
- 310 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
La calma del más fuerte
Descripción del libro
«El autor no sólo tiene un don para crear tramas trepidantes y recrear el colorido local de ese crisol de culturas que es Trieste; su comisario Proteo Laurenti es un entrañable cabezota que no deja inmiscuirse en sus investigaciones ni a dignatarios orgullosos ni a funcionarios prepotentes.» Der SpiegelLa noche en que el comisario Laurenti regresa a Trieste tras asistir a una conferencia internacional sobre la seguridad en la Comunidad Europea, en su mismo tren se comete el asesinato del taxidermista Marzio Manfredi. Las pistas indican que éste se ganaba la vida con el contrabando de drogas y animales de especies protegidas. para la investigación, Laurenti no puede contar con su nueva compañera, Pina, porque acaba de ser atacada por un pitbull. Casualmente, es atendida en la villa de un tiburón de las finanzas un tanto sospechoso, al otro lado de la frontera italo-eslovena. Pina no imagina que se encuentra en pleno corazón del crimen financiero. Goran Newman, su anfitrión, gana miles de millones en los mercados internacionales gracias a sus negocios inmobiliarios y al comercio de cereales sometidos a manipulación genética. Un intento de atentar contra el millonario por parte de un grupo de radicales de la ultraderecha croata procura aún mayor estrés al comisario...
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Información
Editorial
SiruelaAño
2013ISBN de la versión impresa
9788498414011ISBN del libro electrónico
9788415803881Il sempre sospirar nulla rileva1.
Petrarca
Ya había pasado el joven a través de los aires por encima de Europa y de la tierra de Asia; arriba a los parajes de Escitia. Linco era el rey del país; visita aquél la casa del rey. Al preguntársele por dónde ha venido, el motivo de su viaje, su nombre y su patria, dijo: «Mi patria es la gloriosa Atenas, Triptólemo mi nombre. No he venido ni en navío a través del mar ni a pie a través de la tierra; el aire se abrió a mi paso y ha sido mi camino. Os traigo los dones de Ceres para que, esparcidos en los anchos campos, os proporcionen mieses cargadas de grano y alimentos bienhechores». El bárbaro siente envidia, y, con el propósito de ser él mismo quien proporcione tan extraordinario don, lo recibe como huésped y cuando está cargado de sueño lo ataca con el hierro; pero cuando se disponía a atravesarle el pecho, Ceres lo convirtió en lince y ordenó al joven mopsopio que arrease a sus sagrados corceles. Había acabado su sabia canción la mayor de nosotras; por su parte las ninfas dijeron con voz unánime que habían vencido las diosas que habitan el Helicón. Las vencidas se pusieron a arrojar insultos, y entonces dije yo: «Puesto que para vosotras no es bastante haber merecido un escarmiento por vuestro desafío, sino que añadís a vuestra culpa las injurias, y nosotras no somos capaces de seguir soportándoos, pasaremos al castigo y obraremos conforme nos dicte nuestra cólera».
Ovidio, Metamorfosis 5, 32
Pina presa del pánico
El jadeo se acercaba más y más. Al principio no había prestado atención a aquel sonido pero ahora, alarmada, lanzaba una mirada por encima del hombro. Enseñando los dientes como una fiera, un perrazo blanco y marrón, puro músculo, se acercaba a ella y no tardaría en alcanzarla. No parecía precisamente cariñoso, con aquellos belfos contraídos bajo los que brillaban las encías rojas y una potente mandíbula blanca. Cien metros más y el animal saltaría a por ella. Presa del pánico, pedaleaba para ganar distancia, pero la carretera tenía muchas curvas y, donde no había más remedio que seguir la calzada y luchar para no caerse al arcén con la bicicleta, el animal la enfilaba directamente. Mucho más abajo, en el valle, atisbaba los rojos tejados de un pueblecito bajo el sol de diciembre, pero veía muy difícil llegar hasta allí. El perro la perseguía como a un conejo, como si alguien le hubiera dado orden de ir tras ella para hacerle caer al suelo y despedazarla sin compasión. Por fin divisó un prado con unas balas de heno que no le habrían cabido en el cobertizo al correspondiente campesino y así las almacenaba al aire libre bajo una gran sábana de plástico blanco. Pina se dirigió directamente hacia allí, saltó de la bicicleta e intentó trepar por el plástico escurridizo. Durante una fracción de segundo, el jadeo que la acosaba dejó de oírse, luego, de golpe, notó el pie izquierdo inmovilizado, un dolor punzante la hizo estremecer y un gran peso comenzó a tirar de ella hacia el suelo. Entre rabiosos gruñidos, el perro había hincado los dientes en su zapatilla y se había quedado colgando a un metro del suelo, arañando el plástico con las patas. Pina trataba de darle patadas con la pierna libre, pero en aquella postura no acertaba. Haciendo acopio de sus últimas fuerzas logró subir un poco más y agarrarse a una cuerda que sujetaba el plástico. De nuevo intentó, en vano, darle una patada al perro. Era una situación sin salida. ¿De dónde habría salido aquel bicho, y cuánto aguantaría? ¿De qué raza era? ¿Pitbull, dogo argentino, mastín napolitano? Pina odiaba a los perros y siempre se había negado a aprender a diferenciarlos. Aquél seguía colgado de su pie, revolviéndose como un saco de rabos de lagartija, gruñía furioso y su mordida era peor que un cepo. Sus colmillos habían atravesado el cuero de la zapatilla de deporte, a Pina le ardía el talón de dolor. ¡Si al menos pudiera quitarse la zapatilla y así librarse de aquella fiera que, obviamente, se volvía aún más salvaje al sentir la sangre que goteaba del cuero!
No tenía elección, lo único que podía serle de alguna ayuda era gritar con todas sus fuerzas. Durante su formación había aprendido que, en situaciones de ese tipo, la voz era lo más efectivo, pero la sarta de improperios con la que se desgañitó no pareció impresionar demasiado a su cuadrúpedo enemigo. Ni en sueños hubiera imaginado hallarse alguna vez en una situación ante la cual ni sus múltiples conocimientos de los deportes de lucha más agresivos, ni su cuerpo musculado a golpe de gimnasio ni sus rapidísimos reflejos le servirían de nada. Chillaba como si la estuvieran matando con la esperanza de que pronto la oyese alguien. El perro no cedía ni un segundo. Por fin, Pina logró darse un fuerte impulso para girar y, con la espalda pegada a la bala de heno, ganar cierta libertad de movimientos y flexionar la pierna. Y al fin logró también dar una espléndida patada con el pie derecho, cuya enorme fuerza impactó de pleno en el hocico del animal, haciendo crujir su mandíbula superior. Cayó sobre la hierba sin emitir el más mínimo sonido, se tambaleó un instante sobre su propio eje y, acto seguido, se dispuso a saltar de nuevo como si no sintiera dolor alguno. Pero, por el momento, Pina estaba a salvo. Con el corazón desbocado, miró al perro, el cual parecía no tener más objetivo que esperar a que ella bajase.
Desde el pueblo del valle se escuchó el tañido de las campanas de la iglesia, la llamada a la misa de nueve de cada domingo. Pina abrió su riñonera y comenzó a hurgar en busca del móvil. Un silbido en la lejanía la distrajo un instante. Y cuando se dispuso a mirar de nuevo a los ojos de su acosador, el perro no estaba. Se lo había tragado la tierra.
Como cada domingo por la mañana, si no llovía y no estaba de servicio, Giuseppina Cardareto había salido de excursión con su bicicleta. Y como cada domingo, se había levantado antes que entre semana, cuando apenas despuntaba el amanecer. Si estaba sobre el sillín a las siete de la mañana, para el mediodía habría logrado recorrer unos ciento cincuenta kilómetros, cien mil veces la medida de su cuerpo. Desde su piso en el centro de Trieste, es decir desde el nivel del mar hasta la altura del Carso, subía cada vez por una ruta distinta. Según se encontrase en mejor o peor forma, escogía una subida más o menos agotadora. La carretera de la costa, a lo largo de los abruptos acantilados, no era reto suficiente para ella. Aquella mañana de diciembre, Pina se sentía más fuerte que Popeye. En la cuesta de la Via Commerciale casi ningún rival estaba a su altura; el verdadero tormento no comenzaba hasta más arriba, al llegar a Conconello, pasando junto a los mástiles de las antenas de telefonía móvil pintadas de blanco y rojo. Sin apearse de la bicicleta, resollando y bañada en sudor, avanzaba metro tras metro. A menudo se debatía en su interior, tentada de abandonar, pero su voluntad de hierro se imponía sobre cualquier flaqueza y, si conseguía subir hasta los cuatrocientos cincuenta metros de altitud, al descender hacia Banne y luego en dirección a Bassovizza el viento que le daba en la cara le resultaba muy agradable. Cruzó el puesto de frontera de Lipizza sin detenerse. A los guardas de ambos lados los deportistas les inspiraban respeto... o compasión.
Tres años llevaba entretanto la mini-inspectora calabresa en Trieste, y ya le resultaba difícil encontrar algún lugar de excursión por donde no hubiera pasado ya, por lo general con el coche patrulla y acompañada de los aullidos de la sirena. Y eso a pesar de que la ciudad no solía ofrecer demasiado trabajo a los criminalistas ambiciosos y ávidos de hacer carrera. Cierto es que una serie de robos fríamente escenificados en las villas de la clase alta dominaba los titulares de los diarios desde hacía bastante tiempo, y que un nuevo y preocupante incremento de la inmigración ilegal procuraba sus quebraderos de cabeza a la policía; sin embargo, para el gusto de Pina, las investigaciones en los casos de asesinato dejaban mucho que desear. Allí los grandes asuntos sucedían detrás de unos bastidores que apenas nadie lograba penetrar: los caudales financieros que fluían por Trieste mantenían en vilo a la Guardia di Finanza, que también se ocupaba de las importaciones ilegales por el puerto o por los diversos pasos a lo largo de la frontera. Si había que enviar a alguien al otro barrio, quienes manejaban los hilos evitaban que se hiciera en la ciudad. De esta forma, el muerto les caía a los compañeros de otras localidades. Pina sólo había podido llevar por cuenta propia un caso de asesinato que el comisario había dejado en sus manos sin pensárselo dos veces y que, en su opinión, era muy representativo de cómo era aquella zona. Un hombre de ochenta y cuatro años había apuñalado a su vecina, de noventa y uno, y después había notificado el crimen a la policía él mismo. Poco, por no decir nada, había tenido que investigar Pina, puro papeleo: pasar al ordenador el informe del interrogatorio del sospechoso confeso, así como las declaraciones de los testigos, y enviarle la documentación al fiscal. Eso había sido todo. El aguerrido anciano ni siquiera ingresó en la cárcel, sino que fue puesto bajo arresto domiciliario y supervisión psiquiátrica, pues parecía poco probable que se convirtiera en asesino en serie. Él incluso se había reído de la condena, ya que ahora al fin reinaba en la casa vecina lo que tanto echaba en falta... hasta el punto de agarrar el cuchillo: silencio. Así daba gusto quedarse entre sus cuatro paredes.
Durante el último caso realmente espectacular en el que había trabajado, Pina se había librado de un proceso disciplinario por muy poco, sólo la salvó el haber actuado por previo acuerdo con su superior, el comisario. Al final, todo había quedado en una amonestación que no figuraba en su expediente. Pero, aunque por fin resolvieron y cerraron el caso que ocupara a las fuerzas del orden de Trieste durante años, a Pina no le valió ningún punto para acelerar su carrera. En cualquier caso, su febril ambición se había aplacado con aquel jarro de agua fría y ahora guardaba para sí la intención de conseguir el traslado de regreso al sur lo antes posible. Era más que conveniente mostrar sumisión durante un tiempo. Ahora incluso sus negros cabellos habían pasado del peinado al estilo erizo insurrecto a un largo que, cuando menos, confería a su aspecto un ligero atisbo de feminidad. Y lo más curioso de todo es que había desarrollado un grado de amabilidad –sobre todo hacia las compañeras– del que nadie la hubiera creído capaz. Cumplía con su trabajo a la perfección y, en su tiempo libre, tres veces por semana perfeccionaba su técnica de kickboxing en el club deportivo de la policía y otros dos días se entrenaba con el profesor particular Wing Tsun Kung-Fu. Siempre que los criminales no le trastocasen el horario. La inspectora Giuseppina Cardaretto perseguía aunar su inteligencia con una técnica de combate excelente, pues así sería invencible incluso en el caso de que alguna vez y por algún motivo –aunque, desde luego, no era su deseo– tuviera que abandonar el cuerpo de policía. Sin embargo, eso podía pasar casi sin comerlo ni beberlo, pues en una hastiada sociedad de masas los medios de comunicación, siempre sedientos de noticias escandalosas, no conocían el perdón ante cualquier infracción que las fuerzas de seguridad pudieran cometer contra las leyes y preceptos. Lo mismo sucedía con los criminales y sus abogados. Todos ellos esperaban ansiosos cualquier ocasión de endosarle a un agente del orden público las más terribles barbaridades, de acusarle de brutal desacato e inventar abusos de autoridad que a éste no se le habrían pasado por la cabeza ni en las situaciones más hostiles. Y qué pronto podía ser también que, tirando de un hilo, uno se topase con enredos cuyo descubrimiento no interesaba ni lo más mínimo a ciertas instancias influyentes. La vida era como un arriesgado juego de azar. La inspectora Pina Cardaretto se obligaba a mantener la calma incluso cuando su entorno era como un polvorín a punto de estallar. Tenía que seguir siendo la más fuerte.
Un amable sol calentaba a...
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