El fin de la educación
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El fin de la educación

La escuela que dejó de ser

Xavier Massó Aguadé

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El fin de la educación

La escuela que dejó de ser

Xavier Massó Aguadé

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¿Qué se persigue con las reformas que llevan tres décadas implantándose en el sistema educativo? ¿Se trata de adaptarlo a los nuevos tiempos para que siga cumpliendo con su función de transmitir conocimientos o de desvirtuarla para subordinarla a otros cometidos? ¿Son estas innovaciones el medio del cual nos valemos para mejorar el sistema educativo o el instrumento para liquidarlo?Si la introducción de reformas pretende la adaptación del sistema educativo a una nueva realidad, su objetivo y sus funciones debieran permanecer intactos, pero si con ellas lo estamos desvirtuando y llevando hasta más allá de sus propios límites y posibilidades, entonces estamos alterando también su naturaleza, el propio concepto de sistema educativo, propiciando su colapso y acabamiento como tal. Este libro acomete la problemática educativa actual desde las tres acepciones del término "fin" aplicado al sistema educativo. Fin, como objetivo o finalidad: la naturaleza y funciones de un sistema educativo; fin, como límites y dominio: el ámbito que, en función de sus objetivos y funciones, le es propio; y fin como acabamiento, el final de una escuela impelida a dejar de ser lo que fue, acaso reconvertida a otras funciones distintas de aquella para la que fue concebida. Con todo lo que ello conlleva, porque si la escuela deja de cumplir su función, nadie puede hacerlo por ella.Nos situamos con ello a las puertas del fin de la educación.

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Información

Año
2021
ISBN
9788446050520
1. Educación y sistema educativo
Educación se dice de muchas maneras. Esta paráfrasis de la famosa cita de Aristóteles[1] nos viene como anillo al dedo para abordar el objetivo, la naturaleza y las funciones de un sistema educativo. Porque de las muchas maneras de decir educación, trataremos aquí de la que concierne, y ha concernido tradicionalmente, a lo que conocemos como sistema educativo. Es decir, a su finalidad y a las funciones que desarrolla para llevarla a cabo: al conjunto de contenidos y de enseñanzas que, de forma más o menos reglada, se imparten en las instituciones escolares o académicas, en las cuales es «educada» una persona a lo largo de su recorrido por ellas.
Estas «muchas maneras» de decir «educación» suelen solaparse con frecuencia indiscriminadamente. Se trata de un concepto a cada una de cuyas extensiones le corresponde un campo más o menos acotado que se constituye en su propio dominio. Si, por ejemplo, decimos de alguien que es un mal educado, o que tuvo una educación exquisita, o que hay normas de educación, o que un sistema educativo es bueno o malo, en principio cualquier persona podrá entender a qué nos estamos refiriendo en cada caso. Igualmente, de un analfabeto podríamos decir que es una persona muy educada, o de un Premio Nobel que es un mal educado, a la vez que podríamos decir también que dicho Premio Nobel recibió una educación de élite, sin que por ello deje de ser un mal educado; o que el analfabeto no recibió educación alguna, aun siendo una persona educada. Queda claro que no estamos diciendo lo mismo en unos casos que en otros. Unos apuntan a actitudes, comportamientos o maneras; otros a conocimientos y formación en un determinado ámbito.
En su sentido originario, el término «educación» refiere a dirigir, a orientar un proceso destinado a la transmisión de un conocimiento o de una destreza a alguien que carece de ella, por parte de quien instruye, orienta o dirige, con la intención de que el destinatario adquiera dicho conocimiento o destreza. Es decir, enseñar a alguien con la finalidad de que aprenda aquello que es objeto de la enseñanza que se le está impartiendo. Todo ello con la intención de que pase a formar parte del acervo personal del receptor o destinatario. Se puede enseñar a coger bien los cubiertos de acuerdo con las normas de etiqueta o a resolver ecuaciones matemáticas. Siempre, en todo caso, estamos hablando de educar, de educación.
Es por ello que, como veremos más adelante, a poco que echemos un vistazo a las distintas entradas del término educación en el diccionario, veremos que todas ellas remiten a algo aprendido o adquirido bajo una cierta dirección. Las ideas de dirección y de orientación son pues inherentes al propio concepto de educación.
Esta dirección o tutela educativa se despliega socialmente de distintas formas y a través de distintos agentes, según el tipo de enseñanzas o aprendizajes de que se trate. A su vez, deberá realizarse inevitablemente de acuerdo con los condicionantes impuestos por la propia naturaleza de lo que se ha de aprender y del entorno en el cual se lleve a cabo su adquisición. Aunque todo sea «educar», no es lo mismo enseñar a jugar a fútbol que a tocar el violín; o a coger correctamente los cubiertos para servirse la comida, que a resolver ecuaciones matemáticas. También, en cada caso, se darán unos requisitos previos, propedéuticos, de conocimientos o habilidades que habrá que haber aprendido antes de iniciarse. Y de según qué se enseñe, dependerá cómo se aprenda, dónde se lleve a cabo el aprendizaje y quién lo oriente o dirija. La idea de gradualidad es inseparable de la de educación. Hay cosas que, para aprenderlas, se requiere haber aprendido otras antes.
En la cita de Werner Jaeger que encabeza este trabajo, se nos dice que la educación es una función natural y universal de la comunidad humana. Es decir, toda comunidad humana, por el mero hecho de serlo, organiza de una forma u otra la educación de sus miembros, siendo ello algo inherente a la especie por su propia condición de animal social. En este sentido, y entendiendo por sistema educativo el conjunto de mecanismos e instituciones que llevan a cabo esta función, todas las comunidades y sociedades humanas habrían dispuesto, desde siempre, de alguna forma de sistema educativo.
Se trata ciertamente de una aproximación muy genérica, que incluye desde las comunidades humanas más elementales, hasta las sociedades más complejas; desde las más antiguas hasta las más modernas; desde las más primitivas hasta las más avanzadas. En unos casos la formación se llevará a cabo mediante los procedimientos propios de la «solidaridad mecánica»[2] y en el entorno inmediato al individuo; en otros funcionará de acuerdo con los de la solidaridad orgánica. Pero desde siempre, cualquier sociedad humana se ha organizado de una u otra manera para transmitir a las nuevas generaciones aquello que consideraba necesario conservar, ya sean creencias, conocimientos, costumbres, valores…
Por lo general, resulta bastante sensato admitir que uno no puede aprender física teórica o griego antiguo de sus abuelos, de sus padres, o de sus familiares y amistades en general, sino que ha de acudir a una institución especializada en esta función específica. Las diferencias son, en cualquier caso, materiales, pero no formales. Y serán precisamente estas progresivas diferenciaciones, tanto en función de la complejidad de la sociedad como del acervo y el nivel de conocimientos social e históricamente disponibles, las que en su momento requerirán de instituciones establecidas ad hoc para, en ciertos ámbitos del conocimiento, impartir la formación necesaria para su adquisición. Es decir, lo que embrionariamente podremos entender como sistema educativo.
Una característica específica de las sociedades humanas[3] es la capacidad de transmisión de los conocimientos y habilidades adquiridos y acumulados a través de las sucesivas generaciones que han ido transcurriendo a lo largo del devenir histórico. Puede parecer una obviedad, y sin duda lo es, pero conviene recordarlo. En su evolución a lo largo de la historia, la especie humana se ha mostrado capaz, no solo de adquirir habilidades y conocimientos que le proporcionaban una mejor adaptación y un mayor conocimiento y dominio del medio, sino también de transmitirlos y, en su caso, de mejorar, superar o refutar los recibidos de las generaciones anteriores.
A diferencia del resto de especies, cada nueva generación humana parte no solo de la dotación genéticamente heredada, sino también de un acervo cultural transmitido por la generación anterior, que comprende los conocimientos, hábitos, usos, costumbres, creencias y habilidades a disposición de la comunidad que, a su vez, se transmiten a la siguiente. Y esto es, ni más ni menos, la propia posibilidad de lo que denominamos progreso, entendido como un proceso en el cual una generación está en situación de ventaja sobre la anterior, al menos en la medida que, habiendo recibido su legado, es capaz de superarlo y aumentar su nivel de dominio sobre el medio.
Un proceso que en sus principios fue sin duda muy lento, y que se aceleró con el descubrimiento de la agricultura y la consiguiente aparición de las primeras civilizaciones históricas de que hay noticia. Para hacernos una idea solo aproximativa, se calcula que desde la aparición de la especie homo sapiens[4] han transcurrido unas seis mil generaciones, de las cuales solo entre trescientas y quinientas corresponderían al periodo comprendido desde el descubrimiento de la agricultura hasta nuestros días.
En las primitivas sociedades nómadas, cazadoras y recolectoras, el aprendizaje se producía in situ, de acuerdo con el modelo de solidaridad mecánica, de forma inmediata y en la propia acción; el «educando» participaba acaso al principio en posiciones más secundarias o subalternas de la actividad en que se le instruía, ya fuera en una partida de caza o aprendiendo a distinguir las bayas comestibles de las que no lo son; aprendiendo bajo supervisión y, también sin duda, por imitación; desde las técnicas de caza aplicables en cada caso, hasta prender fuego. Con el descubrimiento de la agricultura y el surgimiento de las primeras ciudades, todo esto cambiará radicalmente.
Con la agricultura y la ganadería llegó la sedentarización, y con ella las primeras ciudades. Todo ello –dicho muy grosso modo–, como resultado de un excedente alimentario que se tradujo en un aumento de la población y la consiguiente proliferación de actividades no inmediatamente relacionadas con la obtención directa de alimentos. Con las primeras ciudades y la creciente complejidad de las comunidades humanas, surgieron sectores de población que no obtenían de su propia mano el sustento necesario para sobrevivir. Se produjo una división progresiva del trabajo y aparecieron nuevas actividades que no tenían como objeto directo e inmediato la obtención del alimento, como la fabricación de armas y herramientas más efectivas gracias al descubrimiento de los metales, la administración de los primeros aparatos burocráticos, la relativa profesionalización de los guerreros –para defender los cultivos de los pueblos todavía nómadas–, la institucionalización del sacerdocio como agente del poder, los primeros sanadores o médicos, artesanos… Y cómo no, la posibilidad de acumulación de riqueza.
Se trata de una división técnica del trabajo cuyas implicaciones sociales derivarán del estatus que a cada una de estas «nuevas» actividades, y a los individuos que las ejerzan, corresponderá en el nuevo sistema de organización social y de poder, desde los esclavos hasta las clases enriquecidas que vivían del excedente que el nuevo de estado de cosas permitía[5].
Para lo que aquí nos interesa, esta división del trabajo conllevará una progresiva especialización, como consecuencia de la cual irán apareciendo actividades cuyo ejercicio requerirá de algo más que el mero aprendizaje in situ propio del estadio anterior. En la mayoría de casos, se trataba de actividades que seguían siendo fundamentalmente de naturaleza manual, artesanal o, como diríamos hoy en día, competencial –la tekhné aristotélica–, cuya mayor complejidad requerirá para su ejercicio de la previa adquisición de ciertas destrezas. No se trata todavía de saberes «teóricos», sino de una progresiva especialización y creciente complejidad en la división del trabajo.
Pero empezaron a surgir también un nuevo tipo de saberes cuya adquisición requerirá de algún tipo de proceso iniciático tutelado, previo a su realización práctica. Son los primeros saberes tematizados y con un previo contenido teórico. Con independencia de que se queden en su fase teórica o de que tengan una ulterior aplicación práctica, y con independencia también de su finalidad. Son los que van desde los dogmas religiosos de los sacerdotes caldeos o egipcios, y de las teogonías griegas de Hesíodo o las primeras cosmologías presocráticas, hasta la matemática pitagórica, la filosofía de Platón, la medicina hipocrática o la geometría euclidiana… y los acueductos y las calzadas romanas posteriores.
Si, por ejemplo, entendemos por médico al individuo cuya actividad consiste en (saber cómo) curar a los enfermos, y por medicina el arte o conocimiento que ilustra y adiestra en las competencias necesarias para llevar a cabo tal función, entonces parece claro que ha habido «médicos» y «medicina» desde siempre. Y es así, qué duda cabe, pero con matices muy significativos según de qué época hablemos. Hoy sabemos con certeza que, por ejemplo, en el Paleolítico ya se realizaban trepanaciones, una habilidad que está hoy en día fuera del alcance de la inmensa mayoría de la población. Ahora bien ¿nos autoriza ello a considerar «médico» al hombre paleolítico que realizaba estas trepanaciones, y «medicina» a la habilidad y al conocimiento que permitía realizarlos?
Igualmente, y desde las funciones[6] que acostumbraban a corresponder al hechicero o al chamán, se conocían ancestralmente los efectos «curativos» de ciertas plantas –que serían los medicamentos de la época– contra ciertas dolencias, así como los efectos tóxicos de otras, utilizadas a su vez para fines opuestos a los anteriores. Estamos en un «saber cómo» hacer algo meramente operativo, resultado de la acumulación de experiencias a partir de un largo proceso de ensayo/error transmitido a lo largo de generaciones.
El médico hipocrático griego, en cambio, marca un punto de inflexión. No es todavía una medicina científica, pero establece el marco conceptual previo para que algún día llegue a serlo. Ello porque se constituye en un constructo teórico que es el resultado de haber hecho abstracción de los saberes y prácticas empíricas curativas, que sistematiza en una «teoría» general del cuerpo humano, y establece cómo, desde esta sistematización, le afecta el entorno en que vive, determinando dichas prácticas curativas según su encaje en dicho marco; asumiendo unas, rechazando acaso otras, y confiriéndoles un sentido del que antes carecían. Y esto sí que sería ya medicina, aunque todavía en estado germinal[7].
Lo que nos interesa ahora mismo es destacar el surgimiento de una serie de saberes que son el resultado de la tematización –se convierten en «tema»– y posterior sistematización (de los saberes constituidos en «tema») en un cuerpo estructurado de conocimientos que determinan la ulterior praxis y sus posibles alcances. Es decir, lo que es, en definitiva, un saber teórico. En este sentido, una cosa es el recorrido «cronológico» de adquisición del conocimiento en una secuencia temporal, y otra muy distinta establecer su fundamentación «lógica», es decir, dar razón epistemológica estatuyéndolo de acuerdo con unos criterios de validez que lo hacen «verdad».
Por esto no es lo mismo un «trepanador» paleolítico que un médico hipocrático. Y por la misma razón, tampoco son equiparables un constructor de balsas neolítico y Arquímedes. Los pueblos polinesios que se dispersaron por el Océano Pacífico lo hicieron en canoas y balsas construidas por artesanos que, con toda seguridad, carecían de conocimientos teóricos de física. Aplicaban simplemente una técnica adquirida a través de un proceso de ensayo/error, en el cual habían sido adiestrados para saber trabajar la madera y conseguir la finalidad perseguida: que flotara y pudiera llevarlos a través del medio líquido. Pero ignoraban «por qué» había que hacerlo así. En esencia, se sabía «cómo» hacerlo, pero no «qué» hacía que la barca flotara.
Pero cuando empezamos a plantearnos, sin duda como resultado de la acumulación de conocimientos empíricos, la razón por la cual ciertos objetos flotan y otros no, entonces estamos accediendo a un pensamiento abstracto que nos permite plantearnos aspectos que antes quedaban fuera de nuestro horizonte mental. Como que pueda haber distintos procedimientos válidos para construir objetos flotantes y de distintas formas, tamaños y materiales; desde canoas hasta trirremes. O por qué los peces pueden nadar entre dos aguas. O sea, nos es...

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