Segunda Parte. Londres
XI. Bombardeos a la ciudad de los musicales
–En Londres nos acostumbramos a convivir con la guerra. Es un decir, claro. A que formara parte de nuestra vida. Tratamos de impedir que nos absorbiera en lo posible, y hasta procuramos disfrutar. Sacábamos el mejor partido a la situación. Te imaginarás que nuestro mundo cambió radicalmente. Costaba adaptarse a ese ambiente tan diferente al español, mucho más apacible que aquel alboroto londinense, sumergidos las veinticuatro horas en un conflicto internacional.
Había conseguido, al fin, lo impensable el día que apareció el diario de mi padre durante una mudanza demasiados años antes: que una Moncha anciana, a la que logré estimular para que desempolvara sus recuerdos bélicos, lo hiciera gustosa, solo para su hija. Que relegara ese secretismo grabado a fuego y me relatara sus experiencias sin remordimiento. Fue un elaborado lavado de cerebro lograrlo, puesto que se resistía a soltar una intimidad recalcitrante. Pero gracias a mi mano izquierda y a aquel ambiente relajado pude convencerla para que perdiera su pavor juvenil y me contara nuestras intimidades familiares. Ya era hora de que su hija supiera la verdad. Algo crucial para cualquiera, pero mucho más para una antropóloga social a quien los pequeños detalles y las raíces propias tanto importan. Por suerte, lo solucioné yéndome a vivir con ella a Alamares y sentándonos a charlar indefinidamente sin medir el tiempo. El método más relajado para dialogar desde una perspectiva muy diferente a la que había procesado mi ignorancia hasta entonces.
En su ancianidad pacífica, reposada y débil de salud, mi madre conserva su característica fortaleza de espíritu y esa envidiable lucidez que revertía en un optimismo contagioso. A veces se ahoga al hablar, hasta que recobra el aliento con un pequeño esfuerzo y continúa charlando a su ritmo. No quiero atosigarla. Entonces hace gala de una memoria de elefante y me cuenta sus experiencias sin rendirse a la adversidad de la mala salud. Junto al Mediterráneo que ambas adoramos y en compañía de Lola, que lleva más de cincuenta años con nosotros, a mi madre le gusta hablar rodeada de recuerdos: fotos, cuadros, muebles y el mismo piano de su infancia que toca de vez en cuando. Detallitos insignificantes, como un florero, o un cenicero de plata que necesita toquetear, tienen para ella un valor sentimental que los demás no apreciamos pero respetamos. Lola, mi madre y yo formamos un escenario casero que cultivamos con cariño para enlazar el pasado y hoy. Intento ser ese presente emocional que la alienta a recordar, manteniéndose firme en el lugar que ella representa. Y pienso si realmente cuento esta historia por ella o por mí. Por las dos, quizá. Por asentar criterios sobre todo. Sé que nuestras charlas son la lenta despedida (en la que no quiero regodearme) de esta octogenaria de mundo, alegre, atractiva y frívola a ratos, que no ha perdido un ápice de su elegante feminidad, totalmente dispuesta a mostrar con espontaneidad, y cuando menos lo esperas, una sensibilidad que enlaza con ese pasado que desconozco. Así es mi madre.
Tras un leve forcejeo verbal cuando le conté el propósito de mi larga estancia con ella, comprendió que el tiempo y la historia habían trastocado los grandes secretos compartidos con su marido y que las aventuras de su juventud debían ofrecernos una nueva perspectiva.
–Esto es Historia con mayúscula –insistía yo–. No te puedes reservar los recuerdos solo para ti, mamá. Somos muchos los que tenemos derecho a conocer unos acontecimientos singulares –insistía yo para removerle los recuerdos–. Hablamos de una era determinada, de unos sucesos trascendentales, no solo de tus experiencias.
Los cambios de toda índole y el paso del tiempo, sin embargo, nos obligaban a derribar viejos muros infranqueables. Romper barreras intocables de su intimidad (que no del respeto), hasta que en apenas unas semanas parlanchinas nos encarrilamos y comenzamos nuestras conversaciones sin prisa y sin frenos, de mujer a mujer. Desarmados ciertos mitos de sangre ancestrales y unas trabas pudorosas obsoletas que hacía nada nos entorpecían, entramos al ataque. La primera y última vez que Moncha me contó unos secretos marcados a fuego. Yo reivindicaba mi derecho a saber, mientras ella doblegaba amorosamente su largo silencio a mis requerimientos. No era cuestión de juzgar, sino de reclamar mi derecho a conocer un pasado que también me pertenecía y que únicamente ella me podía relatar. Y no solo por ser su hija. Varias generaciones posteriores deberían conocer de primera mano unas aventuras ocurridas entre las bambalinas bélicas. Sus experiencias personales y miles de detalles no escritos, admitiendo que según pasaban los días cada vez me sentía más privilegiada de escuchar esta versión real de primera mano. Sin darse ninguna importancia, Moncha puntualizaba interrogantes de la trastienda social e histórica de la II Guerra Mundial voluntariamente. Ya convencida del valor de su opinión, le agradecí que no tomase esa investigación casera a la ligera, colaborando con certero ojo crítico en sus respuestas.
Y nos pusimos manos a la obra.
–Nunca perdimos el contacto con Alan Hillgarth. Venía a vernos en Londres y hablábamos por teléfono con asiduidad. Era un gran amigo que estaba a las duras y a las maduras. Él siguió como agregado naval durante gran parte de la guerra en Madrid, luego creo que lo destinaron a Japón; no lo tengo claro, porque jamás comentaba nada de su trabajo delante de mí. Se daba por hecho que aquello era top secret. Exigencias del momento, lógicamente.
Conversador escueto, de palabras justas y atinadas, Alan contaba anécdotas intrascendentes de su vida entre Londres y Madrid, pasando por su tercer cargo en Lisboa, en los años 1940; unos hechos entre los más sobresalientes del siglo XX, sin que ninguno tuviera conciencia de ello, ni le diera importancia. Admiraba a Churchill, pero sobre todo disfrutaba imitando a sus colegas españoles con una elegancia crítica, natural. Sarcástico. Y sin perder nunca la sonrisa, ni la compostura. La huella de la escuela naval británica le salía por los poros. Esa elegancia que se incrusta a través de la disciplina juvenil y rezuma con suavidad el resto de la vida.
–Sí, sí. Igual que el embajador Hoare, se quejaba mucho de cuánto molestaban los falangistas arremolinados a la puerta de la embajada entre Monte-Esquinza y Fernando el Santo, haciéndose pasar por manifestantes espontáneos. Como los hooligans futbolísticos de hoy. Una lata. Vociferaban horas y horas en plena calle solo para fastidiar a los inquilinos. El griterío llegó a tal punto que cubrieron con grandes lonas las paredes del edificio, como si estuvieran de obras. Eso les impedía que los observaran desde fuera, y sobre todo cotillear quién entraba y salía de la embajada.
»Pero se les veía el plumero –añadió mi madre divertida–. Cualquiera entendía que los gritones eran unos mandados. Nada de espontáneos. Chiquilladas de los falangistas… –Reía ella por bajo.
–Nuestra relación con Alan era distendida, muy cómoda pero íntima. Siempre tuve la sensación de que lo que hablábamos a solas los tres, por simple que pareciera, quedaba entre nosotros. No sé cómo se las arreglaba, pero inmersos como estábamos en una guerra internacional y con la de preocupaciones y problemas que debía de tener, él nos transmitía tranquilidad –concluyó, y se quedó pensativa un rato.
–De vez en cuando llamaban a tu padre del Foreign Office. Él acudía a verlos y no me explicaba más. Si quieres que te diga la verdad, no sé a qué iba; si les asesoraba de algún asunto sobre España, si le daban instrucciones, lo que fuera. Sabíamos que tu padre no podía regresar todavía a Madrid, así que tenían que ser asuntos entre ingleses. Ni idea de la información que se cruzaban. Él no me decía ni pío.
Mi madre se reclinó para atrás en la butaca y miró al techo, como tratando de recordar escenas incrustadas en su mente durante décadas.
–Tu padre nunca se consideró un agente secreto, no digamos ya, espía. Esa era una clasificación impronunciable. Lo teníamos tan prohibido como decir que estábamos exilados. Nunca lo fuimos, ni nos sentimos así, es cierto. Nuestra marcha no estaba relacionado con Franco, sino con los alemanes, y de ese mismo desenlace dependía nuestro regreso. Además, Lalo se encontraba muy cómodo en Inglaterra. Había vivido desde niño allí y nada del entorno le era ajeno. Y yo me adapté muy pronto. Con veintidós años y rodeada de tantas novedades, no era tan difícil absorber el ambiente, con todos sus inconvenientes. Dadas las circunstancias, también comprendía que él tendría razones de peso para callar. Ocultar los métodos utilizados en los salvamentos humanitarios era tanto o más trascendental que los que se dedicaban al espionaje. Él estaba más que advertido por sus superiores de que no podía hablar. Cualquier indiscreción, por insignificante que fuera, era crucial. Aunque Lalo jamás perdió la compostura, ni siquiera le vi alterado. El aplomo se lo debía al ejercicio de la medicina y a muchas angustias que se tuvo que tragar en nuestra guerra civil. Hasta en la intimidad nos cuidábamos de no hablar demasiado para no involucrar a otras personas. La guerra nos hacía sigilosos.
Aquella joven ingenua que huyó de España a la aventura recién casada en el invierno de 1942 sin medir las futuras consecuencias y de la mano de un marido tan desconcertado, quizá como ella, era hoy una anciana lúcida y cuidada que conservaba muchos de los encantos de su juventud, facilitándome la puesta al día de unas noticias fundamentales para mi proyecto. Y así las fuimos reconstruyendo al alimón con enorme placer.
–En Londres vivimos una guerra muy cosmopolita, comparada con la de aquí, que fue mucho más pueblerina… –Rio–. Crueldades aparte, hasta el racionamiento de los ingleses era civilizado, suficiente para estar bien alimentados. No nos faltaba de nada, ni se pasaba hambre. Había cupones para todo, hasta para conseguir ropa, pero el pescado se podía comprar libremente. Es curioso que del resultado inesperado de aquella situación avanzaron mucho los conocimientos sobre la dieta. Gracias al racionamiento, por ejemplo, descubrieron que de madres racionadas nacían bebés con el peso justo. Que la dieta involuntaria favoreció el tamaño idóneo de los recién nacidos. No hay mal que por bien no venga. –Sonrió a medias, y volvió a entristecérsele la mirada al recordar.
–Jamás nos sentimos exilados, ya te digo; tu padre tenía razón. La sensación que nosotros experimentamos era muy distinta. Con todos los inconvenientes que hubiera, durante la guerra en Londres vivíamos convencidos de estar de paso. Que la estancia era circunstancial por causas ajenas. Ni siquiera por razones políticas. Y eso que lo soportamos durante casi cinco años. No les pasaba lo mismo a los republicanos con los que tratábamos. Mientras mandara Franco sabían que no regresarían, lo que les tenía tristes y preocupados. Aunque nadie imaginaba que duraría cuarenta años después, je...je... Lalo y yo, por el contrario, sabíamos que nuestra estancia era diferente, que antes o después volvíamos a casa. Todo dependía del conflicto internacional, no de la situación española. Planear el regreso, aunque fuera a fecha indeterminada, nos despejaba de la nostalgia que tenían otros españoles.
–¿Conocisteis a tantos republicanos entonces? –seguía yo curioseando.
–A bastantes. Llegaban a través de la consulta, recomendados unos por otros. O por la embajada de España, con la que no perdimos el contacto nunca. Nosotros seguíamos siendo españoles, recuerda, sin rencores del pasado. Por eso nos reuníamos con ellos de vez en cuando. Así fue como nos llamó el coronel Segismundo Casado un día. El que tuvo que entregar Madrid a Franco en la Guerra Civil… ¿Te acuerdas?
–Tengo una idea.
–Como pasaba con muchos pacientes, llegamos a hacernos muy amigos. Tampoco hablábamos de nuestras tendencias políticas. Aunque se notara por ciertos detalles, como es natural. Teníamos tantas otras cosas en común que las ideologías eran secundarias: el mismo amor por nuestro país, los recuerdo...