H. A. Murena. El error de escribir
Empecé a leer la poesía de H.A. Murena en los años noventa, en medio de un clima cultural que celebraba modas un tanto horripilantes. El deslumbramiento fue instantáneo. Busqué sus libros, todos inconseguibles, y los leí de un modo espasmódico, a medida que me los agenciaba. ¿De dónde salía este poeta? ¿A qué tradición se afiliaba? ¿Por qué se lo conocía tan mal?
Es cierto que El pecado original de América (Editorial Sur, Buenos Aires 1954), ese ensayo suyo que dialoga majestuosamente con los pensadores más lúcidos del continente (Rodó, Vasconcelos, Henríquez Ureña, Mariátegui, Martínez Estrada), tuvo un éxito inmediato. También, que sus otros ensayos, e inclusive algunas de sus novelas, recibieron algo de atención. Pero, en cambio, sus poemas siguen estando ausentes hoy de las librerías, del canon universitario, e incluso, a excepción de algunos pocos textos, de la crítica literaria.
Como poeta, hay que decirlo, Murena es un fulgor difícil. En sus libros conviven improbablemente el asentimiento y la insumisión. Podría, incluso, hablarse de intransigencia musical, pero eso, sin ser falso, resultaría insuficiente. Sus poemas, del primero al último libro, son objetos solitarios, cajas de resonancia irregular, tramas donde se enlazan, por un instante, conceptos metafísicos con imágenes líricas para dar paso a pequeños silencios que, a su vez, dan paso a otras frases u otros silencios.
Alusivos, reticentes, desconfiados: en ellos se suceden preguntas que nadie responde, paisajes mentales, alabanzas formuladas por un yo que bien podría ser nadie. O bien, se dice «la alegría más alta», la de una pérdida sagrada y sus delicias.
Ruido, escribió Murena, es lo que hacen los que no oyen. En esa frase extraordinaria conviven muchas cosas: un anatema contra el infierno sonoro de la cultura de masas, sí, pero también un álgido llamado a oír lo que Henri Bremond, en su libro Plegaria y Poesía, llamó «el vacío viviente»:
Hombre, calla, escucha.
La sabiduría es receptiva.
o
Yo
me desnudo
para recibir
al monarca
desconocido.
Oír, recibir, desnudar: tres verbos femeninos le sirven a Murena para postular al conocimiento como don y a la acción de la quietud como camino. Sobre esta tríada trabaja, cada vez más concentrado, más ligero de equipaje, sin que nada lo distraiga, menos que menos los presuntos deberes de la pertenencia y la contemporaneidad:
Para que los pájaros
vinieran a comer
de mi mano años
permanecí inmóvil.
En esta erótica quietista, perpleja y fundamental, los poemas avanzan (de retroceso en retroceso) hacia un despojamiento gradual que mezcla la mesura verbal y la gravedad del ritmo, sin perder nunca la fidelidad a los movimientos del espíritu.
De libro a libro, quiero decir, Murena alcanza, con gracia y con saña, su «estilo tardío», ese momento único en el cual, según Edward Said, los artistas, ya en plena posesión de su instrumento, establecen con el status quo una relación contradictoria y alienada. No estamos aquí en presencia de una hecatombe lingüística, al modo pizarnikiano, en la cual la obra se vuelve, al final, más caprichosa y excéntrica, sino de la asunción plena de un estilo peliagudo, airosamente sordo a cualquier tipo de mandatos.
De todos sus libros de poemas, El águila que desaparece (1975), que publicó un mes antes de morir, es sin duda el más extremo. Ahí las tentativas esbozadas en los libros previos se acentúan hasta que no quedan, sobre la página, más que huellas, ínfimos resabios del viaje aéreo del poema. Un fragmento o simulacro de frase ha sido escandido en poquísimos versos. A veces, esos versos constan de una sola palabra, o de una sola sílaba o una sola letra, alzando catedrales de sentido con nada. Esa nada, claro, está llena de esqueletos luminosos donde brillan el exilio, el aislamiento, el canto extemporáneo de las aves, el color azul, las diferentes clases de otoño y el resplandor de lo invisible. A ese anacronismo, Murena lo apuesta todo, sin atenuantes.
Ninguna hojarasca. Los poemas, delgadísimos, se yerguen sin sostén. Faltan los verbos, los conectores, los desvíos retóricos, los adornos. La proposiciones fluyen en cascada, concisas y retardatarias, provocando saltos de sentido. O, como diría Luis Thonis, «estamos ante esa voz lenta, escalonada, sincopada, que encadena efectos de silepsis y tensión metafórica»:
Diálogo somos
entre una corza
oscura
y el secreto
claro.
Como ocurre en los poemas de Celan o de Rilke, los versos quedan colgando del vacío, como esquirlas del pensamiento. Cualquier resolución es aparente. Cualquier corolario engañoso. Cada verso niega, completa y complejiza al anterior, abre y cierra, duda y guía, expone los opuestos y, en esos opuestos, ve una nueva puerta que vuelve a exigir y la aquiescencia.
En las antípodas del barroco, de la «charla nociva» y del coloquialismo, la voz de Murena encuentra su «música encerrada». O, como diría Jorge Guillén: su poesía pura, hecha de notas blancas, abstractas, minimalistas. Sin delirio ni autoindulgencia, sin sentimentalismo ni exuberancia, las palabras parecen enhebrarse en una estructura silogística que, simulando el razonamiento, en realidad lo perturban, dejando que las hipótesis y los corolarios actúen por separado, como epifanía y vibración. El resultado es una escritura cifrada, una impresionante voz muda que declara, una y otra vez, en axiomas alucinantes, la persistencia del enigma.
Dicen los poemas:
Por sencillez
lo oculto
actúa
Que se entienda
esta dicha terrible
que es cualquier barco
hacia todo naufragio.
Córtanos las alas
para que aprendamos
a volar definitivamente
Desde tu muerte
desciende
la vida
hacia tu nacimiento.
El camino es uno solo
y está
donde no lo buscamos.
Aquel que tiene fe, no cree en nada.
Dios está allí
donde uno lo encuentra.
Son versos que circulan, reflexionan, vuelven a empezar. Y hasta podrían, sin alejarse de la vía negativa, desembocar, si les interesara, en una teoría sobre el arte.
No siempre, sin embargo, el secreto fue tan claro. Desde La vida nueva (1951) hasta El águila que desaparece (1975) el arco se tensa, la gramática también: el exceso de metáforas, los resabios modernistas, la propensión a la narrativa y a la adjetivación, son dejados de lado en pos de una dicción más breve, más cercana al salmo y a la ascesis.
Así, sus libros, sin admitir jamás el tono admonitorio, trazan una elipsis que va de la psiquis al viaje iniciático, de lo mundano a la plegaria, de la herida a un esplendor todavía más alto, más triste, más sabio.
Publicado en 1972, apenas tres años antes que El águila que desaparece, y dedicado como este a Sara Gallardo, también F.G., un bárbaro entre la belleza es un libro decisivo, aunque por otros motivos. En primer lugar, a F.G., su único heterónimo, le hace confesar algo esencial: que siente vergüenza cuando no escribe poesía y que, cuando lo hace, siente vergüenza de no haberse dedicado a la música. En segundo lugar, lo utiliza como ardid –Nabokov hizo lo mismo en Pálido Fuego (1962)– para levantar, en torno a su propia obra, una empalizada contra el mortífero medio literario.
¿Quién es F.G., además de un «intruso» o un «bárbaro»? El seudónimo de Flavio Gómez y acaso un doble del autor que, se recordará, también usaba iniciales (H.A., por Héctor Álvarez) y seudónimo (Murena).
Habitante desencajado de este, centro solitario de un círculo solitario, F.G. se vuelve así arquetipo de ese remoto apasionamiento que es el poeta, asumiendo su asimetría, su respiración y su angustia. Es también el que anota, en un Cuaderno de tapas negras, ideas que servirán para aclarar los «aspectos herméticos» de los textos.
Mezcla de poemas y morelliana, compuesto de epifanías y apuntes dispares, este libro es varias cosas a la vez. En primer lugar, sin duda, una autobiografía mental de quien sabe que la poesía, en tanto imago ignota y operación capaz de hacer ver el vacío, exige gran sutileza por parte de quien pretenda aprehenderla (se corre el riesgo de disolverla en conocimiento). En segundo lugar, una visita guiada por el infierno de ese supuesto otro que es el yo. Pero es también, sobre todo, un furioso alegato disfrazado. En él, Murena polemiza con sus fantasmas y con sus detractores. Sus axiomas son estallidos, provocaciones: la muerte –escribe– constituye el «éxtasis más hondo de la existencia» y, por ende, el único logos posible. O bien critica las formas que, como cupiditas amedrentada, embalsaman lo vivo. El verdadero arte, afirma, «devuelve la angustia / a la boca de los hombres».
Una tras otra, las ideas se engarzan, maquinan para criticar la razón y la fe dogmáticas, que son parásitos, miedo a lo salvaje de la vida, intentos de ocultar que todo lo creado, siempre, es nuncio de una Ausencia.
En otras palabras, el Cuaderno de tapas negras es, en sí mismo, un caldero filosofal que postula y refuerza la importancia de la nigredo hacia la gran alquimia interior. La semilla del arte, nos dice F.G. citado por Murena, debe soterrarse, expatriarse respecto a lo público para internarse en el alma, la morada esotérica y, desde allí, descubrir lo ilusorio de nosotros mismos, religar lo roto, descubrir que la vida no es más que una rebelión contra esa unidad de la que brota.
Esta es la noche oscura de Murena: su saber negativo y su percepción de un no saber superior. Al menos, uno de sus tramos más abruptamente lúcidos, que complementan, sin duda, el libro de ensayos La metáfora y lo sagrado y el de entrevistas con D.J. Vogelman, El secreto claro.
Me falta algo. Dice F.G. en el poema «Acerca de la fatalidad»:
De espaldas a la realidad
desde hace veinticinco años
reescribo la historia
de la certidumbre y la duda.
Y luego agrega en el Cuaderno de tapas negras: «La crítica a quienes escriben de espaldas a la realidad proviene de literatos débiles que sale...