Editando genes: recorta, pega y colorea
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Editando genes: recorta, pega y colorea

Las maravillosas herramientas CRISPR

Lluís Montoliu, Ex. Estudi, Laura Morrón, Laura Morrón

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Editando genes: recorta, pega y colorea

Las maravillosas herramientas CRISPR

Lluís Montoliu, Ex. Estudi, Laura Morrón, Laura Morrón

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Laedición genéticaha irrumpido con fuerza tanto en los laboratorios como en la sociedad. En particular desde que aparecieron lasherramientas CRISPR, descubiertas en bacterias por un microbiólogo español, Francis Mojica, de la Universidad de Alicante, hace más de 25 años. Con ellas se han propuesto multitud de aplicaciones en biología, en salud y enbiotecnología, algunas de las cuales plantean dilemas éticos, como su uso en embriones humanos.Este libro pretende aportar información básica y asequible sobre la edición genética y sobre estanovedosa tecnología. Resaltar tanto las ventajas como las limitaciones o problemas no resueltos asociados a este método para ofrecer al lector una visión honesta y realista de lo que podemos esperar de estarevolución tecnológica. Su autor, Lluís Montoliu, es un investigadorpioneroen la utilización, implantación y diseminación de las herramientas de edición genética CRISPR en nuestro país. "La verdadera magnitud de lo que han supuesto las herramientas CRISPR para la edición genética, solo se puede apreciar plenamente bajo el prisma de un relato fehaciente y minucioso, pero también didáctico y ameno, de la mano de un experto que ha vivido esta revolución tecnológica en primera persona". Francisco Juan Martínez Mojica

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Información

Editorial
Next Door
Año
2021
ISBN
9788412255690
Edición
3
Capítulo 1

Introducción a las CRISPR: un regalo de las bacterias

Solemos asociar las bacterias a problemas, a enfermedades, a infecciones, a alimentos podridos o en mal estado. Las bacterias suelen ser las culpables de muchas de las cosas horribles que nos pasan cuando enfermamos. Acostumbran a ser las responsables cuando sufrimos una indigestión, una diarrea, cuando nos sube la fiebre y nos duele la garganta o el oído, cuando se nos enrojece o se nos descama la piel, cuando nos duelen las muelas, atacadas por las bacterias de la caries, o cuando tenemos mal aliento o nuestro sudor huele fatal. En todas estas situaciones (que también pueden estar causadas por hongos o por virus), siempre acudimos al médico (o, erróneamente, nos automedicamos) para que nos recete un antibiótico, un medicamento especialmente diseñado para combatir y eliminar las bacterias. Y nos alegramos cuando la droga hace su efecto (si el problema estaba causado por bacterias) y, tras unos pocos días de tratamiento disciplinado, retornamos a nuestro estado normal, saludable. Hasta la próxima vez que enfermemos.
Pero las bacterias también pueden ser útiles. Viven en nuestro cuerpo, fundamentalmente en el intestino, y colaboran en la digestión y procesamiento de lo que comemos. Forman la denominada «microbiota», a la que cada vez se asocian más funciones y que cada vez parece tener más influencia en nuestro estado de salud y hasta anímico. También consumimos bacterias a millones cada vez que degustamos un yogur, una cuajada o un queso, cuya transformación desde la leche original ha sido propiciada por diferentes tipos de estos microorganismos. Y cuando comemos embutidos o verduras fermentadas, como las aceitunas en salmuera o los pepinillos encurtidos.
Además de habitar en nuestro cuerpo y ayudar a producir estos alimentos fermentados habituales, también pueden ser útiles en biología, en investigación científica. Las bacterias, y sus primas lejanas las arqueas, muchas de las cuales viven en ambientes muy extremos (salinas, fuentes termales, fosas marinas…), son unos microorganismos que denominamos «procariotas» porque carecen de un verdadero núcleo estructurado en el interior de sus células, en contraposición al resto de organismos formados por células con núcleo (donde se encuentra la mayor parte del material genético del organismo) y denominados «eucariotas», que significa que tienen un núcleo definido. Nosotros, los humanos, somos organismos pluricelulares eucariotas, como también lo son el resto de los animales y plantas. También existen microorganismos unicelulares eucariotas, como las levaduras que usamos para fermentar el pan, el vino o la cerveza, o los parásitos que causan la malaria.
Las bacterias llevan muchos más años que nosotros sobre la Tierra, miles de millones de años. Se cree que las bacterias más antiguas existirían desde hace 3500 millones de años, mientras que los humanos apenas llevamos un millón de años por aquí. Teniendo en cuenta que la edad de nuestro planeta se calcula en unos 4500 millones de años, las bacterias han poblado la Tierra durante más de las tres cuartas partes de su historia. Se suele decir, no sin razón, que colonizaron la Tierra mucho antes que nosotros y, si alguna vez nos extinguimos como especie, ellas seguirán existiendo tras nuestra desaparición.
Las bacterias y las arqueas, a pesar de ser microorganismos muy distintos y evolutivamente muy alejados, comparten esa característica carencia de núcleo que las identifica a ambas como procariotas, aunque frecuentemente se alude a todas ellas como «bacterias», sin más. Sin embargo, hay que recordar que las arqueas no son bacterias.
Ambas llevan tanto tiempo sobre nuestro planeta que han tenido la oportunidad de inventar casi cualquier función para hacer frente a casi cualquier necesidad vital a la que tuvieran que enfrentarse. Por eso hay bacterias y arqueas en ambientes inhóspitos, inhabitables, en los que ningún otro ser vivo puede sobrevivir: en las fosas marinas, soportando presiones colosales; en las fuentes termales, con temperaturas próximas a la ebullición del agua; en las salinas, con una salinidad ambiental insufrible para cualquier otro organismo; en nuestros estómagos, bañadas en soluciones muy ácidas; conviviendo con emisiones radioactivas; en ambientes sin oxígeno y en presencia de gases que son mortales para el resto de organismos, entre otros ambientes extraños.
En su versatilidad, en su capacidad para adaptarse a casi cualquier entorno, es donde esconden las bacterias y las arqueas su fuerza y su resistencia. Por eso, siempre que nosotros, los aparentemente organismos «superiores» eucariotas (pero limitados en tantas funciones), hemos tenido algún problema o hemos tenido que desarrollar alguna herramienta o proceso para investigar los seres vivos, hemos acudido y llamado a la puerta de los procariotas, seguros de que encontraríamos alguna bacteria o alguna arquea que habría inventado esa herramienta o proceso que pudiéramos aprovechar.
Así sucedió con las enzimas de restricción, proteínas que cortan el ADN en secuencias específicas, de pocas letras, y que fueron esenciales para la explosión de las técnicas de ingeniería genética que aparecieron en los años setenta. También aprendimos de las bacterias, a principios de los años noventa, cómo encender y apagar el funcionamiento de los genes, con los sistemas inducibles de expresión génica basados en el sistema de la tetraciclina. En este caso, los investigadores aprovecharon la existencia en bacterias de un conjunto de genes que se expresan coordinadamente, dentro de lo que se denomina un «operón», para permitir el crecimiento de la bacteria en presencia de este antibiótico, que habitualmente acaba con las bacterias que no tienen este operón, y que solo se activan cuando la bacteria detecta la presencia de la tetraciclina en el medio. También aprendimos, con herramientas derivadas de las bacterias, a identificar fácilmente las células que expresaban un gen, usando otros genes de bacterias como chivatos o indicadores.
De cara a una mejor comprensión del libro, te invito a hacer un repaso de la genética y de cómo funcionan los procesos básicos del flujo de información genética desde el ADN a las proteínas, pasando por las moléculas intermediarias llamadas ARN.
Recordemos primero lo que nos enseñó un fraile agustino llamado Gregor Mendel a finales del siglo XIX mientras cruzaba diferentes variedades de guisantes en un convento de Brno (hoy en la República Checa). Mendel investigó qué ocurría al cruzar plantas de guisantes de frutos amarillos y verdes, o plantas que producían granos lisos y rugosos, en sus diversas combinaciones, hasta percatarse de determinados patrones, predecibles, que se repetían en los cruces en función de las plantas que se elegían como progenitoras. Al color o la forma de los guisantes los llamó «caracteres» y a lo que debía transmitirse entre generaciones, de plantas parentales a sus descendientes, lo llamó «elementos». Hoy en día sabemos que en realidad Mendel estaba descubriendo las bases de la herencia genética y cómo determinados genes podían tener diferentes variantes, lo que hoy llamamos «alelos». El gen que codifica la proteína que determina el color del guisante tiene un alelo que determina el color amarillo y otro distinto que conduce a que los granos sean verdes. Un mismo gen, dos alelos distintos. Lo mismo con la forma del grano, otro gen con dos alelos: liso y rugoso.
Mendel observó que siempre que cruzaba guisantes verdes con amarillos, todos sus descendientes eran amarillos. Y si cruzaba los guisantes amarillos de esta primera generación entre sí, entonces, en la siguiente generación, volvía a obtener guisantes verdes, aunque la mayoría seguían siendo amarillos, exactamente las tres cuartas partes. Invariablemente, en esta segunda generación aparecían de nuevo solo un cuarto de guisantes verdes. Había pues caracteres «dominantes» (el amarillo), que aparecían con más frecuencia, y otros «recesivos» (el verde), cuya aparición era minoritaria.
En realidad, Mendel estaba descubriendo que cada uno de nuestros genes (también los del guisante) tiene dos copias, la que heredamos del padre y la que recibimos de la madre. Dado que de cada gen hay múltiples variantes (alelos), el carácter que manifestaremos dependerá de las dos copias heredadas. Si estas copias son iguales, entonces mostraremos el carácter que corresponde a esa copia. En los guisantes, si hereda dos alelos amarillos, el guisante es amarillo. Si hereda dos alelos verdes, el guisante es verde. Hablamos en estos casos de una situación de homocigosis, dado que los alelos son idénticos, y a los individuos portadores de estos alelos idénticos los llamamos homocigotos.
Si por el contrario se heredan alelos distintos, entonces es un caso de heterocigosis y los individuos portadores se denominan heterocigotos. En el caso de los guisantes, si los alelos del gen que determina el color son distintos, el color dependerá de cuál de los alelos es el dominante. Dado que el color mayoritario del resultado de los cruces de Mendel era el amarillo, era lógico suponer que este color era el dominante. Podemos deducir que cuando coinciden dos alelos distintos, verde y amarillo, el color que se muestra es el que corresponde al alelo dominante, el amarillo. Al cruzar estos guisantes amarillos heterocigotos, externamente de color amarillo uniforme, pero internamente con alelos distintos, uno verde y otro amarillo, estos se distribuyen al azar entre la descendencia. Cada una de las plantas parentales tiene un 50 % de probabilidad de pasar a su descendencia el alelo verde o el amarillo. Matemáticamente, podemos predecir que en un 25 % de los casos habrá guisantes que hereden los dos alelos amarillos (y serán amarillos) y otro 25 % de casos que hereden los dos alelos verdes (y serán verdes). El 50 % restante heredará un alelo verde y otro amarillo (y serán amarillos, como sus padres). Sumando los amarillos obtenemos un 75 %, mientras que los verdes representan el 25 %, la cuarta parte que se indicaba anteriormente.
Si seleccionamos los guisantes amarillos heterocigotos y los cruzamos con guisantes verdes (que solo pueden ser homocigotos), entonces los guisantes resultantes serán amarillos o verdes al 50 %. En otras palabras, un individuo heterocigoto traslada a su descendencia cada uno de sus dos alelos distintos al 50 %.
Creo que la figura 1.1 te ayudará a comprender mejor este fenómeno.
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Figura 1.1. Experimentos de Mendel con guisantes. Izquierda: el cruce de dos variedades puras homocigotas de guisantes (amarilla y verde; clara y oscura en la figura) da lugar al 100 % de individuos heterocigotos idénticos en la primera generación (todos amarillos), dado que el alelo amarillo (A) es dominante sobre el alelo verde (a), que es recesivo. El cruce de estos individuos entre sí da lugar a una segregación de los dos alelos y vuelven a aparecer guisantes con los dos colores en proporciones definidas. Derecha: el cruce de un guisante heterocigoto amarillo (Aa) con un homocigoto verde (aa) da lugar a guisantes amarillos y verdes al 50 % en la siguiente generación. Gráfico: Lluís Montoliu
Estas observaciones, que Mendel publicó en 1865, no fueron redescubiertas y valoradas en su justa medida hasta finales del siglo XIX, cuando él ya había fallecido, y hoy se conocen como las leyes de Mendel de la herencia genética. La primera ley dice que cuando se cruzan dos variedades puras pero distintas (homocigotas para un carácter determinado), todos sus descendientes son iguales (aunque internamente sean heterocigotos, portadores de dos alelos distintos, solo que uno de ellos es dominante sobre el otro). La segunda ley se extiende sobre la primera y dice que cuando se cruzan los individuos de la primera generación resultado del cruce de variedades distintas, entonces en la siguiente generación vuelven a aparecer los dos caracteres parentales, de lo que se deduce que hay caracteres recesivos que están presentes internamente en esa generación intermedia y que solo vuelven a manifestarse en la siguiente generación cuando se encuentran de nuevo en homocigosis. Esos guisantes amarillos de la primera generación, aunque externamente sean idénticos al progenitor amarillo, internamente no lo son, pues son portadores de un alelo amarillo (dominante) y otro verde (recesivo). Este último no lo vemos, pero sigue estando ahí.
Hay que decir que Mendel tuvo la fortuna (o, mejor dicho, la serendipia, como comentaba en el prefacio de este libro) de seleccionar caracteres (color y forma de los guisantes...

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