
- 256 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Elogio del caminar
Descripción del libro
«Un emocionante breviario sobre una manera de estar y comportarse en el mundo. Un catecismo laico para caminar, para no dejar nunca de pensar en medio de este mundo ruidoso y automatizado». César A. Molina, ABC Cultural
«Delicioso tratado de lo que sucede cuando a un pie le sigue el otro, y al otro le sigue una idea, y a la idea, un pensamiento, y al pensamiento, una reflexión». Heraldo de Aragón
Caminar es una evasión de la modernidad, una forma de burlarse de ella, de dejarla plantada, un atajo en el ritmo desenfrenado de nuestra vida y un modo de distanciarse, de aguzar los sentidos. David Le Breton mezcla en Elogio del caminar a Pierre Sansot y a Patrick Leigh Fermor, pero también hace que Bashô y Stevenson dialoguen sin preocuparse por el rigor histórico, pues el propósito de este exquisito libro no radica ahí, se trata solamente de caminar juntos, de intercambiar impresiones, como si estuviéramos en torno a una mesa en un albergue al borde del camino, por la tarde, cuando el cansancio y el vino nos hacen hablar.…
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Información
Editorial
SiruelaAño
2015ISBN de la versión impresa
9788416280612ISBN del libro electrónico
9788416280933El gusto de caminar
Creo que no podría mantener la salud ni el ánimo sin dedicar al menos cuatro horas diarias, y habitualmente más, a deambular por bosques, colinas y praderas, libre por completo de toda atadura mundana. [...] A mí, que no puedo quedarme en mi habitación ni un solo día sin empezar a entumecerme y que cuando alguna vez he robado tiempo para un paseo a última hora –a las cuatro, demasiado tarde para amortizar el día, cuando comienzan ya a confundirse las sombras de la noche con la luz diurna– me he sentido como si hubiese cometido un pecado que debiera expiar, confieso que me asombra la capacidad de resistencia, por no mencionar la insensibilidad moral, de mis vecinos, que se confinan todo el día en sus talleres y sus oficinas, durante semanas y meses, e incluso años y años.
Henry D. Thoreau, Caminar
Caminar
Caminar nos introduce en las sensaciones del mundo, del cual nos proporciona una experiencia plena sin que perdamos por un instante la iniciativa. Y no se centra únicamente en la mirada, a diferencia de los viajes en tren o en coche, que potencian la pasividad del cuerpo y el alejamiento del mundo. Se camina porque sí, por el placer de degustar el tiempo, de dar un rodeo existencial para reencontrarse mejor al final del camino, de descubrir lugares y rostros desconocidos, de extender corporalmente el conocimiento de un mundo inagotable de sentidos y sensorialidades, o simplemente porque el camino está allí. Caminar es un método tranquilo de reencantamiento del tiempo y el espacio. Es un despojamiento provisional ocasionado por el contacto con un filón interior que se debe solo al estremecimiento del instante; implica un cierto estado de ánimo, una bienaventurada humildad ante el mundo, una indiferencia hacia la tecnología y los modernos medios de desplazamiento o, al menos, un sentido de la relatividad de todas las cosas; anima un interés por lo elemental, un goce sin prisa del tiempo. Para Stevenson, «el que pertenece a la hermandad no viaja en busca de lo pintoresco, sino de ciertos felices estados de ánimo, los de la esperanza y el espíritu con que la marcha comienza por la mañana, y los de la paz y la plenitud espiritual del descanso vespertino» (Stevenson, 2005, 137).
En Rousseau, la caminata es solitaria, es una experiencia de la libertad, una fuente inagotable de observaciones y ensoñaciones, el goce bienaventurado de los caminos propicios a los encuentros inesperados, a las sorpresas. Recordando un viaje de juventud a Turín, Rousseau declara su nostalgia y el placer del caminar: «No me acuerdo de haber tenido en todo el curso de mi vida un intervalo más perfectamente exento de cuidados y penas que el de los siete u ocho días que empleamos en aquel viaje. [...] Este recuerdo me ha dejado una afición viva a todo lo que con él se relaciona, sobre todo por las montañas y los viajes pedestres. No he viajado a pie más que en mis días hermosos y siempre agradablemente. Pronto los deberes, los negocios, tener que llevar un equipaje, me obligaron a echármelas de caballero y tomar un coche [...] y desde entonces, en lugar del placer de andar que antes sentía en mis viajes, solo he sentido el anhelo de llegar pronto» (Rousseau, 1979, 69-70).
De camino de Soleure a París, el joven Rousseau habla de la perfección de esos momentos en los que todo consiste simplemente en existir: «En este viaje empleé unos quince días que pueden contarse entre los más dichosos de mi vida. Era joven, morigerado, tenía bastante dinero y muchas esperanzas; viajaba a pie e iba solo. [...] Acompañábanme mis gratas quimeras, y nunca las imaginó más bellas mi ardiente fantasía. [...] Nunca he pensado tanto, existido y vivido, ni he sido tan yo mismo, si se me permite la frase, como en los viajes que he hecho a pie y solo» (Rousseau, 1979, 149-152). Es la misma profesión de fe que anima al joven Kazantzaki: «Ser joven, tener veinticinco años, estar sano, no amar a ninguna persona determinada, hombre o mujer, que pueda estrechar tu corazón e impedirte amar todas las cosas con igual desinterés e igual ímpetu, viajar a pie, completamente solo, una alforja a la espalda, de un extremo a otro de Italia, ya sea en primavera, o cuando llega el verano o, luego, cargado de frutos y de lluvia, el otoño y el invierno, creo que habría que ser muy atrevido para pedir una felicidad mayor» (Kazantzaki, 1975, 208).
Caminar, incluso si se trata de un modesto paseo, pone en suspenso temporalmente las preocupaciones que abruman la existencia apresurada e inquieta de nuestras sociedades contemporáneas. Nos devuelve a la sensación del yo, a la emoción de las cosas, restableciendo una escala de valores que las rutinas colectivas tienden a recortar. Desnudo ante el mundo, al contrario que los automovilistas o los usuarios del transporte público, el caminante se siente responsable de sus actos, está a la altura del ser humano y difícilmente puede olvidar su humanidad más elemental.
Al principio del viaje hay un sueño, un proyecto, una intención. Unos nombres que excitan la imaginación; una llamada al camino, al bosque, al desierto; la intención de evadirse de lo ordinario para una escapada de unas cuantas horas o de unos cuantos años. O quizá la ambición de recorrer una región, de conocerla mejor, de unir dos puntos alejados en el espacio, o incluso la elección del puro vagar. Tenemos literatura, testimonios de viajeros, rumores, palabras sueltas, una incitación a llegar hasta cierto remoto lugar en vez de ir a «contar gatos en Zanzíbar» o las olas de Punta del Este solo porque no podemos imaginar nada más allá. El sueño del fin del mundo es siempre muy poderoso, alimenta quizá en el inconsciente el sentimiento de que, llegados a ese punto y asomándonos a él, veremos un abismo o, si nos mantenemos de pie, un muro inmenso.
Sin duda todos los pretextos son buenos: la asonancia de un nombre, el recuerdo de una carta recibida, de un libro de infancia, la promesa de un plato que queremos probar o de unos días disfrutados en tranquilidad sin alejarnos mucho de casa, o de un drama que deseamos olvidar perdiéndonos muy lejos. Laurie Lee, joven inglés de diecinueve años, abandona su casa natal una buena mañana de verano en 1935 y apenas se complica con el dilema: «Así pues, ¿dónde iría? Era tan solo cuestión de llegar hasta allí. ¿Francia? ¿Italia? ¿Grecia? Nada sabía de ninguno de ellos, no eran más que nombres con un cierto sabor operístico. Tampoco sabía idiomas y, por consiguiente, pensé que se me ofrecía llegar como un recién nacido donde quiera que fuese. Entonces recordé que en algún lugar había aprendido una frase en español para pedir un vaso de agua, y fue probablemente esta rudimentaria línea de comunicación la que me decidió al fin. Resolví ir a España» (Lee, 1985, 43). En diciembre de 1933, pocos meses antes que Laurie Lee, otro inglés de dieciocho años, Patrick Leigh Fermor, abandona el confort de su país natal para recorrer a pie Europa, desde un extremo de Holanda hasta Constantinopla. «Cambiar de escenario, ¡abandonar Londres e Inglaterra y recorrer Europa como un vagabundo o, como me decía a mí mismo de una manera tan característica, como un peregrino o un palmero, un sabio errante, un caballero arruinado. De repente, eso no era tan solo lo que se imponía con toda evidencia, sino lo único que podía hacer. Viajaría a pie, durante el verano dormiría en almiares, cuando lloviera o nevara me refugiaría en graneros y solo me relacionaría con campesinos y vagabundos. [...] ¡Una nueva vida! ¡Libertad! ¡Algo sobre lo que escribir!» (Leigh Fermor, 2001, 24).
Están también los libros, las guías para conjurar el miedo, tener una orientación y evitar así perderse; con su lectura, el sueño despierto se excita y llena, ya antes de comenzar, el periplo de acontecimientos según los distintos lugares, los nombres, las anécdotas destiladas. Y luego tenemos los mapas, con sus líneas y sus colores, de los que conviene deducir en términos musculares y temporales las circunvoluciones, la proximidad de comida y abrigo, los obstáculos a la progresión, los ríos infranqueables, los relieves y, a veces, para quien viaja a lo desconocido y por un largo tiempo, no olvidar la localización de las zonas de frío o de calor, las lluvias, las tempestades, los monzones, las inundaciones posibles y, por qué no, las guerras civiles, etc. Las adversidades meteorológicas, geográficas o sociales pueden hacer imposible el camino y reducir al caminante a la inmovilidad. Lejos del mapa o de la narración, más allá de las líneas imaginarias que movilizan el deseo, se extiende el camino real que hay que seguir, que impondrá sus exigencias a la voluntad y a la resistencia tanto física como moral del viajero. «Tras esas palabras, tras esos signos figurados, que se despliegan convencionalmente sobre el plano ficticio de un papel, tendré que adivinar lo que realmente se encuentra como volúmenes, como piedra o tierra, como montañas o agua, en una comarca determinada del mundo geográfico» (Segalen, 1993, 21).
El primer paso
El tiempo es también por sí mismo un viajero sin reposo, como observa Bashō viendo pasar las estaciones y los días. El caminante impenitente hace de la ruta su albergue, aunque la muerte le salga al paso en el camino. Bashō declara el deseo de partir que crece en su interior tras un largo tiempo de retiro: «Desde hace algunos años, como jirón de nube invitado por el viento, no he parado de abrigar pensamientos de vagabundeo, por lo que estuve vagando por la costa, y el otoño del año pasado volví a mi choza en la ribera, donde quité las viejas telarañas, pero apenas acabado el año, ya en el cielo la niebla que la primavera levanta, se me ocurrió cruzar el paso de Shirakawa, como poseído por un dios y con el corazón enloquecido, como si me hiciera intimaciones el dios de los caminantes, de forma que nada pude ya traer entre manos. Remendé los rotos de mis calzones, cambié las cintas de mi sombrero y, tras aplicar moxa a mis rodillas, fue ya todo poner el corazón en la luna de Matsushima, dejar a otros mi vivienda y mudarme» (Bashō, 1993, 27-28).
El primer paso, el único que cuenta según el dicho popular, no resulta siempre fácil: nos arranca de la tranquilidad de la vida cotidiana por un tiempo más o menos largo y nos libra a los avatares del camino, del clima, de los encuentros, de un horario que no limita ningún tipo de urgencia. Los demás, los amigos y los familiares, se alejan al ritmo de los pasos del caminante, batiendo el campo; cada vez le resultará más difícil volver atrás. El joven Laurie Lee se apresta a recorrer los ciento cincuenta kilómetros que separan su pueblo de Londres; pero los comienzos son amargos, la memoria le asalta ante los arbustos cubiertos de ramas de saucos y de gavanzas. Por un lado, la emoción que nace del recuerdo de las temporadas vividas en el hogar familiar; por otro, la ruta ardiente y desierta de un domingo impregnado de indiferencia en un tiempo dichoso en el que los coches todavía eran raros y no habían colonizado todo el espacio. Un mundo se extiende ante este caminante que duda todavía en dar el primer paso: «A lo largo de aquella mañana y aquella tarde solitarias me encontré deseando que apareciera algún obstáculo, alguna liberación, el ruido de pasos apresurados a mi espalda y las voces de mi familia pidiéndome que volviera» (Lee, 1985, 10). Ninguna palabra acudirá a su llamada y romperá su nueva libertad: el mundo, ante él, sin límite, pronto lo llevará en un viaje iniciático por la España anterior a la guerra civil.
El trabajo se pone en suspenso; y con él, todas las actividades rutinarias, las responsabilidades del día a día, los imperativos de la apariencia o de la disponibilidad para los otros. El caminante disfruta de ese precipitarse en el anonimato, de ese no estar para nadie, excepto para sus compañeros de ruta o los encuentros que surgen por el camino. Dar el primer paso es sinónimo de cambiar de existencia por un tiempo más o menos largo.
Los primeros pasos tienen la ligereza del sueño: el hombre camina en el filo de su deseo, con la cabeza llena de imágenes, disponible, sin conocer aún la fatiga que le espera de aquí a pocas horas. «Desde este instante –dice Victor Segalen–, puedo mantener que lo real imaginado es terrible, el mayor de los espantos. Nada sobrepasa el terror de un sueño que tuve aquella noche, víspera de la partida. Debo pues despertarme de un golpe: ya estoy en marcha» (Segalen, 1993, 22). Pero partir no es suficiente, pues hay que preparar bien el viaje y no sobrestimar nuestras fuerzas. El entusiasmo de los primeros días pronto se reduce a unas proporciones más adecuadas, una vez terminadas ya esas aceleraciones repentinas propias de un estado afectivo vagabundo cuando este es dejado en libertad. Habrá que caminar horas o días, o semanas, hasta aprender por fin a andar derecho y a un ritmo regular.
La realeza del tiempo
Caminar se opone a la casa, a todo disfrute de una residencia, pues la fortuna de los pasos transforma al hombre que está de paso en el hombre que está al cabo del camino, inaprensible, a la intemperie, con las suelas desgastadas, ya lejos, pues justamente el mundo es el lugar en que cada noche se queda dormido. Estar aquí o allí no es más que una modulación del hilo del camino. De hecho, el caminante no elige domicilio en el espacio, sino en el tiempo: el alto de media tarde, el reposo de la noche, las horas de comer, inscriben en el tiempo una residencia que se renueva cada día. El caminante es quien se toma su tiempo y no deja que el tiempo lo tome a él. Si elige este modo de desplazamiento en perjuicio de los demás, afirma su soberanía sobre el calendario; su independencia respecto a los ritmos sociales; su deseo de poder dejar su saco a un lado del camino para saborear una buena siesta o alimentarse de la belleza de un árbol o de un paisaje que de súbito le llama la atención; o quizá interesarse en una costumbre local, con la que su buena fortuna le ha permitido cruzarse. Laurie Lee observa cuán inmenso es, a escala del cuerpo humano, el fragmento de Inglaterra por el que camina. «Claro está que un coche podría cruzarla en un par de horas, pero yo tardé casi una semana, caminando despacio, absorbiendo el aroma de sus suelos diversos, dedicando toda una mañana a rodear una sola colina. Tuve la suerte, lo sé, de haber salido en un momento en que el paisaje no había sido trabajado mecánicamente en aras de la velocidad» (Lee, 1985, 12).
A veces, a lo largo de las horas la caminata se hace aburrida debido a la monotonía del paisaje, el calor, o simplemente porque el caminante no alcanza a liberarse de sus preocupaciones ordinarias. Impaciente por llegar al final de la etapa o por volver a su hogar, su camino deviene en una penitencia que le recuerda la de esos días en los que era castigado a correr en el patio del colegio durante todo el recreo. Está impaciente por descargar su saco y pasar a otra cosa. Pero el aburrimiento es a veces también una voluptuosidad tranquila, un retiro provisional lejos de ese frenesí ordinario que nos despierta desamparados y perplejos por la mañana, con las manos vacías y el tiempo lleno de un vago remordimiento por no estar del todo en la tarea. Paradójico sentimiento de pereza que no impide que recorramos una buena treintena de kilómetros cada día.
El caminante es rico en tiempo, libre de pasarse horas visitando un pueblo o rodeando un lago, siguiendo el curso de un río, subiendo una colina, atravesando un bosque, observando los animales o echando la siesta a la sombra de un roble. Él es el único propietario de sus horas, y nada en el tiempo como en su elemento natural. «La cultura de ir al paso –dice Debray– apacigua el tormento de lo efímero. Desde el momento en que cogemos la mochila y nuestra bota pisa los guijarros del camino, la mente pierde el interés por los últimos acontecimientos. Cuando hago treinta kilómetros al día, a pie, cuento mi tiempo por años; cuando hago tres mil, en avión, cuento mi vida en horas» (Debray, 1996, 10). P. Leigh Fermor se detiene durante semanas enteras en los lugares donde ha establecido algún lazo de amistad. Ciertamente, el caminante puede no tener otra opción, teniendo en cuenta la dificultad de penetrar las junglas o los desiertos, y caminar a menudo no es más que un mal menor para ciertas expediciones que se vieron obligadas –como veremos luego en el caso de Burton y Speke– a transigir con largos periodos de tiempo pese al horror que causaba el trayecto. Pero muy a menudo el caminante es un hombre disponible que no tiene que rendir cuentas a nadie; es el hombre de la ocasión, de lo oportuno, el artista del tiempo que pasa, un vagabundo de las circunstancias que se aprovisiona de descubrimientos a lo largo del camino. «No llevar la cuenta del tiempo durante toda una vida, iba a decir, es vivir para siempre. Uno no se hace una idea, a menos que lo haya vivido, de lo infinitamente largo que es un día de verano, que solo mides en función del hambre, y que solo acaba cuando tienes sueño» (Stevenson, 2005, 142).
Todo sentimiento de duración se evapora: el caminante se instala en un tiempo ralentizado a la medida del cuerpo y del deseo. La única premura es a menudo la de ir más rápido que la puesta de sol. El reloj es cósmico, es el de la naturaleza, el del cuerpo, y no el de la cultura con su meticulosa parcelación del tiempo. La libertad en el tiempo es también la de atravesar las estaciones caminando por la misma montaña en un solo viaje, como hacen Matthiessen y su compañero, Georges Schaller, en el altiplano del Dolpo, una región de Nepal fronteriza con el Tíbet adonde fueron para observar el comportamiento de los leopardos de las nieves: «En Raka estábamos en pleno invierno, en Murwa muy cerca del invierno y en Rohagaon a finales de otoño, pero en el valle que desciende hasta Tibrikot los nogales aún conservan las hojas, junto a los cursos de agua los helechos verdes se mezclan con otros de color cobre y yo encuentro una abubilla; golondrinas y mariposas revolotean por el aire tibio. Y así voy viajando en contra del tiempo, a la luz cansada de un verano que agoniza» (Matthiessen, 1995, 321).
El cuerpo
Estamos en 1969. Unos hombres con el cuerpo pesadamente recargado, borrado, redefinido por una suma increíble de prótesis, cumplen un sueño, al menos el sueño de mucha gente: caminar en la Luna. Después de Cyrano o de los personajes de Julio Verne, después de Tintín. Uno de los astronautas, Neil Armstrong, vuelve sobre sus pasos, fascinado por esas marcas que imprimen el suelo del mar de la tranquilidad. Fotografía sus propias pisadas. Evidentemente, no son las marcas del pie desnudo de un Viernes cualquiera: este Robinson no tiene la intención de quitarse los pesados artilugios que le sirven de calzado. Me gusta imaginar –en contra de lo que realmente pasó, pero qué más da– que Neil Armstrong se siente prisionero bajo ese traje repleto de aparatos que sustituyen todas sus funciones fisiológicas para protegerlo del exterior. Sin sentir temor a tener una necesidad apremiante. Armstrong se pregunta, quizá un poco tarde, que está viendo, tocando, sintiendo, oliendo, degustando, la Luna. Se pregunta qué le contará a su hijo, cuando este le pregunte en el futuro qué sintió en ese momento. Y piensa de pronto con una nostalgia infinita en los ríos de su Montana natal (soy yo quien se imagina eso, aunque en realidad no sé de dónde es, y tampoco me importa). Quisiera quitarse la escafandra y sumirse en el mar de la tranquilidad, recoger un puñado de arena lunar y arrojarlo al vacío para ver si hay viento, correr y sentir el suelo bajo sus pies desnudos. Pero se siente ridículo, arrinconado bajo su instrumental, bajo sus microprocesadores, bajo este pesado traje que lo fuerza a caminar de forma tan patosa. «Qué estupidez estar aquí y no poder hacer nada más que mirar lo que millones de personas están mirando al mismo tiempo. Es como tener anginas y quedarse embobado temblando ante un agua límpida que incita al baño. Caminar sin cuerpo, con este cacharro en la espalda, ¡qué ridículo!», piensa amargamente (o al menos me gusta imaginarlo así...
Índice
- Cubierta
- Umbral del camino
- El gusto de caminar
- Caminantes de horizontes
- Caminar urbano
- Espiritualidades del caminar
- Fin del viaje
- Bibliografía: Compañeros de ruta
- Notas
- Créditos