1. Infancia y monstruosidad, una tradición literaria argentina
Introducción
Si la mayoría de las películas argentinas de la posdictadura que ponen en escena a niños llevan la doble impronta narrativa y estética del Bildungsroman y del melodrama, La ciénaga y La rabia, partiendo de una misma situación de crisis familiar con énfasis en los personajes femeninos e infantiles, perturban claramente estas tradiciones y ahondan en el carácter ya no “formador” sino deformado, monstruoso, tanto de la familia como de la infancia misma, en varios sentidos.
La etimología enseña que la voz latina monstrum, forjada a partir del infinitivo monere (“avisar, advertir”), pertenecía al vocabulario religioso y denotaba un prodigio, un suceso sobrenatural que anunciaba la voluntad de los dioses y que había que descifrar. Actualmente, en castellano, designa primero una “producción contra el orden regular de la naturaleza”, un “ser fantástico que causa espanto”, una “cosa excesivamente grande o extraordinaria en cualquier línea”, una “persona o cosa muy fea” o una “persona muy cruel y perversa” (DRAE). Es monstruoso, entonces, lo anormal, lo que está fuera de lo establecido, ordenado, acostumbrado, por su tamaño excesivo, su “fealdad” física o su “perversidad” moral, y, tal como sugiere la etimología, el monstruo es una señal, un aviso, una revelación. Ahora bien, como escribe Pascale Risterucci en su análisis del film de Jack Clayton The Innocents (1961), “l’enfant est une manière de monstre pour l’adulte, puisque écart –corps différent– et présage –corps en devenir, rejoignant ainsi le premier sens de «monstre»: celui qui prévient– se manifestent en lui” (71). Además, la mirada del niño es un instrumento particularmente adecuado de “revelación”, no solo porque es un testigo ideal, sino también porque, precisamente, esta condición de testigo suele comprometerlo, implicar una participación de su ser en lo mirado/visto.
Si la noción de monstruo asociada a una mirada infantil no encuentra antecedentes evidentes en el cine argentino –fuera de algunas películas de Leopoldo Torre Nilsson de inspiración literaria, La caída en particular, que será examinada más adelante–, sí se inscribe en cierta tradición argentina, o más bien rioplatense, del relato literario de infancia, tradición que ha adquirido en la cuentística sus letras de nobleza. La historia incluso aproximativa de esta tradición desbordaría el marco y los objetivos de este libro, que solo pretende esbozar una vía narrativa y estética inspirada en el personaje infantil, susceptible de enriquecer la visión e interpretación de las películas de Martel y de Carri. Este capítulo indaga las funciones de la figura “monstruosa” del niño en algunos cuentos o relatos breves de cinco escritores argentinos del siglo XX, elegidos en función de varios criterios además de la centralidad de las temáticas interrelacionadas de la infancia, de la visión y de la muerte en el conjunto de sus obras. Se trata, en los cinco casos, de textos que sitúan a los niños en la casa, en un universo estrictamente doméstico (al menos al nivel literal), a menudo dominado por un personaje materno, trátese de la madre o de una figura sustituta. La singularidad de las obras cinematográficas de Martel y de Carri, ejemplares de un cuestionamiento radical del hogar familiar a partir de un punto de vista infantil, puede ser, y a menudo ha sido, interpretada también en términos de género como la exploración de una “nueva” mirada femenina. Sin adoptar aquí esta perspectiva de análisis, es relevante preguntar en qué medida o en qué sentido se podría hablar de una especificidad o construcción femenina de la mirada infantil. Por ello, he escogido para este estudio previo una mayoría de escritoras, cuatro de los cinco autores considerados.
A partir de estos criterios examino, en primer lugar, algunos cuentos de Julio Cortázar y de Silvina Ocampo, los cuales se imponen también en cuanto referentes esenciales del relato fantástico rioplatense. Varias investigaciones han encontrado en ambas obras un tratamiento semejante de este concepto clave de lo fantástico (que no se utilizará aquí) (Giudicelli, 1997; Ezquerro, 1997). Ocampo, además, ha suscitado el interés explícito de Lucrecia Martel, quien le dedicó un documental (Las dependencias, 1999) antes de dirigir La ciénaga. Estas dos obras dan lugar a unas primeras conclusiones en las que se articulan las nociones de nostalgia y de melancolía, cruciales en el recurso literario o cinematográfico a la mirada infantil.
Las otras tres escritoras seleccionadas para este parcial recorrido se caracterizan, como Ocampo, por haberse acercado a la prosa narrativa desde un enfoque poético y autoficcional. En efecto, todas son también, si no principalmente, poetas. El interés de estudiar aquí Cuadernos de infancia [1937] de Norah Lange estriba en el carácter profundamente novedoso y fundador de este texto respecto de la escritura –autobiográfica, pero no solo– de la infancia, vinculado a un tratamiento fotográfico de la memoria y de la mirada del personaje infantil. Los fragmentos más o menos narrativos en prosa poética de Olga Orozco (tomados de La oscuridad es otro sol) y de Alejandra Pizarnik (sus textos breves publicados en un volumen aparte como “relatos”), además de formar un corpus bastante coherente con los textos de Lange y Ocampo –estas cuatro escritoras a menudo han sido comparadas entre ellas–, permiten discutir el carácter vital de la nostalgia y la melancolía femenina, ideas centrales para entender La ciénaga y La rabia. Otro argumento para examinar textos de Orozco es que Albertina Carri cita en Los rubios un poema en prosa de ella que corresponde al tema central de este film, el de la memoria filial. De Ocampo a Martel y de Orozco a Carri se abren así dos líneas de exploración de la monstruosidad infantil, líneas abiertas en las que Cortázar, Lange y Pizarnik pueden colocarse, junto con muchos otros escritores. Se podría incluir también, por ejemplo, a Horacio Quiroga –en cuyos cuentos los niños siempre están vinculados a la muerte, y que Lucrecia Martel menciona como fuente de inspiración lejana–, a Felisberto Hernández, que ha sido comparado con Cortázar y Ocampo (cf., por ejemplo, Giudicelli), Manuel Puig, a César Aira y a Osvaldo Lamborghini y su “El niño proletario” [1973]. Adriana Astutti (2001) ha estudiado a los últimos tres escritores, junto con Ocampo y Pizarnik, como ejemplos de un “estilo” del que la infancia, más allá e incluso independientemente de un tema, define la perspectiva experimental, la búsqueda de una “oralidad” por debajo de la escritura. El niño, en las obras subversivas y lúdicas de Puig, Aira y Lamborghini, es ante todo un pretexto literario, una figura estética ocasional entre otras (al lado del extranjero, del marginal, del homosexual, del hermafrodita, del tonto, etc.) al servicio de un arte que se reivindica como “menor”, según la idea del “devenir menor” de Gilles Deleuze (Deleuze y Guattari, 1980). En las obras de los autores elegidos aquí, en cambio, se trata de un personaje mucho más recurrente y nuclear.
En lugar de extender inútilmente el estudio a más textos literarios, el capítulo termina examinando tres películas de 1950-1960 que han marcado el tratamiento del niño monstruoso en el cine argentino, según dos tendencias que se pueden distinguir a partir del espacio (doméstico o callejero) y del sexo del niño principal: La caída de Torre Nilsson pone en escena a cuatro niños inquietantes liderados por una niña en el mundo simbólico de la casa, mientras que El secuestrador del mismo Torre Nilsson y la famosa ópera prima de Leonardo Favio Crónica de un niño solo se acercan a ese triste ícono del cine latinoamericano que es el niño de la calle, explorando su monstruosidad social y moral.
1. Infancia y monstruosidad en los cuentos de Julio Cortázar y Silvina Ocampo
1.1. Cortázar y los monstruos
Cuando pretendo anexarme la visión de Jorge, ¿no delato la nostalgia más horrible de la raza? Ver por otros ojos, ser mis ojos y los suyos.
Julio Cortázar, El niño-escritor versus el bebé
Los niños literarios de Julio Cortázar tienen con los monstruos –criaturas anormales– una relación privilegiada: los ven, los inventan o se identifican con ellos. En el mundo dual de Cortázar, en el que la cotidiana rutina visible enmascara el “otro lado” de las pulsiones vitales, la noción de monstruo no es exclusivamente negativa, como lo señala esta caracterización del traductor y fotógrafo Roberto Michel en el cuento “Las babas del diablo”: “Michel es culpable de literatura, de fabricaciones irreales. Nada le gusta más que imaginar excepciones, individuos fuera de la especie, monstruos no siempre repugnantes” (CC1 291). Ahora bien, este cuento nos muestra que las “fabricaciones irreales”, monstruosas pero “no siempre repugnantes”, de los escritores tienen el mismo valor ontológico que la llamada “realidad” que intentan alcanzar. Desde esta perspectiva, el niño aparece como un doble del escritor (lo que Freud ya había observado en 1908). Ambos son capaces de ver o de inventar criaturas y fenómenos anormales, “fantásticos” en el sentido que da Cortázar a este término: no un género sino un sentimiento de la permeabilidad de la realidad visible.
Es así como en la novela Los premios [1960], el niño Jorge y el mago Persio son los únicos pasajeros capaces de ver a los “monstruos” que dirigen el barco en el que todos están misteriosamente encerrados. El niño nombra “glúcidos”, “prótidos” y “lípidos” a los oficiales, los marineros y otros hombres que trabajan en el navío, y el resto de los pasajeros adoptan estas denominaciones. En sus descripciones, el narrador compara también algunos personajes con animales; el niño y el narrador tienen el mismo poder de nominación y calificación que proviene de un don de videncia. Este don es verbalizado por Persio, quien llama a Jorge “catalizador” y “pararrayos”; dice del chico que “sabe cosas, o sea que es portavoz de un saber que después olvidará” (194). Los sueños son un buen emblema de este saber del que el niño es un mediador inconsciente: Jorge en sus sueños dice “toda clase de cosas raras” (314). Una mañana cuenta que soñó con que “en el astro caía nieve” (497). En los sueños o, más bien, en las pesadillas del niño Boby –en el cuento “En nombre de Boby” en Alguien que anda por ahí–, también irrumpe una imagen que interviene en su percepción de la realidad cotidiana, modificando el estatuto de esta: sueña con que su madre lo ataca con un cuchillo. En consecuencia, mira a su madre con “esa mirada diferente” con la que mira también el cuchillo largo de la cocina.
Otro ejemplo de esta función de mediación especular que tiene la infancia respecto de la escritura se halla en “Una flor amarilla” en Final del juego [1956], donde un hombre que se emborracha –es decir que se pone en un estado anormal, propicio para ver la realidad de otra manera– pretende haber encontrado a un chico de trece años que se parecía mucho a él de niño. Comparando sus vidas respectivas, tuvo la “revelación” de que este chico (Luc) era una “figura análoga” (CC1 457) a él, de que “era otra vez él, no había mortalidad, éramos todos inmortales” (456). Pero el niño murió de una enfermedad y el hombre comprendió de golpe “la nada” (461), pues esta muerte marcó “el término de la cadena”.
En estos cuentos los niños, objetos del discurso de un narrador adulto antes que sujetos del relato, son formas simbólicas en las que ese narrador proyecta su deseo literario y ontológico. Pero no todos los niños figuran este ideal de videncia y creación espontánea en el mundo de Cortázar. Los bebés encarnan una forma de vida monstruosa que provoca asco y vergüenza en los personajes adultos masculinos. Babe en “Llama el teléfono, Delia”, en La otra orilla [1995]; Rocamadour en Rayuela [1963] y, más claramente aún, el misterioso bebé de “Puerta condenada”, en Final del juego –que el protagonista-narrador oye llorar del otro lado de la puerta de su habitación en un hotel– se enfrentan a un adulto que quisiera olvidar su existencia y que huye de ellos, aunque no sin sentirse culpable. Podría ser un bebé también la criatura enigmática del cuento “Después del almuerzo”, en Final del juego –generalmente interpretada como un retrasado mental–, a la que su hermano, el niño narrador, debe sacar a pasear y de la que tiene vergüenza hasta el punto de intentar abandonarla. Si la anormalidad atrae la mirada literaria de Cortázar, algunas de sus formas le fascinan más que otras. Resulta particularmente aclarador al respecto la manifestación de esta anormalidad en uno de sus cuentos más famosos, “Final del juego”. Aquí lo anormal se vincula a la infancia a través del personaje de Leticia, víctima de una enfermedad que ha empezado a paralizarla. Pero no se trata de una anormalidad repugnante como en “Después del almuerzo”, sino de un estado cercano a la inmovilidad de las estatuas de los antiguos dioses cuyas poses la niña enferma juega a reproducir, junto con sus dos hermanas pero con más perfección que ellas. Este juego de las estatuas no puede funcionar como mise en abyme de la creación cuentística (del mismo modo que otros juegos o actitudes infantiles; por ejemplo la afabulación de los niños en “Silvia”, del libro Último round [1969], o los sueños ya mencionados de Boby y de Jorge) sin aparente contradicción con el discurso explícito de Cortázar, que defiende una escritura libre del control de la razón y del dominio de la conciencia. Según su concepción, el cuento escapa casi de la voluntad de su creador, mientras que la estatua que forma el cuerpo de Leticia es el resultado de un esfuerzo intencional. Es que su punto de partida es opuesto: Leticia parte de una condición monstruosa impuesta (la parálisis) para crear una obra de arte, mientras que el escritor, sumergido en una vida física normal, tiene que suspender su saber profesional para poder integrar en su obra lo “fuera de la especie”. Por eso los bebés, con sus movimientos incontrolables y sus llantos incesantes, no pueden plasmar la condición del artista: en ellos todo es descontrol y dependencia, no habría ningún espacio de libertad para compensar el doble límite del cuerpo y de la conciencia. Lo monstruoso interesa a la escritura de Cortázar en dialéctica con lo normal. Así se entiende la presencia recurrente de niños enfermos o convalecientes en los cuentos del narrador argentino (Isabel en “Bestiario”, Jorge en Los premios, el narrador de “Los venenos” del libro Final del juego, Luc en “Una flor amarilla”…); pues en su obra la enfermedad se c...