¡Viven!
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¡Viven!

El triunfo del espíritu humano

Piers Paul Read

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El triunfo del espíritu humano

Piers Paul Read

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Bestseller #1 de The New York Times: La verdadera historia de un equipo de rugby que recurre a lo inimaginable cuando su avión se estrella en los Andes. Reinaba el buen ánimo cuando el Fairchild F-227 despegó desde Mendoza, Argentina, con rumbo a Santiago, Chile. Había cuarenta y cinco pasajeros a bordo, entre ellos un equipo de rugby amateur uruguayo y los amigos y parientes de los jugadores. El cielo estaba despejado ese viernes 13 de octubre de 1972 y, a las 15: 30 de la tarde, el piloto del Fairchild anunció que se encontraban a 15.000 pies de altura. Sin embargo, un minuto después, la torre de control de Santiago perdió todo contacto con la aeronave. Chilenos, uruguayos y argentinos buscaron el avión durante ocho días pero había nevado con intensidad sobre los Andes y las posibilidades de encontrar los restos eran escasas. Diez semanas más tarde, un campesino vio a dos hombres con aspecto harapiento haciendo señas, desesperados, desde el otro lado de un río. Les tiró un pedazo de papel y un bolígrafo envueltos en un pañuelo y los hombres enseguida le devolvieron una nota que leía: "Venimos de un avión que cayó en las montañas". Dieciséis pasajeros sobrevivieron. Acamparon en el fuselaje del avión en medio de la naturaleza gélida de los Andes, donde soportaron temperaturas heladas, peligrosas lesiones, una avalancha, y hambre extrema. Cuando comenzaron a acabarse las escasas provisiones de alimento y, luego de oír en la radio que habían logrado armar, que los equipos de rescate habían cesado su búsqueda, las esperanzas de los pasajeros se empezaron a desvanecer. Con el fin de salvar sus propias vidas, estos tuvieron que no sólo mantener la fe, sino que también debieron tomar una imposible decisión: comer o no la carne de sus amigos que habían muerto. Una historia de resiliencia, determinación, y el espíritu humano, ¡ Viven! es un relato conmovedor de una historia de supervivencia desgarradora.

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Información

Año
2017
ISBN
9781504042895
QUINTA PARTE
1
El decimoséptimo día, 29 de octubre, transcurrió bastante bien para los atrapados en el Fairchild. Todavía pasaban frío y estaban mojados, sucios y hambrientos, y algunos de ellos padecían grandes dolores, pero en los últimos días el orden se había impuesto al caos. Los distintos equipos de cortar, cocinar, derretir nieve y limpiar el interior del avión trabajaban en completa armonía y los heridos dormían con un poco más de comodidad en las hamacas suspendidas. Y lo que aún era más importante: habían seleccionado a los más idóneos para formar un equipo de expedicionarios que atravesarían los Andes en busca de ayuda. Reinaba el optimismo entre ellos.
Comían a mediodía. Hacia las cuatro y media de la tarde el sol se ocultaba tras las montañas del oeste e, inmediatamente, el frío se hacía insoportable. Se alineaban en grupos de dos, según el orden en que ocuparían sus sitios para dormir. Juan Carlos Menéndez, Pancho Delgado, Roque el mecánico y Numa Turcatti entraron los últimos, pues les tocaba el turno de dormir junto a la entrada.
Los chicos, a medida que iban entrando, se quitaban los zapatos y los colocaban en la red de equipaje de mano situada en el lado derecho. Habían decidido adoptar esta regla aquel mismo día con el fin de no mojar las almohadas y mantas. Luego entraban en el avión y ocupaban las plazas que tenían asignadas.
Aunque solamente era media tarde, algunos cerraban los ojos y trataban de dormir. Vizintín casi no había conciliado el sueño la noche anterior y estaba dispuesto a dormir esta vez lo más caliente y cómodo posible. Le habían permitido conservar los zapatos puestos, ya que en la litera estaba más expuesto al frío. Soplaba un viento fuerte en el exterior y el aire frío penetraba por todos los agujeros del avión. Se las había arreglado para conseguir gran cantidad de almohadones y mantas (las fundas de los asientos que habían unido cosiéndolas), y se cubrió todo el cuerpo con ellas, incluida la cabeza.
Carlitos Páez rezó el rosario en voz baja y algunos muchachos hablaban quedamente entre ellos. Gustavo Nicolich le decía a Roy Harley que tenía la esperanza de que, si moría, alguien entregaría a su novia la carta que le había escrito.
—Y si todos morimos—le seguía diciendo—, puede que alguien encuentre los restos junto con la carta y se la entreguen. La echo mucho de menos y me siento fatal porque no la he tratado como se merece. Y a su madre tampoco.—Hizo una pausa y luego añadió—: Hay tantas cosas de las que uno se arrepiente … Espero tener la ocasión de corregirlas.
La oscuridad aumentaba rápidamente; algunos dormitaban y su respiración se hizo más regular, lo que invitaba a los demás a dormir. Canessa continuó despierto, tratando de comunicarse telepáticamente con su madre en Montevideo. Tenía una vivida imagen de ella en su mente y repetía una y otra vez en susurros inaudibles para sus compañeros: «Mamá, estoy vivo, estoy vivo, estoy vivo …». Poco después se quedó dormido.
El silencio se había adueñado del interior del avión, pero Diego Storm no podía dormir debido a una dolorosa llaga que tenía en la espalda. Estaba acostado en el suelo entre Javier Methol y Carlitos Páez, y cuanto más tiempo pasaba en esta incómoda posición, más se convencía de que se encontraría mejor si se cambiaba de lugar. Alzó la mirada y vio que Roy Harley todavía estaba despierto, así que le preguntó si le importaba cambiarse con él de sitio. Roy dijo que no y se levantaron y se cambiaron, pasando uno por encima del otro.
Roy ya estaba acostado en el suelo, con el rostro cubierto por una camisa y pensando en lo que Nicolich había comentado, cuando sintió una tenue vibración y, un instante más tarde, oyó el ruido de metal al chocar contra el suelo. Este ruido lo hizo saltar para incorporarse y, al hacerlo, se encontró medio asfixiado por la nieve: le llegaba hasta la cintura, y cuando se apartó la camisa del rostro lo que vio lo dejó aterrado. El avión estaba prácticamente lleno de nieve. La barrera de la entrada había sido derribada y cubierta de nieve, y las mantas, almohadones y cuerpos que cubrían el suelo habían desaparecido. Roy se volvió a toda prisa hacia la derecha, apartando la nieve en busca de Carlitos, que dormía en aquel lugar. Le descubrió la cara y luego el torso, pero aun así Carlitos no podía liberarse. Al aposentarse la nieve se oyó un crujido e inmediatamente se formó una capa de hielo en su superficie a causa del intenso frío.
Roy abandonó a Carlitos porque vio las manos de otros que asomaban en la superficie de la nieve. Estaba desesperado; parecía que era el único que podía acudir en ayuda de los demás. Liberó a Canessa y se dirigió después a la parte delantera del avión, de donde sacó a Fito Strauch, pero transcurrían los minutos y la mayoría de los chicos seguían enterrados. Arriba, desde las hamacas, Vizintín había comenzado a excavar en la nieve, pero Echavarren no se podía mover, y Nogueira, aunque libre, estaba paralizado por el miedo.
Roy reptó como pudo hacia la entrada y salió por el pequeño agujero que había quedado, con la intención de, sacar la nieve por el mismo lugar por donde había entrado, pero en seguida se dio cuenta de que lo que pretendía hacer era imposible, por lo que volvió a arrastrarse hacia adentro. Vio que Fito Strauch, Canessa, Páez y Moncho Sabella estaban libres y cavando.
Fito Strauch charlaba con Coche Inciarte cuando el alud cayó sobre ellos. Se dio cuenta de inmediato de lo que había sucedido y luchó para zafarse de la presión que ejercía la nieve, pero fue incapaz de mover un solo centímetro cualquier parte de su cuerpo en ninguna dirección. Se relajó y pensó con resignación que había llegado su última hora; aunque lograra escapar, podría ser el único que lo consiguiera, y quizás fuera preferible morir que sobrevivir en solitario, aislado en medio de los Andes. En ese momento oyó voces y Roy Harley lo agarró de la mano. Mientras Roy avanzaba hacia su rostro, Fito dijo a su primo Eduardo, a través de un agujero que los comunicaba, que conservara la calma, respirase pausadamente, y que llamara a Marcelo. Poco después, al notar un agudo dolor en el dedo gordo del pie, comprendió que Inciarte lo había mordido. También él estaba vivo.
Fito consiguió liberarse. Eduardo salió por el mismo lugar, e Inciarte, después de cavar un pequeño túnel, apareció seguido de Daniel Fernández y Bobby François. Inmediatamente se pusieron a escarbar en la apretada nieve todos juntos, con las manos desnudas, buscando a Marcelo en primer lugar. Cuando descubrieron su rostro, vieron que ya estaba muerto.
Fito se dedicó desde ese momento a trabajar con firmeza en busca de los vivos. También organizó a los demás que, asustados, no sabían lo que estaban haciendo. Incluso cuando una punzada en el costado le obligaba a descansar, continuaba dirigiendo a los otros grupos, para evitar que la nieve que sacaban de un hoyo no la tiraran en otro que estuvieran cavando al lado.
Parrado dormía hacia el centro del avión con Liliana Methol a su izquierda y Daniel Maspons a la derecha. No oyó ni vio nada, pero de repente se encontró enterrado y paralizado por la pesada y fría nieve. No podía respirar, pero recordó que había leído en The Reader’s Digest que era posible vivir bajo la nieve, así que intentó respirar poco a poco. Continuó así durante unos minutos, pero el peso que le oprimía el pecho llegó a ser insoportable, comprendió que iba a desmayarse y también que moriría pronto. No se acordó de Dios ni de su familia, sino que pensó para sí mismo: «Muy bien, me estoy muriendo.» Y justo en ese momento, cuando tenía los pulmones a punto de estallar, apartaron la nieve que le cubría la cara.
Coche Inciarte había visto la avalancha y luego la oyó. Fue un estruendo seguido de un silencio. Estaba inmovilizado, con un metro de nieve encima y el dedo gordo del pie de Fito pegado a su cara. Lo mordió. Era la única forma de averiguar si Fito estaba vivo o de hacerle saber que él lo estaba. El dedo se movió.
La nieve se aplastó encima de él y su peso le hizo orinar. No podía respirar ni moverse. Esperó y poco después sintió que el dedo se apartaba de su rostro. Luchó contra la nieve y finalmente se deslizó por el mismo túnel.
Carlitos Páez había sido desenterrado hasta la cintura, pero no pudo moverse hasta que Fito, una vez estuvo libre, retiró la nieve que le cubría las piernas. Cuando consiguió hacerlo, comenzó a buscar a sus amigos Nicolich y Storm, pero se le congelaban las manos cuando escarbaba. Rápidamente se las calentaba con el encendedor de gas y continuaba, pero cuando encontró a Nicolich y le tomó de la mano, la encontró fría, lánguida, y no devolvía sus apretones.
No había tiempo para lamentarse. Carlitos no se detuvo. Retiró la nieve del rostro de Zerbino y luego libró a Parrado. Cuando se volvió y empezó a desenterrar a Diego Storm, la nieve que sacaba caía de nuevo encima de Parrado, por lo que éste se puso a maldecirlo. Trabajó con más cuidado, pero todo fue en vano. Cuando llegó hasta él, Diego estaba muerto.
Para Canessa, la avalancha fue como el flash de magnesio de una vieja cámara fotográfica. También quedó enterrado, aprisionado y asfixiándose, pero, como le había ocurrido a Parrado, lo dominó menos el pánico que la curiosidad. «Bien—pensó—, hasta aquí he llegado y ahora voy a saber qué es la muerte. Por lo menos me enteraré de todas esas ideas abstractas sobre Dios, el Purgatorio, el Cielo o el Infierno. Siempre me había preguntado cómo terminaría la historia de mi vida. Bueno, pues aquí estoy en el último capítulo.» Cuando el libro estaba a punto de cerrarse, una mano lo tocó, se asió a ella, y Roy Harley abrió un túnel para hacerle llegar aire a sus pulmones.
En cuanto pudo moverse Canessa buscó a Daniel Maspons. Encontró a su amigo estirado, como si durmiera, pero estaba muerto.
En la nieve que cubría a Zerbino se había formado una pequeña cavidad, lo que le permitió respirar durante varios minutos. Igual que Canessa y Parrado, no rezó a Dios ni se arrepintió de sus pecados, y aunque su mente conservaba la calma, su cuerpo no se resignaba a morir. Había alzado un brazo en el mismo momento en que se precipitó el alud, y con gran esfuerzo consiguió abrir una grieta en la nieve a través de la cual llegaba aire a sus pulmones.
Por encima de él oyó la áspera voz de Carlitos Páez gritando:
—¿Eres tú, Gustavo?
—¡Sí!—gritó Zerbino.
—¿Gustavo Nicolich?
—No. Gustavo Zerbino.
Carlitos se fue. Más tarde, llegó otra voz hasta él.
—¿Te encuentras bien?
—Sí, estoy bien—contestó Zerbino—. Salva a otro.
Y se dispuso a esperar en su tumba hasta que los otros tuvieran tiempo de rescatarlo.
Roque y Menéndez murieron al derrumbarse la barrera, pero parte de ella salvó la vida de los otros dos que dormían junto a ella. Numa Turcatti y Pancho Delgado quedaron atrapados bajo la puerta ahuecada que había sido la de la salida de emergencia del avión y que formaba parte de la barrera, de modo que tuvieron suficiente aire para respirar bajo su superficie cóncava. Estuvieron así probablemente unos seis o siete minutos. Hicieron ruido, de todas formas, y entonces Inciarte y Zerbino acudieron en su ayuda.
La nieve allí, en la parte trasera del avión, era muy profunda, e Inciarte le pidió a Arturo Nogueira, que los estaba observando desde su litera coltante, que los ayudara. Nogueira ni se movió ni dijo nada. Permanecía allí como en trance.
Pedro Algorta, todavía enterrado en la nieve, sólo disponía del aire que contenían sus pulmones. Se sentía cerca de la muerte, y el conocimiento de que después de muerto su cuerpo ayudaría a sobrevivir a los demás, lo dejó sumido en una especie de éxtasis. Era como si ya se encontrara en las puertas del Cielo. Entonces desapareció la nieve de su rostro.
Javier Methol fue capaz de dejar fuera de la nieve una de sus manos, pero cuando trataron de sacarlo gritó a los chicos que liberasen a Liliana en su lugar. Javier podía tocar a su esposa con los pies y temía que pudiera estar asfixiándose, pero nada podía hacer por ella.
—Liliana—le gritaba—. ¡Haz un esfuerzo! Aguanta. ¡Te sacaré de aquí!
Sabía que podía vivir durante un minuto o dos sin aire, pero el peso de los chicos que cavaban alrededor de él estaba aplastado la nieve que la cubría. Por otra parte, el instinto les llevaba a ayudar primero a sus amigos y luego a quienes tenían las manos fuera. Inevitablemente, habían dejado para el final a los que, como Javier, podían respirar, y a los que, como Liliana, se encontraban ocultos por completo. Javier continuaba gritándole a su esposa, rogándole que resistiese, que tuviera fe y que respirara lentamente. Por fin, Zerbino lo libró y, juntos, comenzaron a buscar a Liliana. Estaba muerta cuando la encontraron. Javier cayó desesperado encima de la nieve, llorando, abrumado por el dolor. El único consuelo que le quedaba era su convicción de que ella, que tanto amor y comprensión le había ofrecido aquí en la tierra, estaría ahora cuidando de él desde el Cielo.
Javier no era el único afligido por el dolor, pues los que se habían salvado, una vez reunidos en el pequeño espacio que quedaba entre el techo y el suelo cubierto de nieve del avión, supieron que algunos de sus más queridos amigos estaban muertos y enterrados debajo de donde ellos se encontraban. Marcelo Pérez estaba muerto. También Carlos Roque y Juan Carlos Menéndez, aplastados bajo la barrera de la entrada; Enrique Platero, cuya herida del estómago había cicatrizado por fin; Gustavo Nicolich, que con su valentía, después de la noticia del cese de la búsqueda, los había salvado de la desesperación; Daniel Maspons, el amigo íntimo de Canessa, y Diego Storm, otro de la «banda». Ocho habían muerto bajo la nieve.
Las terribles circunstancias a las que tenían que hacer frente los diecinueve supervivientes no impedían, sin embargo, que se dieran cuenta de lo que significaba la muerte de sus amigos. Algunos pensaban que hubiera sido mejor morir entonces que continuar viviendo en el estado físico y mental que sufrían por haber perdido a sus compañeros. Estas cavilaciones prácticamente coincidieron con un segundo alud, producido alrededor de una hora después del primero y que, gracias a la obstrucción anterior en la entrada, se desplazó en su mayor parte por encima del avión. De todas formas, el túnel por donde había salido y entrado Roy Harley quedó taponado. El Fairchild estaba enterrado por completo.
Ya avanzada la noche, los supervivientes se hallaban mojados, exhaustos y ateridos, sin zapatos, almohadones o mantas con las que protegerse. Apenas había sitio para permanecer de pie; solamente podían estar tumbados y hacinados, golpeando los cuerpos de sus respectivos vecinos para restablecer la circulación de la sangre, aunque sin saber a quién pertenecían aquellos brazos y piernas. Despejaron la nieve del centro del aparato, y la fueron colocando a ambos extremos del interior para habilitar algo más de espacio. Con la ayuda de los primos Strauch y Parrado, Roy cavó un hoyo en el que podían permanecer cuatro personas sentadas y una de pie. Al que le tocaba el turno de estar levantado, debía saltar encima de los pies de los demás para evitar que se les congelaran.
La noche parecía interminable. Solamente Carlitos fue capaz de dormir, pero a cortos intervalos. Los demás permanecían despiertos, retorciéndose los dedos de las manos y de los pies y frotándose la cara y las manos para conservar el calor. Después de varias horas les amenazó otro peligro: el poco aire que quedaba en el avión se vició en extremo. Algunos chicos comenzaron a sentir síntomas de mareo debido a la falta de oxígeno. Roy se dirigió a la entrada y trató de abrir un agujero para que penetrara el aire, pero no consiguió llegar al exterior, pues la capa de hielo que se había formado allí era demasiado dura para romperla con la mano. Parrado tomó una de las varillas de acero que habían utilizado para hacer las hamacas y la metió en la nieve que cubría el techo, empujando hacia arriba. Trabajaba iluminado por cinco encendedores de gas, mientras los muchachos que se habían congregado a su alrededor lo observaban con ansiedad, pues no tenían idea de la cantidad de nieve que los había cubierto: podía ser una capa de treinta centímetros o de cuatro metros. Pero después de clavar la barra empujándola con fuerza hacia arriba, Parrado notó que no ofrecía demasiada resistencia. Una vez retirada, quedó un pequeño agujero, pero suficiente como para que entrara a través de él la tenue luz de la luna y de las estrellas.
Esperaron la llegada de la mañana observando por el agujero hasta que por fin salió el sol, sus rayos se filtraron a través de la nieve, y la oscuridad del interior del avión fue cediendo ante una pálida y lúgubre luz. Tan pronto como pudieron ver lo suficiente como para saber lo que hacían, comenzaron a pensar en la manera de salir de aquella tumba. Había demasiada nieve amontonada para intentarlo por la entrada, pero pensaron que no había tanta sobre la cabina de los pilotos, ya que podían ver la claridad filtrándose por una ventana. Canessa, Sabella, Inciarte, Fito Strauch, Harley y Parrado comenzaron a construir un túnel a través de la cabina de los pilotos. Estaba llena de nieve congelada que tenían que quitar con las manos desnudas, y los seis trabajaron por turnos. Zerbino, que llevaba ropas más gruesas y podía soportar el frío mejor que los demás, se deslizó entre los cadáveres de los dos pilotos hasta llegar a la ventana, que debido a la inclinación del avión apuntaba hacia el cielo. Trató de abrirla, pero le fue imposible a causa...

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