
- 228 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Mariposas para los muertos
Descripción del libro
Los 20.000 lectores que han conocido y seguido a Mei Wang por el Pekín de El ojo de jade, no deberían perderse el nuevo caso de esta moderna detective china.
Es un juego peligroso el de investigar la verdad en una sociedad que aún está poniendo al día los secretos de su pasado...En lo más remoto de China, un activista político encarcelado tras la masacre de Tian'anmen es puesto en libertad y se dirige a la capital del país, donde espera enfrentarse con sus propios demonios. La detective Mei Wang, entretanto, acepta investigar la desaparición de una deslumbrante y joven estrella llamada Kaili. Desde el glamour y la riqueza del Pekín moderno, llegará hasta los viejos callejones –o hutongs– que aún existen en los límites de la ciudad. Allí, Mei no sólo busca a Kaili, sino que también va tras la pista de una delicada «mariposa de papel» que ha descubierto en el apartamento de Kaili. Poco a poco se dará cuenta de que la verdad no siempre nos hace libres...
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Información
Editorial
SiruelaAño
2011ISBN de la versión impresa
9788498412154ISBN del libro electrónico
9788498415926Segunda parte
15
Mei no durmió bien. Fragmentos de las cartas de Lin se infiltraban en sus sueños. A la mañana siguiente se levantó aturdida, y se quedó un rato sentada en la cama, pensando en el pasado.
Ella estaba trabajando en el Ministerio de Seguridad Pública en aquella primavera de 1989, que empezó como cualquier otra primavera. Los sauces llorones reverdecían, las lilas florecían en las riberas. Pasado el largo y frío invierno, las familias se iban a las Montañas del Oeste por la fiesta del Florecer del Melocotonero.
Pero mientras iba haciendo más calor y las magnolias iban llenando el patio del emperador en el Palacio de Verano de níveas flores, ella estaba inquieta. Esperaba con ansiedad las cartas de Ya-ping, su novio desde hacía tres años, que se había ido a vivir a Estados Unidos el verano anterior. Llegaban cada vez con menos frecuencia.
El 15 de abril fue un día caluroso. Lo recordaba porque fue el día en que llamó por teléfono a Ya-ping. Se había ido al Hotel de la Amistad, uno de los pocos lugares de Pekín desde los que se podían hacer llamadas internacionales, y se había gastado en teléfono el sueldo de un mes. Se quedó sentada en el locutorio con las lágrimas rodándole por las mejillas, abrumada de alegría de oír su voz. Decía que esos últimos años de la licenciatura estaban resultando más difíciles de lo que él pensaba, y que tenía que ir a clases suplementarias de inglés; pero prometió escribir pronto. I love you, le dijo en inglés antes de que colgaran.
El 15 de abril de aquel año el antiguo presidente del Partido Comunista, Hu Yaobang, murió de un ataque al corazón. Las noticias habían sorprendido a todo el mundo. En el ministerio hubo revuelo de agentes durante días después de aquello. Mei estaba terminando un programa de un año de prácticas, trabajando horas extraordinarias en la oficina central de relaciones públicas. Su jefe, que más tarde le pediría que fuera su asistente personal, había empezado a esbozar para ella un brillante futuro en el ministerio.
Entonces hubo problemas. Muchos estudiantes de la universidad veían a Hu Yaobang como simpatizante y protector suyo, porque había sido tolerante con las protestas estudiantiles durante su presidencia, y solicitaron asistir a su funeral. Pero también había sido el jefe del partido que gobernaba China, por lo que su funeral era un asunto de Estado. Los estudiantes no estaban invitados.
Llegado el día, el ministerio estaba en tensión. Los rumores de que los estudiantes estaban haciendo una sentada a la puerta del Gran Salón del Pueblo se habían propagado como un incendio. La gente iba deslizándose de despacho en despacho tratando de averiguar lo que estaba pasando. Mei oyó decir que había veinte mil estudiantes sentados en la plaza de Tian’anmen.
Después del trabajo se fue a ver a unos amigos, una pareja joven que vivía en el mismo edificio que ella. Se sentaron los tres ante el televisor con el menú de la cantina del ministerio a ver los sucesos del día.
Por la mañana temprano se habían juntado cuarenta mil estudiantes en una sentada en la zona oeste de la plaza. Voceaban consignas y cantaban. Había banderas rojas en representación de casi todas las instituciones de enseñanza superior de Pekín. En el interior del Gran Salón del Pueblo, el funeral continuaba según lo previsto. Todos los altos cargos estaban allí.
En el exterior, el sol castigaba. Se produjo un tumulto. Se abrió una puerta lateral y salieron algunos empleados del Gran Salón. Los representantes de los estudiantes fueron a su encuentro, y llevaban con ellos una petición portadora de cien mil firmas. Querían hacérsela llegar al gobierno. Los empleados les respondieron que estaban perturbando el orden y les pidieron que se marcharan.
Cuando éstos desaparecieron otra vez en el Gran Salón, los estudiantes volvieron donde sus camaradas. Al poco, tres de ellos salieron de la masa humana y subieron los imponentes escalones de piedra. Se detuvieron en lo alto y se arrodillaron, levantando la petición por encima de sus cabezas.
Mei y sus amigos permanecían en silencio. El locutor dijo que los estudiantes se habían quedado en el sitio cuarenta minutos, sin que nadie se acercara a recoger el pliego.
Esa noche, descansando en su almohada, Mei repasó mentalmente aquellas imágenes: las caras de estudiantes que le resultaban familiares, caras tan jóvenes como la suya propia, el sol fulgurante en las banderas rojas, las tres figuras de rodillas en lo alto de los escalones de piedra blanca. El corazón le dolía.
A los pocos días, los estudiantes se estaban marchando de las clases. Se manifestaron por las calles y fueron a la plaza de Tian’anmen. Allí reclamaron libertad de expresión y democracia. Se estableció una federación de estudiantes universitarios y una delegación formada para promover el diálogo con el gobierno. En poco tiempo se les habían unido obreros, funcionarios, padres y abuelos.
En el ministerio había reunión todos los días y le dijeron a todo el mundo que había llegado la hora de la verdad. Que su futuro iba a estar determinado por lo que decidieran: ¿iban a estar del lado del Pueblo y el Partido, o con los anarquistas? «Es en las crisis donde las auténticas convicciones salen a la luz», gritaba el ministro por el micrófono.
Pero Mei tenía el pensamiento puesto en las calles y en la plaza de Tian’anmen. Se imaginaba a sus amigos manifestándose, pidiendo libertad y democracia. Quería liberarse de los altos muros del Ministerio de Seguridad Pública.
Quedó con Hermana Mayor Hui en una cafetería del barrio en zhongguancun, cerca del que fuera su centro de estudios universitarios, la Universidad de Pekín. Cuando Mei salió de la universidad, Hermana Mayor Hui continuó allí, haciendo estudios de posgrado.
–No vengas, Mei –le advertía Hermana Mayor Hui desde detrás de una lata de leche de coco–. Te guste o no, si te sumas a los estudiantes te van a ver como representante del Ministerio de Seguridad Pública. Algunos te considerarán una heroína, pero otros pueden sospechar que eres una infiltrada. ¿Estás segura de que quieres ser una heroína? Yo desde luego no quiero verme metida en ningún escándalo de espionaje. Además, tenemos partidarios de sobra. Una más no se iba ni a notar –su voz sonaba burlona.
–¿Qué quieres decir?
–Mei, tú eres mi amiga. Cuando me has pedido que quedáramos aquí, he venido, aunque estoy muy ocupada. Cincuenta estudiantes de los nuestros, la mayoría de dieciocho o diecinueve años, están haciendo una huelga de hambre en la plaza de Tian’anmen. Así que te soy sincera. Tú no estás hecha para actos heroicos, y además, no seas ilusa: la mera idea de participar en una acción colectiva, como es la nuestra, te pondría probablemente enferma.
–¿Me estás diciendo que soy una cobarde?
–¡No! Sólo que no te dejas llevar. El hecho mismo de que hayas querido hablar conmigo en lugar de echarte a la calle con un cartel de «La policía apoya a los estudiantes» dice ya mucho de ti. Nunca te has sentido a gusto en los movimientos de masas. Algún día vas a ser más valiente que todos nosotros, pero lo harás a tu modo.
Pasó un camión abarrotado de estudiantes, con una bandera roja al vuelo, iluminada por cuatro caracteres gloriosos: Bei Jing De Xue (Universidad de Pekín). La gente de la calle los saludaba con las manos y gritaba palabras de adhesión. Los ciclistas hacían sonar los timbres.
A Hermana Mayor Hui le brillaron los ojos:
–Esta vez tenemos posibilidades de ganar. Durante días, un millón de personas se ha manifestado alrededor de la plaza de Tian’anmen en apoyo de la huelga de hambre; puede que se haya movilizado el país entero. Ayer, cuando estuve allí, sentí que aquello era de verdad la voluntad del Pueblo. Miraras a donde miraras veías un mar de caras, banderas rojas y pancartas. Estoy segura de que sabes que han ido llegando comunicados de la Central del Partido. En uno se decía que los estudiantes estaban siendo manipulados por antirrevolucionarios, y otro llamaba a todos los miembros del Partido a quedarse del lado del Partido. ¿Que cómo lo sé? Ah, Mei, nosotros tenemos nuestras fuentes... Mis padres tienen miedo. Vieron demasiados horrores en la Revolución Cultural. A mi padre todavía le quedan secuelas de los tiempos del campo de trabajo. Le sigue doliendo la rodilla cada vez que llueve. Pero el que murió en la cárcel fue tu padre.
Mei bajó los ojos. El café se le había enfriado, pero se lo bebió igual. Le supo amargo.
Pero Hermana Mayor Hui se equivocaba en lo de la victoria. Al ejército sólo le llevó una noche despejar la plaza de Tian’anmen. Muchos quedaron muertos o heridos en los hospitales cercanos al paseo de Chang’an. Se declaró la ley marcial en Pekín.
Dos días después, Mei intentó ir en bicicleta al centro de la ciudad. Normalmente atestado y bullicioso, lo encontró notablemente silencioso. No se oían timbres de bicicleta ni llantos de niño. También el color parecía haberse desvanecido. Las calles estaban cubiertas de vehículos quemados, ladrillos rotos, manchas de sangre ennegrecidas y escombros. Ya no había banderas rojas ni jóvenes caras entusiastas con bandas blancas en la frente. Los muros de los edificios de apartamentos estaban picados de agujeros de bala. Soldados con las semiautomáticas preparadas para hacer fuego vigilaban las intersecciones de las calles.
Mei tuvo que pararse en un cruce. Una larga fila de camiones militares cubiertos retumbaba bulevar abajo, los cañones de fusil sobresaliendo por los lados. El miedo la estremeció hasta los huesos. Nunca llegó a...
Índice
- Cubierta
- Prólogo
- Primera parte
- Segunda parte
- Post scríptum
- Notas
- Créditos