La mitad de la casa
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La mitad de la casa

  1. 108 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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La mitad de la casa

Descripción del libro

«La literatura de Menchu Gutiérrez está tejida de silencios, de páginas en blanco, lentos adagios, paradojas evanescentes, sinuosidades femeninas y sutilezas psíquicas, pero también está felizmente trabada por medio de un estilo delicado y firme, una clara conciencia de la escritura como búsqueda (más aún que como vocación, terapia o delirio) y un uso de las imágenes lleno de coherencia simbólica». Revista de Libros Penetrar en el pasado de una antigua casa, tras una vida ejercitada en el olvido: secretos, escondrijos, cajones, llaves, puertas, ventanas, jardín, objetos que hablan… La anónima protagonista de La mitad de la casa regresa a la residencia de verano familiar, cerrada durante años, para asistir a la escenificación de un misterio y de una decisión nunca superada: «En realidad, es muy difícil saber si he venido a guardar un secreto o si, por el contrario, he venido a abrir un cofre en el que hay un secreto guardado».La nueva obra de Menchu Gutiérrez, que se desarrolla con la forma de la novela, el espíritu de la poesía y la mirada del pintor atento, entreteje una historia de profundo suspense psicológico y nos invita a un juego de dobles del que no podremos escapar.

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Información

Editorial
Siruela
Año
2021
ISBN de la versión impresa
9788418436550
ISBN del libro electrónico
9788418436956
Edición
1
Categoría
Literatura

La mitad de la casa

Sobre la mesa de la cocina, un vaso de cristal dorado, un cesto de mimbre con dos cebollas, un salero de cerámica y un almirez de madera. En medio de lo que hasta ahora era una naturaleza muerta, coloco la fuente honda con las almejas frescas, las cubro con agua y arrojo sobre esta dos grandes puñados de sal.
La operación transforma la cocina en un laboratorio y la naturaleza muerta se convierte en el primer día de la creación.
Lo que parecía un objeto confundido con su estuche, la concha, inicia un movimiento lento que hace pensar en un repliegue militar. Las conchas se van cerrando, pero, al igual que la luz que sale por debajo de la puerta de un dormitorio en la noche, traiciona en parte la intimidad de la escena que se desarrolla en su interior —por más que esta pueda ser una lectura o una conversación en voz baja, y permanezca invisible— y arrastra consigo parte de un secreto, el alma de la almeja deja salir al exterior una señal que preferiría no enviar, dice sin querer que está viva, y secreta un lenguaje encriptado en esas minúsculas burbujas de aire. La almeja toma impulso para ocultarse y escucho en el agua la respiración contenida, el silencio de mi respiración en la respiración de la almeja.
Este simulacro de muerte me ha hecho pensar en las personas que miran desde el pie de la colina en dirección a esta casa, pidiendo información a las ventanas cerradas cuyos cristales deben de reflejar sobre todo el follaje de los árboles. Hasta tal punto me voy mimetizando con ella que podrían pensar que está vacía. Pero la concha es siempre insuficiente, y, por poco que presten atención, verán señales inequívocas, esos pequeños movimientos que delatan mi presencia, aunque intente silenciarlos, corriendo las cortinas durante la noche, o abriendo las ventanas del norte invisible de la casa. Por otro lado, ahora que termina el verano, será ya imposible ocultar que vivo aquí.
Por mucho que me pegue al techo y a las paredes de la casa, como una informe ventosa, tendré que salir, tendré que tomar aire, aunque sea para volver inmediatamente a encerrarme en la concha de piedra. No podré evitar encender la chimenea y mezclado con el humo saldrá parte del secreto que aquí se guarda, como en un cofre.
En realidad, es muy difícil saber si he venido a guardar un secreto en un cofre o si, por el contrario, he venido a abrir un cofre en el que hay un secreto guardado.
Y ¿qué es preciso guardar o fue preciso guardar?
En primer lugar: dolor, litros de dolor, kilos de dolor, toneladas de dolor, kilovatios de dolor; dolor en botellas, en sacas, en armarios; dolor que no se desplaza, que está siempre quieto, como el amontillado en la bodega, como los manteles antiguos o la cuna en el ático.
En segundo lugar: preguntas, miles de preguntas del pasado, que se repiten como si fueran nuevas y que nunca obtendrán respuesta; preguntas como flores que se hubieran marchitado antes de llegar al agua de un jarrón, puestas a secar entre las páginas del libro de la boca; estériles preguntas de un catecismo familiar, aventadas como semillas sobre un suelo de madera en el que no pueden fructificar.
En tercer lugar: un secreto que me fue encomendado, que no es mío o no solo mío, y que debía o debería guardar por encima de todo. Pero ¿qué es por encima de todo? ¿La muerte? ¿La muerte es el último tejado de la casa?
La vida no parece otra cosa que ser guardián de un secreto. Y de tal forma me volqué desde la infancia en la tarea, de tal forma lo guardé en lugar seguro, que por más que abro ventanas y contraventanas de la memoria, y puertas dispuestas en hilera, que parecen conducirme a ese lugar, soy incapaz de encontrarlo.
La casa cerrada durante tantos años ha mantenido viva la línea del teléfono. Sobrevivió a la muerte de mis padres, aunque desde la muerte de E. nunca volvieran a poner el pie aquí. Y, sin embargo, conservaron la línea del teléfono, como si el cable fuera una suerte de cordón umbilical que los mantenía ligados al vientre de piedra que siempre fue esta casa.
Una de las primeras cosas que hice al llegar, tras abrir las primeras contraventanas de madera del salón, fue dirigirme al teléfono, y tras una pausa larga, con la respiración contenida, descolgar el auricular del viejo aparato. Me temblaba la mano. Si hubiera escuchado la voz del fantasma de mi madre no habría sentido mayor emoción. Con el auricular pegado al oído, el sonido de la línea del teléfono era un río uniforme, ininterrumpido, en el que no se producía la menor fluctuación; seguro, fiable, como una idea de eternidad.
Porque el agudo bordón prolongado me pareció y me sigue pareciendo una perfecta representación del tiempo.
No del pequeño tiempo, domesticado, que dividimos en segundos y minutos, o incluso en siglos, sino del tiempo que no se molesta en ser tiempo, del que no se estira ni se encoge y siempre está ahí.
Era humano, y es humano, también hoy, levantar el auricular y escuchar, como si fuera un fragmento musical, la unidad de sonido huérfano, desheredado, desahuciado, de inimaginable principio o final, y decir algo, lo que sea, con la esperanza de que, al menos, a falta de interlocutor, la frase quede de algún modo subrayada por ese sonido, como en una enorme pizarra negra.
Antes, cuando esta casa y otras estaban habitadas, el flujo se detenía y las palabras cruzadas venían a intervenir en el tiempo, a acotarlo. Ahora, los aparatos, colocados a lo largo del tendido telefónico, me hacen pensar en las pinzas que la enfermera coloca en la vía del paciente, interrumpiendo la entrada del suero, mientras se introduce un antibiótico o un calmante.
De todas las formas posibles de imaginar al tiempo transcurrido desde la última vez que estuve en la casa, una podría ser el de un flujo incesante, en el tendido del teléfono, y en la cata consciente que acababa de hacer al descolgar el auricular.
El hecho de que el agua de la casa estuviera cortada y en cambio hubiera línea en el teléfono, convencida como estoy y como lo estuvieron mis padres, durante años, de que la casa es un ser vivo, parecería confirmar la terca creencia de que es posible separar el cuerpo y la mente. Y en ese marco, el agua tendría que ver con las necesidades fisiológicas de la casa, y la línea de teléfono, con necesidades mentales o, incluso, espirituales.
No bastó con abrir el grifo, tuve que descender al sótano, abrir la llave de paso, y luego otra más, en el exterior de la casa. Entonces, el agua comenzó a inundar las cañerías y despertó su sistema circulatorio.
La casa estaba seca, momificada, casi muerta; y, sin embargo, la línea del teléfono la había mantenido viva, como a un cuerpo en estado de coma cerebral. Era como si primero mis padres y luego yo, sin saberlo, durante años, la hubiéramos mantenido viva, nos hubiéramos negado a que la desconectaran del aparato, hubiéramos confiado siempre en la posibilidad de que volviera a despertar, porque esa parte de la casa, la parte mental, el almacén de la memoria, era mucho más importante que la otra.
El teléfono móvil, que mantengo apagado, no podría nunca intervenir en la recuperación de unos sucesos que hablaban en otro lenguaje.
Debo recorrer el perímetro del jardín como en un ejercicio de ronda que siempre me ha aterrorizado. Tan pronto me acerco al muro de piedra comienza el nerviosismo. El muro, fácilmente franqueable por varios puntos, solo actúa como tal en la distancia, tanto para quien está dentro como para quien lo ve desde fuera. Desde el interior de la casa, mitiga la ansiedad que proviene del exterior o que produce la idea de exterior, pero el hechizo se rompe tan pronto te acercas a él. No solo es superable en uno de los vértices de la parte más septentrional, el muro también se reduce considerablemente en algunos tramos de la parte oriental, allí donde adquiere formas más sinuosas, y los puntos cardinales se pervierten entre algunas rocas encumbradas que debe abrazar o esquivar.
Resulta profundamente enigmático pensar en el trazado del muro y en el modo en que esas rocas quedaron dentro o fuera de la finca, ¿cómo pudo decidirse sobre la posesión de esta o aquella roca? En ciertos momentos, el muro parece imitar a algunas de ellas; poco más allá, se distancia de otras como si fueran entes que se hubieran ganado un perímetro de respeto y, enmarcadas parcialmente en los recodos abiertos por un muro que serpentea, parecen pequeños templos telúricos.
Y aunque una persona podría introducir el pie en los huecos abiertos entre las piedras, escalar el muro desmoronado y saltar al jardín, mi imaginación rechaza las formas humanas y solo teme una invasión animal. Sin embargo, ¿qué animal en esta región podría representar una amenaza para mí?
En mis pesadillas, entran en grupos, los veo saltar —primero uno, luego otro— de forma ordenada y silenciosa, como en una escaramuza nocturna organizada y dirigida por una fuerza superior. En realidad solo veo bultos y sombras, y siento en mi mandíbula la tensión de las dentaduras con las que vienen armados.
Hace mucho tiempo que no hay animales en esta casa. Quedan, sí, sus fantasmas. Por encima de cualquier forma animal, la de los perros. La caseta abandonada guarda la memoria de todos los que allí durmieron o se cobijaron del sol o de la lluvia. Uno a uno, como huéspedes de paso.
El perro que duerme en el jardín, a diferencia del que duerme en el interior de la casa, tiene una misión que cumplir, es una suerte de asalariado, y la caseta, como la garita de un centinela, es un espacio que se quiere aséptico, desprovisto de identidad, como los huecos que se abrían en las trincheras para el descanso de los soldados.
Yo nunca acepté esta distancia, como nunca acepté el hecho de que, a la muerte del primer perro que recuerdo de mi infancia, viniera otro a ocupar la caseta, aunque este pronto se convirtiera en mi compañía preferida.
Recuerdo no solo el duelo por el animal muerto, sino el horror que me produjo el hecho de que un segundo viniera a ocupar el espacio habitado antes por él. Imaginaba toda la información almacenada en forma de olor en la madera de la caseta. Este archivo olfativo informaría al perro recién llegado de la enfermedad que destruyó lentamente a su predecesor y que nosotros no supimos entender, de los periodos de fiebre, de las tiritonas, del crecimiento del tumor, de las señales dejadas en la madera como marcas de invisibles mareas. Enfermedades silenciosas las de los perros, apenas perceptibles para quienes juegan con ellos, los acarician y les miran a los ojos, a un fondo que parece no tene...

Índice

  1. Cubierta
  2. Portadilla
  3. La mitad de la casa
  4. Créditos