Huye rápido, vete lejos
I
Y entonces, cuando las serpientes, murciélagos, tejones y todos los animales que viven en la profundidad de las galerías subterráneas salen en masa a los campos y abandonan su hábitat natural: cuando las plantas que dan frutos y las leguminosas empiezan a pudrirse y a llenarse de gusanos (...).
II
Los individuos en París caminan mucho más rápido que en Guilvinec. Hacía mucho tiempo que Joss lo había constatado. Cada mañana, los peatones fluían por la Avenue du Maine a una velocidad de tres nudos. Este lunes, Joss estuvo a punto de alcanzar los tres nudos y medio, al tratar de corregir un retraso de veinte minutos. Todo por culpa de los posos del café que se habían derramado en su totalidad sobre el suelo de la cocina.
Aquello no lo había cogido por sorpresa. Joss comprendía desde hacía tiempo que las cosas están dotadas de una vida secreta y perniciosa. El mundo de las cosas estaba evidentemente repleto de una energía completamente concentrada en joder al hombre, a excepción quizás de algunas piezas del casco que no lo habían agredido nunca, según su memoria de marino bretón. El más mínimo error de manipulación provocaba a menudo toda una serie de calamidades en cadena, que podían ir del incidente desagradable a la tragedia, al ofrecerle a la cosa una libertad repentina, por mínima que fuese. El tapón que se escapa de los dedos constituye, en menor grado, un modelo básico. Porque un tapón suelto no viene rodando hasta los pies del hombre en modo alguno. Se ovilla tras la cocina, malamente, en busca de inaccesibilidad, como la araña, y desencadena para su depredador, el Hombre, una sucesión de pruebas variables: desplazamiento de la cocina, rotura del tubo de enganche, caída de utensilios, quemaduras. El caso de esta mañana había procedido de un desencadenamiento más complejo, inaugurado por un error benigno de lanzamiento que había provocado el debilitamiento de la bolsa de la basura, desplome lateral y desparramamiento del filtro del café por el suelo. Así es como las cosas, animadas por un sentimiento de venganza legítimamente provocado por su condición de esclavas, consiguen a su vez, en momentos breves pero intensos, someter al hombre a su poder latente, hacen que se retuerza y se arrastre como un perro, y no se apiadan ni de mujeres ni de niños. No, Joss no confiaría en las cosas por nada en el mundo, como tampoco confiaba en los hombres ni en la mar. Las primeras os roban la razón, los segundos, el alma y la tercera, la vida.
Como hombre aguerrido que era, Joss no había desafiado a su suerte y había recogido el café como un perro, grano a grano. Había cumplido sin protestar la penitencia y el mundo de las cosas se había vuelto a replegar bajo el yugo. Aquel incidente matinal no era nada, en apariencia sólo una contrariedad banal, pero para Joss, que no se equivocaba, era un recordatorio claro de que la guerra entre hombres y cosas proseguía y de que en este combate el hombre no salía siempre vencedor, ni mucho menos. Recordatorio de tragedias, de navíos sin mástil, de bous despedazados y de su barco, el Viento de Norois, que había hecho agua en el mar de Irlanda el 23 de agosto a las tres de la mañana con ocho hombres a bordo. Dios sabía sin embargo cuánto había respetado Joss las exigencias histéricas de su bou y lo conciliadores que se habían mostrado el uno con el otro, hombre y barco. Hasta aquella maldita noche de tormenta en la que él había golpeado la cubierta con el puño, dominado por un ataque de ira. El Viento de Norois, que ya estaba casi acostado sobre estribor, había hecho bruscamente agua por la parte de atrás. Con el motor ahogado, el bou partió a la deriva en medio de la noche, con los hombres achicando el agua sin descanso, para detenerse al final sobre un arrecife al alba. Hacía de esto ya catorce años y dos hombres habían muerto. Catorce años desde que Joss había molido al armador del Norois a patadas. Catorce años desde que Joss había dejado el puerto de Guilvinec, tras nueve meses en la trena acusado de lesiones con intención de causar la muerte, catorce años desde que casi toda su vida se había escapado por aquella grieta en el casco de la nave.
Joss descendió por la Rue de la Gaîté, con los dientes apretados, masticando el furor que lo inundaba cada vez que el Viento de Norois salía a la superficie sobre las crestas de sus pensamientos. En el fondo, no tenía nada que reprocharle al Norois. El viejo bou sólo había reaccionado al golpe haciendo crujir su tablazón podrido por los años. Estaba seguro de que el barco no había sopesado el alcance de su breve rebeldía, inconsciente de su edad, de su decrepitud y de la potencia de las olas aquella noche. Seguro que el bou no había deseado la muerte de los dos marinos y seguro que ahora, desde el fondo del mar de Irlanda donde descansaba como un imbécil, lo sentía. Joss le enviaba con bastante frecuencia palabras de consuelo y de absolución y creía que, como él, el barco era capaz ahora de conciliar el sueño, que se había construido otra vida, allá, como él aquí, en París.
Sin embargo, no habría absolución para el armador.
–Venga, Joss Le Guern –había dicho dándole golpecitos en el hombro–, aún hará que cabalgue otros diez años ese barcucho. Él es fuerte y usted sabe dominarlo.
–El Norois se ha vuelto peligroso –repetía Joss obstinadamente–. Gira sobre sí mismo y su cubierta está deformada. Los paneles de la bodega están gastados. No respondo de él si hay tormenta. Y el bote ya no se adapta a las normas.
–Conozco mis barcos, capitán Le Guern –había respondido el armador endureciendo el tono–. Si tiene miedo del Norois, cuento con diez hombres dispuestos a reemplazarlo con un solo chasquido de dedos. Hombres que no se espantan y que no gimen como burócratas por culpa de las normas de seguridad.
–Pero yo tengo a tres muchachos a bordo.
El armador aproximaba su rostro, gordo, amenazante.
–Si se le ocurre, Joss Le Guern, ir a lloriquear a la capitanía del puerto, se encontrará en la calle antes de poder reaccionar. Y de Brest a Saint-Nazaire no encontrará ni a un solo tipo con quien embarcarse. Le aconsejo que reflexione bien, capitán.
Sí, Joss todavía lamentaba no haber rematado a aquel tipo, al día siguiente del naufragio, en vez de haberse contentado con romperle un brazo y destrozarle el esternón. Pero algunos hombres de la tripulación los habían separado, un grupo de cuatro. No jodas tu vida, Joss, le habían dicho. Lo habían agarrado, se lo habían impedido. Le habían impedido liquidar al armador y a todos sus esclavos, a aquellos que lo habían tachado de todas las listas en cuanto salió de la cárcel. Joss había estado gritando en todos los bares que los culos gordos de la capitanía percibían comisiones y sus gritos fueron tan fuertes que se vio forzado a abandonar la marina mercante. Rechazado de puerto en puerto, Joss se había metido un martes por la mañana en el Quimper-París para embarrancar, como tantos otros bretones antes que él, en el vestíbulo de la estación Montparnasse, dejando tras él una mujer en fuga y nueve tipos que matar.
Cuando tuvo ante sus ojos el cruce Edgar-Quinet, Joss volvió a arrumbar sus odios nostálgicos en el forro de su espíritu y se apresuró a recuperar el retraso. Todas esas historias sobre los posos del café, sobre la guerra de las cosas y la guerra de los hombres le habían robado un cuarto de hora por lo menos. Ahora bien, la puntualidad era un elemento clave en su trabajo y estaba empeñado en que la primera edición de su diario hablado empezase a las ocho y treinta, la segunda a las doce horas y treinta y cinco minutos, y la de la noche a las dieciocho horas y diez minutos. Eran los momentos de mayor afluencia y los oyentes iban demasiado apurados en aquella ciudad para soportar el más mínimo retraso.
Joss descolgó la urna del árbol donde quedaba suspendida por las noches, con ayuda de un nudo de guía y de dos candados, y la sopesó. Esta mañana no estaba demasiado llena, podría trillar la mercancía bastante rápido. Sonrió levemente y llevó la caja hasta la trastienda que le prestaba Damas. Aún quedan buenos tipos en la tierra, tipos como Damas, que te dejan una llave y un palmo de mesa sin miedo a que les desvalijes la caja. Damas, menudo nombre. Regentaba una tienda de rollers en la plaza, Roll-Rider, y le dejaba acceso libre para que preparase sus ediciones al abrigo de la lluvia. Roll-Rider, menudo nombre. Joss desencadenó la urna, una gruesa caja de madera que había empavesado con sus propias manos y a la que había bautizado como Viento de Norois II, en homenaje a su difunto ser querido. Indudablemente no era muy honorífico para un gran bou de pesca de altura ver a su descendencia reducida al estado de buzón parisino, pero este buzón no era un buzón cualquiera. Era un buzón genial, concebido a partir de una idea genial, surgida hacía siete años, gracias a la cual Joss había superado de manera formidable la cuesta, tras tres años de trabajo en una conservera, seis meses en una fábrica de bobinas y dos años de paro. La idea genial se le había ocurrido una noche de diciembre en un café de Montparnasse lleno en sus tres cuartas partes de bretones solitarios, cuando, abatido ...