Contramarcha
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María Moreno

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Información del libro

María Cristina Forero/María Moreno. En el principio fue el nombre, el barrio de Once, el conventillo repleto de historias, la voz proliferante de la abuela analfabeta y de la madre ansiosa que enseña a estudiar para el diez. En ese pasado hay tangos, radioteatros, libros prohibidos, maestras que maltratan, corazones vencidos. Hay una niña freak y proletaria que conoce bien las tretas para evitar el terror de leer en público. Así la autora persigue los traumas, alumbra las peripecias de un cuerpo en sus marchas y desvíos por el camino de las redacciones, la política y el feminismo. Hasta encontrar la propia voz, hasta dejar caer todas las máscaras que encubren los nombres.

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Información

Editorial
Ampersand
Año
2021
ISBN
9789874161567

EL SEXO DE LOS LIBROS

Debía tener trece o catorce años. Mi madre solía llevarme por las noches a pasear por la avenida Santa Fe. Era un paseo breve, hasta apenas una o dos cuadras luego de llegar a la avenida Callao, con tal de no perdernos la galería, una de las pocas de la época en que no existían los shoppings. Pero mirar vidrieras era un pretexto: mi madre me exhibía para constatar mi valor en el mercado de los encantos. Y aunque mi aspecto era desabrido, mi larga melena lacia, mi altura y mi delgadez –lue­­go mi crecimiento se detuvo y mi cuerpo ad­quirió un ligero sobrepeso– me ponían en la serie de las lolitas, y los solteros maduros que estaban de levante solían dirigirme una mirada pederasta, aunque pudorosa en el piropo, que solían dirigir a mi madre: “Qué mano para hacer budines” o “Se la cambio por mi papá”. Mi madre fingía ofenderse ante esas ingenuidades vertidas en lugar común y que me hacían invisible, ya que parecía recibirlas a título personal: en realidad, por delegación, era ella la piropeada. Que yo recuerde nadie se propasó con una grosería, y yo era indemne aún a esos homenajes o tal vez mi madre tenía razón: curvilínea y discretamente provocativa en el vestir, debía de estar fuerte en sus cincuenta años, y el desvío de los piropos hacia mí se debería a su condición sagrada de madre. Hubiera sido impensable que alguno dijera: “Nena, te la cambio por mi hijo”.
Si era temprano, la librería Santa Fe estaba aún abier­­ta. A mi madre, poco lectora, le gustaba demostrar lo contrario. Sus valores no pasaban de Pearl S. Buck y Mika Waltari, que la persuadían de haberse introducido en la historia de Oriente, aunque en sus últimos años se apasionó por los mamotretos de historia argentina y las colecciones del diario Página/12. El librero, a quien luego yo descubriría como un autor de izquierda, no solo era un lector, sino que lo parecía: usaba anteojos culo de botella, un mechón de pelo lacio caído sobre la frente y un aire an­­­gustiado que yo no sabía aún interpretar como sartreano. Mi madre lo seducía –de eso estoy segura– con una conversación que olvidé. Y a veces le compraba un libro para mí. ¿Algo de la colección Robin Hood? ¿Uno de Juana Spyri? Prefería demostrar que yo era retrasada antes de que no leía, volviendo sospechoso su legado. La reciente llegada a casa de un flamante televisor Noblex, cuyas perillas sonaban como un clic de máquina fotográfica, blanco y negro y que fue eterno, me hipnotizaba durante horas, y las series Annie Oakley, El hombre del rifle, Dr. Kildare, La patrulla del camino, miradas al compás del roer papas fritas de bolsa, no pronosticaban para mí un futuro cultural como el que deseaba mi madre. Un día ella se puso a revolver en una mesa de ofertas y eligió un li­­bro de tapa colorida en el que se veía a una joven con un moño en la cabeza, botitas y un libro en la mano que sostenía ante un pupitre. Se llamaba Claudina en la escuela. El título, sin duda, era el de una obra para jóvenes. Mi madre y el librero conversaron. Yo permanecía en babia. Carecía de todo interés por el libro. También por los otros que se ofrecían en las mesas o en los estantes. El librero parecía vacilar, no sé o no recuerdo si describió su contenido, tal vez no lo había leído: un joven de izquierda no solía leer a Colette, ¿o sí? Mi madre compró el libro.
“Me llamo Claudina, tengo quince años y vivo en Montigny”. Hasta entonces había desconocido esa franqueza, habituada a las descripciones alpinas que introducían a una historia de huérfanos, a los dramones de los sin familia con un fondo de nieve. Me zambullí en la identificación aunque no ganara para sustos. ¿Qué alum­­na se dirigía a su maestra con la insolencia de Claudina? ¿En qué escuela una se abrazaba violentamente con las maestras y reclamaba explícitamente una exclusividad en la que las clases se abandonaban por abrazos y arrullos? No me desayunaba con el sentido de la exigencia de Claudina a la señorita Sergent de que le devolviera a su Aimée y menos que esa familiaridad en el trato se aceptara por temor a una denuncia. Claro que, como al prefecto, no se me escapaba que la directora y su asistente tenían una relación que solo podía caber entre un hombre y una mujer. ¿Guardar pastillas de orozú en el estuche de un rosario? Módica pista para indicarme que no se trataba de un libro para jóvenes, a mí que solo conocía la transgresión de Huckleberry Finn cuando se negaba a leer la Biblia y fumaba una pipa de pasto.
En las escuelas de Montigny el médico y el prefecto abusadores eran burlados por niñas recién menstruantes y los intentos de besos, desviados hacia el cuello o eludidos con una patada pasada por accidente.
La alusión a la desnudez a la hora del baño, los retratos hechos con malicia (de la que tenía ubres como de vaca, la de los muslos verdes, la peluda como un oso): yo compartía esos agravios en la escuela sin necesidad de la convivencia de las pupilas, pero verlos en un libro me excitaba sin avivarme. Los besos de la colección Robin Hood se daban en la frente y provenían de padres o abuelos; en Claudina en la escuela bajaban hasta el cuello o se embocaban en la boca y, si yo tenía como sumun del pecado el besarse acostados aun entre vírgenes, el beso de la señorita Sergent y su Aimée, una sentada en la falda de la otra en un sillón, nunca se me olvidó.
Yo no sabía lo que Claudina, quien revisaba con audacia las palanganas de los baños compartidos para comprobar el polvo en la de la señorita Aimée, lo que demostraba que no cumplía con sus noches de celadora en los dormitorios y que dormía junto a su directora, con la que no evitaba cuchichear en público ni apartarse en las narices de esas alumnas que se reían sin inocencia.
Claudina conocía lo que excitaba al macho, coqueteaba con su ropa discreta pero astuta siempre ajustada en el talle y parecía no sufrir por amor, sino por un deseo carnal que yo no sabía nombrar. Era su audacia lo que me admiraba: dormirse en el campo a la hora del examen para irrumpir manchada de hojas sueltas y con una vaquita de San Antonio en un hombro. Yo no caía en su efecto de revolcada.
Comencé a leer sin parar, volviendo sobre los párrafos que, sin embargo, no narraban nada explícito. La flaca Inés chupaba la tinta de los lápices, su goma de borrar, Claudina codiciaba los cuadernos de moaré metálico, las reglas de caoba con esquineros de cobre, los plumines laqueados y yo debía contentarme con esas enumeraciones golosas que evocaban el placer de la succión, del tacto y del olfato sin que la palabra “sexo” se me formara en el pensamiento.
Mi madre se sorprendió agradablemente. Luego debió sospechar algo. A lo mejor hojeó el libro a mis espaldas. No le cabía culparme. Tampoco lo calificó moralmente. Lo devolvió luego de algún aviso ambiguo.
Yo extrañé a la gata Fanchette, que dormía en un estante vaciado por el diccionario Larousse y a quien Clau­dina mordía las orejas, a ese padre que no vigila nunca y escribe incansablemente un tratado sobre babosas, la maldad de levantarse de un asiento que se equilibra del lado opuesto con el peso de otra alumna, los pretextos para ir a espiar a los dormitorios durante el día las huellas de la carne entre las sábanas.
Tenía dinero de un regalo, me dejaban ya tomar el tranvía, pasear sola por la tarde. Fui a la librería y, después de muchos rodeos, pedí el libro. El librero de ojos azules me explicó que no podía ir contra mi madre, que no estaba autorizado a dármelo. ¿Me lo cambió por algún libro comunista? En la época Álvaro Yunque escribía para niños. También José Murillo. ¿Mi amigo el pespir? No, gracias. Pasiva, incapaz de rebelarme, de luchar, volví a mis series de televisión con una bolsa de papas fritas en la mano. Me había quedado, sin embargo, el deseo de que alguna vez se me definiera con una palabra deslumbrante: viciosa.
En una habitación de departamento del barrio de Bal­vanera, iluminada por una vela y cuyas paredes estaban cubiertas en toda su extensión por citas literarias al igual que una cave existencialista, yo solía posar de lectora. Y, cualquiera fuese la posición que adoptase ante el libro, siempre podía divisar la puerta donde un corazón dibujado con tiza encerraba los nombres de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Ese gesto digno de la historieta Susy, secretos del corazón no era una rareza. Es que, antes de Mayo del 68, los amores –los de todos los que echaban manotazos de ahogado para encontrar imágenes soberanas en las que templar la adolescencia– estaban atravesados por el molde de ese par mesiánico. Los ménage à trois aderezados por confesiones laicas que se extendían hasta la madrugada, la pose del alcohol y de la boina, el gusto considerado antiburgués por la oscuridad y los locales sin ventanas, me hacían acceder a una filosofía a través de su parte más sencilla: la superficie. Virgen, me ponía del lado de una pareja abierta que no tenía nada de abierta y solía cerrar sus fronteras tras el pase de unos pocos notables de ambos sexos, y no se enunciaba a la americana, según los códigos de las comunidades de la California de los años sesenta, ni de los consumidores de avisos swinger o de los capitalistas libertinos del Club Méditerranée. Yo solía recitar, manteniendo los muslos apretados bajo mi bombacha blanca de algodón, que para el existencialismo cada conciencia capaz de lograr su libertad es una perpetua superación de sí misma hacia otras libertades. Como sabía dibujar, hacía mi caricatura vestida de presidiaria y con el pie apoyado en un ejemplar de El segundo sexo. En la pared de la celda dibujada había un grafiti que decía: “Amor es el compromiso de una libertad”. Luego regalaba mis dibujos a mis compañeros del nocturno, que se disputaban tímidamente el trofeo de mi himen. Me persuadieron de que Simone era “homo” y, como le daba vergüenza, de eso no habla­­ba. Yo respondía que tenía derecho a no decirlo todo. Que no se trataba de una épica de la carne como la de Henry Miller, cuyos textos mis provocadores solían leerme en voz alta para hacerse los libertinos pero, sobre todo, para ver si podían calentarme.
Y si El segundo sexo se fue convirtiendo para mí poco a poco en algo así como el Libro rojo de la nueva feminidad, las autobiografías de Simone de Beauvoir (Memorias de una joven formal, La plenitud de la vida, La fuerza de las cosas y Final de cuentas) me permitían una lectura paradójica de la vida que aún no vivía, al mismo tiempo como una elección y como una profecía. Esa historia contada en tomos voluminosos a tono con décadas de convulsiones políticas, fervor de las causas y triángulos amoroso con agenda –viajar fuera de la ciudad con el tercero de turno, bajo la forma del amante, la hija adoptiva o la albacea espiritual, figuras que a menudo coincidían en la misma persona, parecían convertir a París en el sagrado lecho conyugal– había pretendido acercarme tanto a su autora que aprendí a tratarla sin miramientos, como a alguien que se conoce muy bien. Me comportaba como una fan, pero sin la posibilidad de seguir a mi ídola a través del mundo como hacían los seguidores de los Rolling Stones, cuyos discos yo rechazaba. Estaba satisfecha de volcarme un mechón de pelo sobre un ojo y cantar con voz aguda los temas de Juliette Gréco. Cuando leí que durante una entrevista ella había declarado “Debo más a mis oídos que a mis ojos”, no me di cuenta enseguida de que esa frase podría haber sido pronunciada por mí.
Leía, claro, para construirme una personalidad, y textos de todos los géneros, como si fueran guiones optativos para mi futuro. Mientras en el nocturno Rayuela se propagaba como una epidemia, yo seguía prefiriendo esos mamotretos de vida existencialista. ¿Me atrevía a confesar que me reventaba Cortázar? Recuerdo las risotadas que me causaron frases como “o vendrás lentamente hacia mí con las uñas manchadas de desprecio”, la información de que las muñecas duermen bien entre camisas y guantes, y la r transformada en g del Cortázar oral, que yo asociaba al afrancesamiento y no a una imposibilidad de pronunciación. Que escribiera “Ahora mi paredro está en Londres con los muy” no me parecía un desafío a la lengua, ni una monada vanguardista, sino mera idiotez, juicio que yo hacía desde ese existencialismo fashion que consistía en usar pulóveres negros de morley sobre cuyos hombros me hubieran gustado unos toques de caspa, si este elemento hubiera podido alquilarse en las casas de vestuarios teatrales. Sin embargo, adopté la palabra “paredro” para definir amistades relevables, más basadas en la complicidad que en la reciprocidad. La Maga me provocaba desprecio en nom­­bre de la Ivich de Sartre, en quien creía reconocer a Olga, la amante en común que tenían con Simone de Beauvoir y que, en la cave, se pedía un pipermín solo para mirar el color verde adentro de la copita, reprobaba exámenes a propósito porque le daba asco que el profesor mencionara a los celenterados, llamaba a un intelectual “escritor de domingo” y se abría la mano con un cuchillo para poder sentir el propio cuerpo. Sin embargo, tuve largos períodos adolescentes de viajes a Montevideo donde vagabundeaba en busca de no sé qué huella de La Maga, venida del tango como “La uruguayita Lucía”. Muchos años más tarde, sitiada por la mitología cortazariana, me sorprendería que algunos amigos militantes, que hablaban en siglas como COP (clase obrera peronista) o LA (lucha armada), matizaran el elogio de los fierros con el uso del gíglico, esa lengua infantil que cultivaba Oliveira con La Maga. Sin embargo, rescato todavía la potencia de la palabra “petiforro”. Ya empezaba a advertir, a la salida del nocturno, que en los bares se seducía diciendo si se prefería La autopista del sur o Las babas del diablo. En las disquerías de la calle Corrientes, sonaba la voz de Cortázar, redundante con esa erre enrulada que se repetía soporíferamente: “Bebé Rocamadour, bebé, bebé”; me resultaba casi obscena, entonces impostaba un respingo de escándalo calcado del que sentía Violette Leduc cuando Jacques Cocteau ponía panza arriba a su perra y, entre balbuceos mimosos, le acariciaba el sexo. Habría que aclarar que en esas mitologías el niñismo era crucial y quizás la divisa antiborgeana de Cortázar, una exploración de los signos emitidos por los llamados perversos polimorfos, aunque la muñeca compartida por él y Alejandra fuera la autómata de la condesa Báthory. Y yo, a ese niñismo, lo criticaba con mi pesado tomo de El se­­gundo sexo y siempre, al leer el ritornello de las calles de París esparcido por Rayuela, tenía en la punta de la lengua la palabra comodín: colonizado. Mientras tanto: ¡Qué argenta me resultaba Simone de Beauvoir traducida por Silvina Bullrich!
A veces mi familiaridad con ella se volvía excesiva, ya lo dije, y llegué a criticarla con el pensamiento, desde una supuesta experiencia callejera alimentada por las ofertas de libros usados, llegando a verla como a una revolucionaria de escritorio que sufría durante los exámenes, preocupada por las cucardas académicas y que, bien entrada en la juventud, comulgaba obedientemente, antes de vo...

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