SEIS
La época del Romanticismo
Como ese cuervo de tantos inviernos
que guía a casa su estruendosa colonia.
Alfred, Lord Tennyson, «Locksley Hall»
El mundo moderno ha llegado al extremo de que muchas culturas tradicionales se han destruido y muchas especies animales han quedado avocadas a la extinción. Otras criaturas, como los pueblos «primitivos», se han convertido en objeto de asombro y entretenimiento en reservas y en documentales televisivos que loan lo poco que aún persiste del mundo natural. Con demasiada frecuencia se ha perseguido e idealizado al mismo tiempo a criaturas como el lobo o la ballena. Al hacer frente a las confusiones del presente y a la absoluta incertidumbre del futuro, las personas buscan refugio en un pasado idealizado que imaginan más virtuoso, más emocionante, más civilizado, más heroico o más vital que los tiempos contemporáneos. En esta cultura de la nostalgia, la imagen del cuervo que se eleva sobre los campos ha inspirado tanto fascinación como temor.
Lo que llamamos «mundo moderno» es el resultado de las agitaciones y revoluciones —sociales, políticas y tecnológicas— que se han producido a lo largo de los últimos siglos. No somos capaces de ponernos de acuerdo, ni remotamente, sobre cuándo comenzó la Edad Moderna. En una obra sobre la historia del cuervo, sin embargo, quizá la podríamos situar a partir del Gran Incendio de Londres de 1666, cuando, al menos para muchos habitantes de las ciudades inglesas, la tradicional veneración por los córvidos llegó a un abrupto fin.
Uno de los cuervos
de la Torre de Londres.
Como ya hemos visto, los cuervos han estado protegidos en Inglaterra durante mucho tiempo. En septiembre de 1666 se declaró un incendio en una panadería cerca del Puente de Londres. El incendio duró una semana y destruyó unos trece mil hogares. Las autoridades se veían incapaces de afrontar tamaña destrucción o de enterrar a los muertos, y los supervivientes quedaban horrorizados al ver a los cuervos y las cornejas picoteando los cadáveres calcinados en las calles. Los cuervos, en particular, llegaron en masa a Londres para el banquete, donde se multiplicaron hasta el punto de que los ciudadanos le pidieron al rey que los exterminara. Mataron grandes cantidades de cuervos y destruyeron sus nidos. Sin embargo, los guías turísticos actuales todavía cuentan que el rey Carlos II de Inglaterra no había olvidado aquella leyenda de que los cuervos de la Torre de Londres protegían su reino, y, dado que la gente no aguantaba ya a los cuervos silvestres, dio la orden de que llevaran a la Torre unos ejemplares domesticados para que se encargara de ellos un guardia conocido como el Yeoman Raven Master, que los controlaba y los manejaba.
El Yeoman Raven Master
de la Torre de Londres.
Bien podría ser que los cuervos ayudasen realmente a evitar un nuevo brote de la peste bubónica como aquel que se había llevado por delante setenta y cinco mil vidas en Inglaterra entre 1664 y 1665. De no haber devorado los cadáveres los cuervos, tal vez lo hubieran hecho las ratas, lo que habría sido igualmente atroz y mucho más peligroso desde el punto de vista sanitario. No obstante, no se les puede culpar a los desolados habitantes de Londres por no haber caído en ello. De cualquier manera, el destino de los cuervos en Londres iba a ser el mismo que el del lobo y el de tantos otros animales en el siglo XX: se les idealizaba y al mismo tiempo se les exterminaba.
Dando de comer a uno de los cuervos
de la Torre de Londres.
En aquella década de 1660 los córvidos solamente se comportaban como siempre lo habían hecho, más o menos, y la gente anterior a la Edad Moderna había aceptado su presencia por lo general como un acto del destino. Hacia finales del siglo XVII, sin embargo, aquel estoicismo tradicional estaba cediendo. En lugar de verlos como agentes del destino, la gente empezó a ver a los cuervos como un desafío a la supremacía del ser humano y, en especial, de los británicos. Los cuervos sin amaestrar se convirtieron en proscritos del mundo civilizado. Con más ahínco si cabe se les daba caza en la Europa continental, en países como Francia y Alemania, donde la consideración tradicional hacia el cuervo se había desvanecido hacía ya mucho tiempo. En épocas anteriores, los cuervos eran casi invulnerables a las armas humanas, pero el constante perfeccionamiento de las armas de fuego permitió que la población prácticamente los erradicara de numerosas comunidades. En la Norteamérica rural, el tiro al cuervo se convirtió en un pasatiempo muy popular, aunque a la gente le repugnara la carne de cuervo.
La competición de ingenio en la que el cuervo derrota al zorro en una ilustración extraída de una edición de mediados del siglo XVIII de las fábulas de Jean de La Fontaine.
No obstante, los córvidos no se vieron nunca amenazados de forma grave con la extinción, y es probable que incluso se expandiera su distribución geográfica en algunas áreas. Los cuervos se volvieron cada vez más temerosos del ser humano, y buscaron refugio en los bosques y los riscos más remotos. Los que permanecían en los núcleos urbanos hacían sus nidos en lo alto, en las azoteas de los edificios, donde rara vez se los veía. En cuanto a las cornejas, estas seguían viviendo de los desperdicios de las zonas urbanas. Se reproducían de un modo tan prolífico que la gente, con todas sus armas y sus venenos, pronto abandonó cualquier aspiración seria de eliminarlas.
Un cuervo trata de imitar sin éxito al águila, ilustración de una de las fábulas de La Fontaine.
En la campiña inglesa ha persistido hasta hoy cierta consideración hacia el cuervo, la cual a veces raya en la reverencia. A finales del siglo XVIII, el pastor y naturalista Gilbert White hablaba de manera conmovedora de los córvidos en The Natural History of Selborne. Desde tiempos inmemoriales, los cuervos habían anidado en la cima de la copa de un enorme roble a las afueras del pueblo. Los muchachos de varias generaciones habían tratado de trepar por el roble, pero era en vano, ya que abandonaban ante lo imponente de la tarea. Finalmente, talaron el roble para proporcionar madera para el Puente de Londres. Hicieron un cor...