempre le habían causado desasosiego y por eso desde la adolescencia había evitado que el amanecer la cogiese fuera de casa. A Egerton en cambio lo que lo...

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