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La poética de la configuración

Víctor Gerardo Rivas López

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  1. 455 páginas
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La poética de la configuración

Víctor Gerardo Rivas López

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Este libro tiene un doble objetivo: analizar el proceso de configuración de la realidad a partir de su percepción y estudiar ese proceso en la época en la que se redefine el sentido histórico de lo figurativo; a saber, la segunda mitad del siglo XIX y la primera del XX. Por razones que se aclaran a lo largo del libro, el análisis toma como hilo conductor la gran transformación de la plástica en el período que acabamos de señalar (sobre todo en la pintura), aunque también recurre a la literatura, lo que permite abarcar la compleja relación del arte con la cultura y, más aún, con la comprensión del ser del hombre que la filosofía y el pensamiento contemporáneos han desarrollado en paralelo con el trabajo artístico. Los cinco capítulos del libro siguen un claro orden expositivo y argumentativo, aunque es dable leerlos por separado si uno solo quiere un acercamiento a la temática que en cada uno se elucida y que se enuncia desde el título respectivo.

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Información

Año
2021
ISBN
9789876919302
Categoría
Philosophy

1. La génesis de la configuración

Mientras mi mirada vaga en la pared frente a la cual me encuentro en busca de las palabras idóneas para dar inicio a mi reflexión sobre la sensibilidad, el hilo de la misma se pierde por un instante en el revoque que tengo a un paso, donde se perfilan esas figuras que siempre aparecen en las superficies que tienen un cierto relieve o veteado. Ahí, frente a mí, percibo sin el menor esfuerzo cómo un hombre que lleva una especie de turbante se inclina como si fuese a hacer una reverencia en tanto a sus espaldas aparece la faz de una mujer sonriente de un tamaño por completo desproporcionado respecto al del hombre. Esta desproporción, sin embargo, no tiene por ahora ninguna importancia pues las dos figuras se hallan en medio de otras muchas de varios tamaños que o se funden con las primeras o tienden a desdibujarlas, de suerte que el turbante que acabo de ver se transforma de súbito en el torso de una mujer cuyo peinado se encaja literalmente en la ingle de una figura que me recuerda la iconografía tradicional de san Sebastián, que lo muestra como un hombre joven y semidesnudo que se estremece mientras sus verdugos paganos lo asaetean. ¿Exceso de imaginación? ¿Libre asociación que descubre no sé qué problemas emocionales? ¿Manera infantiloide de darle la vuelta al inicio de un texto que debería comenzar con algún planteamiento filosófico de trascendencia irrefutable en vez de disolverse en divagaciones? Lo cierto es que ninguna de estas posibilidades les hace justicia a las figuras que sin yo quererlo se proyectan en la pared y que me hacen ver en el acto que el problema del que tengo que ocuparme no es la explicación de alguna teoría metafísica acerca de la sensibilidad, sino de algo a la vez mucho más sencillo y difícil: la comprensión de la experiencia perceptiva que es, después de todo, la piedra de bóveda de la realidad para mí y para cualquiera: “me doy, es decir, me encuentro siempre en situación y en compromiso en un mundo físico y social”.1
La sencillez en este caso radica en que, en principio, solo tengo que describir lo que veo sin intentar fundamentarlo ni justificarlo; la dificultad, en cambio, se halla en encontrar la forma de hacerlo sin menoscabar la extraordinaria singularidad del fenómeno, en “evitar aquí la confusión de lo inmediato con elementos que no he experimentado y que doy por sentado o presupongo en las explicaciones”.2 Desde que recuerdo, siempre me ha sucedido lo mismo cuando miro una superficie con irregularidades o un veteado en la superficie sea cual sea el material del que se componga, aunque nunca antes se me ha ocurrido detenerme en ello pues más bien lo he considerado una mera fantasía que no amerita mayor reflexión. No obstante, ahora que por vez primera reparo en ello, no me parece tan poca cosa el que de modo espontáneo adquieran un aspecto definido o más bien una cierta identidad las líneas que se entrecruzan y las protuberancias que se proyectan al azar sobre la pared y que como por arte de magia se extienden por las tablas que componen el escritorio en el que escribo y las duelas del piso. Cuando pensaba estar a solas, descubro que me hallo en medio de un mundo de entidades que se mezclan como al azar y sin curarse de la armonización o de la simetría, pese a lo cual, en vez de un mero caos, me hacen palpable un orden perceptivo. Y es que no solo miro personas, también de pronto capto un perro y algunos otros animales en medio de la proliferación de las figuras, que de acuerdo con los juegos de la luz sobre la superficie en cuestión o la postura de mi cuerpo pueden ser efímeras al punto de aparecer un solo instante o de hacerlo cada vez que vuelvo a buscarlas con la mirada. Y estos elementos no son casuales: son, de hecho, los ejes de mi factible comprensión de este fenómeno, que en lo sucesivo tendrá que integrar la presencia humana (1), la del resto de los seres (2), la influencia de la luz o de cualquier otro factor sensible (3), mi corporalidad (4) y todo ello en el dinamismo que le da el encuadre espaciotemporal (5). Lo curioso es que aun cuando capte un animal o hasta un objeto inanimado (por ejemplo, un trasto o un instrumento musical) la figura respectiva se integra en cierta acción con sentido propio: el trasto nunca aparece solo pues junto a él descubro a alguien que extiende el brazo para tomarlo o a un animal que lo muerde con fuerza. El carácter integral de la figura no depende, por lo tanto, de la proporción de los elementos que la constituyen sino revela una identidad problemática esencial que más que romper con la disposición natural de aquellas la pone en movimiento: por ejemplo, el hombre que se inclina frente a mí en el muro comparte uno de sus muslos con el hombro de la mujer que se encuentra a sus espaldas pues cada uno mantiene una relativa autonomía y a la vez coadyuva para que el otro se perfile a través de él. Lo decisivo es que aun cuando la figura sea la de un objeto inanimado, en ella siempre se percibe un rostro, un gesto o una actitud que organiza lo amorfo del veteado para que encarne una intención consciente que llega a ser en verdad perturbadora: mientras sigo en la contemplación de ese extraño mundo que hormiguea por dondequiera, recuerdo vagamente algún programa televisivo en que una mujer veía cómo figuras similares a las de ahora se proyectaban hacia ella para arrastrarla consigo hacia el espesor de la pared del manicomio donde injustamente la habían encerrado, por lo que ella buscaba siempre estar en habitaciones de paredes totalmente lisas hasta un día en que por error los que la creen loca la ponen en un cuarto donde hay una grieta insignificante y termina por ser víctima de los seres que la acechaban desde mucho tiempo atrás. Como es de esperar, los que nunca le han creído piensan que se ha escapado quién sabe cómo y no se dan cuenta de que la grieta ahora tiene el aspecto de una mujer que grita en medio del horror.
A reserva de retomar los procesos (y excesos) narrativos a que pueda conducir, esta curiosa condición no solamente la descubro en las superficies que acabo de mencionar, cuya continuidad material podría quizá explicar el fenómeno: también salta a la vista en todas las cosas que, como las nubes o el follaje de los árboles, tienen un límite que puede reconfigurarse sin mucho esfuerzo en relación con lo que les sirve de fondo aunque físicamente implique una gran distancia (lo que apunta a la diferencia básica entre lo fenomenológico y lo empírico que tendré sin duda que desarrollar aquí). En este caso, la condición es todavía más sorprendente, ya que, a diferencia de lo continuo de una sola superficie, aquí el dinamismo o más bien la plasticidad de la figura se despliega a través de planos fenoménicos muy distintos y termina por integrarlos sin hacerlos perder, empero, su especificidad (lo que corrobora que me las he con una profundidad perceptiva sui generis de acuerdo con la cual “la forma en tanto que unidad, en tanto que configuración, implica la existencia de un todo que estructura sus partes de manera racional”):3 en la nube, por ejemplo, el contraste de la blancura con el azul del cielo (sobre todo si hay mucha luz al momento de percibirla) hace surgir rostros o figuras a través de los matices cromáticos, que serán mucho más vivos si también hay viento. Así, las figuras de las que hablamos integran la profundidad de la bóveda celeste, la iridiscencia de la luz y la fuerza eólica, de suerte que todos estos factores se unifican sin mayor dificultad para quien los percibe, al punto de que si acaso el viento termina por desdibujar la figura, la que la substituya servirá parar mostrar otro aspecto de la misma unidad de los elementos (por ejemplo, en vez de los juegos cromáticos, la inmensidad del espacio). Asisto, pues, a la revelación de un “ser de latencia y presentación de una cierta ausencia [que] es un prototipo del ser, del que nuestro cuerpo, el sintiente sensible, es una variante muy notable pero cuya paradoja constitutiva ya se encuentra en todo lo visible”.4 Lo cual me sorprende sobre todo porque a la postre el dinamismo se despliega sin perder su profundidad en un solo plano perceptivo, el de un antropomorfismo que roza el mito en la medida en que halla en lo sideral los elementos indispensables del perfil humano que se modula conforme con distintas formas de sentir.
La integración más sorprendente del fenómeno es, pues, la del aspecto sensible que me remite a meras líneas o bordes irregulares y la de su inequívoca definición como figura antropomórfica. No solo me parece ver a alguien como cuando percibo una sombra con el rabillo del ojo que se deshace en cuanto la enfoco bien, lo veo sin lugar a dudas en cuanto mi mirada se posa en un punto específico de la pared y hasta permanece cuando barro rápidamente con los ojos la superficie, por lo que me cuesta trabajo advertir las irregularidades del revoque o contemplar las nubes en el horizonte como tales. Será que en cuanto mi mirada se detiene en un aspecto concreto tengo que identificarlo en medio de la proliferación de líneas o rescatarlo de lo amorfo de una masa nubosa que atraviesa el horizonte o de la plenitud del follaje en medio de un bosque. Lo que me hace pensar que al margen de que se despliegue en la continuidad de una superficie o en la diversidad de los planos de la realidad, el fenómeno siempre revela una enigmática unidad e identidad o, mejor dicho, una intencionalidad, es decir, la disposición a una acción consciente por parte de alguien o algo que tratamos en cierta forma de concretar en nuestra percepción.5 Y conviene hacer hincapié en esto, ya que aunque en ocasiones la figura se muestre indefinida, esté trunca o incluso sea monstruosa (como cuando el juego de la corteza de un árbol nos hace ver la cara de un hombre con un ojo de más en medio de la mejilla o con el tronco demasiado corto respecto a las piernas), el gesto que hace o la manera en que se echa hacia atrás permiten que los defectos que pueda tener pasen a segundo plano en aras de la acción que percibimos (por lo que el ojo adicional o la desproporción corpórea, más que convertir a la figura en un monstruo, le dan un aspecto o una actitud verdaderamente personales que impiden verla como un garabato abstracto). Esto no quiere decir que los defectos sean imperceptibles sino que se subordinan a la unidad de la figura aunque contradigan el aspecto que normalmente esta tendría, como ocurre con esos rostros de perfil donde la nariz surge directamente de los labios o donde ciertas partes son asimétricas o no aparecen del todo (pensemos en algunos de los más famosos retratos de Picasso y otros artistas del siglo XX que, como lo mostraremos adelante en detalle, podrían considerarse recreaciones del fenómeno que nos ocupa). Lo cual, por otro lado, es justamente lo que acontece cuando captamos a alguien cuya personalidad se hace sentir por encima de la fealdad, de la debilidad de la vejez o de alguna mutilación, por terrible que esta sea (es decir, que corrobora la diferencia esencial entre lo caracterológico y lo físico). El rostro o la figura de los que hablamos comparten así en mayor o menor grado la expresividad y la unidad emotiva de la persona humana que se distinguen de cualesquier rasgos físicos por más que solo se hagan perceptibles por medio de ellos: así, captamos a alguien entre protuberancias o en ciertas configuraciones sensibles de la realidad que trascienden lo circunstancial para mostrarse como el aspecto característico de un ser que lleva a cabo tal o cual acción aunque sea algo tan simple como asomarse a una ventana o sonreír para sus adentros.
Esto nos lleva a destacar otros tres aspectos del fenómeno: el primero es la asimilación entre lo antropomórfico y la irreductible pluralidad de los seres que conforman la existencia. Por ejemplo, en la pared frente a la que sigo sin poder iniciar mi texto ahora observo con claridad una cabeza que (por el modo en que la luz cae sobre el revoque en el que literalmente encarna) es al unísono la de un perro labrador y la de un hombre más o menos rústico y ya entrado en años que alza la mirada con una mansedumbre similar a la fidelidad canina. Si me atengo a lo que percibo (por más que al describirlo pierda la nitidez con la que se delinea en la pared), la cabeza puede verse de dos modos no solo distintos sino hasta absolutamente opuestos, y lo más desconcertante es que no hay necesidad de elegir entre ambas concreciones porque algunos animales (sobre todo los perros de ciertas razas) con mucha frecuencia nos dan la impresión de estar absortos o de sentir algo más que las condiciones instintivas de su corporalidad como son el hambre o el calor, en tanto que ciertos hombres ya grandes, por su parte, constantemente lucen como si no tuvieran nada en qué pensar mientras las mejillas se les cuelgan y le dan a su faz el aspecto de un animal en reposo. Y no hablo nada más de los rasgos físicos de algunos individuos, hablo del modo de moverse o del temperamento que aun sin quererlo nos recuerdan a este o a aquel animal, lo que permite hablar, por ejemplo, de un rostro caballuno o simiesco o de una conducta brutal. Esta reflexividad propia de la vida orgánica que hace que un ser tome posición física y figurativamente respecto al mundo que lo rodea (sea de modo instintivo o volitivo) es el elemento que vincula lo animal en particular y lo real en general con el desenvolvimiento emocional del hombre, lo que de tantas maneras se refleja en la capacidad de la cabeza de la que hablo de mostrarse como la de dos seres muy distintos sin que ello implique una contradicción y hasta parezca, al contrario, por completo natural. Más aún, si de la impresión que me causa la ambigüedad de la cabeza paso a la que me causa la peculiar afinidad de lo antropomórfico y lo animal en la constitución del mundo de la vida que incluye también todos los seres inanimados y las fuerzas naturales, advierto que lo figurativo vincula cualesquiera formas de aparecer a través de la humana y viceversa. Y ahora que lo digo, pienso que esta condición de la figura se percibe también en la capacidad de los muñecos que reproducen animales (algunos de ellos desproporcionados respecto al hombre, como son los dinosaurios) pero que sirven para que el niño juegue con ellos como si jugara con un compañero que tuviesen un aspecto humano aunque en realidad fuese un animal prehistórico que atravesara el tiempo para estar con aquel. Otro fenómeno similar es el del mito, en el que las fuerzas naturales se hacen presentes en el mundo de la cultura como personificaciones de un temperamento la mayoría de las veces intempestivo, justo como el que cualquiera puede mostrar llegado el caso y que a pesar de lo irregular de su manifestación sirve para caracterizarlo. Lo antropomórfico es pues la piedra de bóveda de una integración figurativa existencial y/o emocional que aunque indudablemente compartible no lo es de modo directo y requiere la capacidad por parte de quien lo vive de hacer ver a los demás lo que para él es por completo evidente aunque solo se objetive por medio de un esfuerzo descriptivo.
Como segundo aspecto del fenómeno hay que recalcar la identidad que mantienen las figuras aun cuando solo aparezcan un instante y después se pierdan en las irregularidades de la pared. Vuelvo a la cabeza antropomórfica y cinocéfala cuyo aspecto, lejos de desconcertarme, se confirma cada vez que la contemplo: no es nada más que la vida como unidad orgánica total me permita figurarme a un hombre como animal y viceversa; es que en cada ser hay múltiples fuerzas que desbordan sus determinaciones puramente físicas o naturales. Si es sorprendente ver cómo un garabato se identifica con el aspecto humano, es mucho más sorprendente notar en él gestos y actitudes que descubren un temperamento que justamente por lo grosero o hasta grotesco resulta inconfundible aunque no por ello sea más fácil explicarlo pues “es un movimiento del cuerpo o de una herramienta que se liga con él, para el cual no hay una explicación causal satisfactoria”.6 Y lo más curioso es que ese detalle que en la vida real podría ser desagradable (pensemos en qué será estar cabe un palurdo con el rostro colgado), en la figura en cuestión es grato porque corresponde a un ser que de entrada nada tiene que ver con las proporciones anatómicas o zoológicas: esta cabeza no es ni de hombre ni de perro, es de ambos a la vez, lo que le permite oscilar entre lo mítico, lo simbólico y lo estético (valores todos de la configuración que habrá que elucidar uno por uno). Así, la identidad caracterológica, que en los seres de carne y hueso es una determinación ontológica axial que nos obliga a verlos como individuos pese a cuantos defectos tengan (incluyendo, en este caso, la sosera), se refleja en estas figuras y prueba que a pesar de su insignificancia o lo incidental de su aparecer no son ni fruto de una imaginación febril ni representaciones arbitrarias que dependan del punto de vista de cada cual: es obvio para mí que no soy yo quien las proyecta, que ellas, al contrario, brotan por sí mismas quién sabe cómo y pasan por lo humano para ahondarlo aun a costa de su inteligibilidad o de su propia idealidad. Por ejemplo, que desde el primer momento un torso apenas definido me haya hecho evocar el suplicio de san Sebastián en lugar de, por ejemplo, hacerme ver cualquier otra cosa es un índice de que la figura es concreta y singular, y que no puedo captarla como me plazca pues su “forma de ser” (o, mejor dicho, de aparecer) se traza sin ambages en medio de la de las demás. Su carácter figurativo no la reduce a un trazo en la pared sino la integra en mi consciencia como posibilidad de figurarme a un santo en medio de su martirio cuando tengo años de no pensar en él. Y lo hace de tal manera que al referirme a san Sebastián no hablo de una representación general, pues tengo presente una imagen en concreto, la que aparece en un célebre cuadro de Mantegna con un despliegue anatómico verdaderamente hercúleo. O sea que no estoy frente a un mero signo abstracto sino frente a la imagen de alguien en un momento específico por más que la figura no sea más que un grumo de argamasa pintado de un amarillo que poco o nada tiene que ver ni con la santidad ni con el martirio (lo que aun sin quererlo me hace pensar en cuán difícil es llevar simplemente la idea que ha dado origen a estas reflexiones a un nivel discursivo para depurarla de todas las nebulosidades de la mera ocurrencia).
Esta singularidad irrecusable nos lleva al tercer aspecto del fenómeno: que la figura aparece en un medio multiforme mas homogéneo en el por un instante es una protuberancia y al siguiente es una presencia inequívoca si bien tiende a confundirse con las que pululan a su alrededor. Esta doble posibilidad depende, claro está, de condiciones perceptivas como la luz, la distancia y mi postura, aunque también del tremendo empuje de todas las figuras que se hallan alrededor de aquella en la que me concentro, que tienden a desdibujarla para imponerse en el dinamismo perceptivo en el que también hay que considerar el del fondo que vuelve a surgir como irregularidad en el revoque. La identidad se constituye en estas circunstancias en un vaivén intempestivo entre lo que miro y lo que me figuro, de suerte que una vez que he captado una cabeza o un martirio es prácticamente imposible ver las protuberancias de la argamasa y, al revés, cuando tiendo la vista al revoque, las figuras pasan a segundo término aunque nunca desaparecen del todo (de hecho, cuesta mucho abstraerlas). La tensión de ambos factores es la esencia misma de lo figurativo y se encuentra como tal allende la oposición de lo objetivo y lo subjetivo, ya que no puedo olvidarme sin más de la argamasa que vuelve por sus fueros y tampoco puedo ver lo que me plazca pues hay un contorno que me obliga a pensar en Mantegna y no, por ejemplo, en Memelino (que también tiene una espléndida versión del suplicio de san Sebastián). O sea que la identidad del fenómeno es a tal punto evidente que me permite distinguir aun contra mi voluntad entre lo que veo ahí frente a mí y lo que, en cambio, me figuro.
Aquí lo interesante es, pues, la ambigüedad ínsita al proceso figurativo: en principio, mirar algo y figurarse algo son dos cosas distintas o incluso opuestas, como cuando al mirar una figura en la pared me figuro una obra de arte en específico. Lo más importante aquí es que esa distinción vale tanto para quien lleva a cabo la acción o para el objeto que la provoca como para el sentido total de la acción como tal: mirar una figura que aparece de modo espontáneo sin representar nada es percibir una tensión en la realidad que antecede cualesquiera interpretaciones que haga uno al respecto. La figura que capto y el figurarme la obra de Mantegna (y no la de Memelino) son dos caras de un solo proceso aunque al ponerlo en palabras tenga que distinguir cada una justo porque ellas me lo imponen aun cuando en apariencia sean intercambiables sin mayor dificultad. Esta condición es todavía más obvia en el caso de la cabeza de hombre/perro, que surge justamente como la de un ente único que más que tener dos caras tiene una con un aspecto dual que se confirma una y otra vez cuando la veo. Lo cual muestra que si hay una irreductible diferencia entre la condición fenoménica de lo que capto y su expresión verbal, eso no afecta a la esencial condición de la experiencia figurativa aunque sí dificulta o hace prácticamente imposible compartirla sin tomar en...

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