Mujercitas
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Louisa May Alcott, A to Z Classics

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Louisa May Alcott, A to Z Classics

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Información del libro

Little Women o, Meg, Jo, Beth y Amy es una novela de la autora estadounidense Louisa May Alcott (1832-1888). Escrita y publicada en dos partes en 1868 y 1869, la novela sigue la vida de cuatro hermanas, Meg, Jo, Beth y Amy March, y se basa libremente en las experiencias infantiles de la autora con sus tres hermanas. La primera parte del libro fue un éxito comercial y crítico inmediato y provocó la composición de la segunda parte del libro, también un gran éxito. Ambas partes se publicaron por primera vez como un solo volumen en 1880. El libro es un clásico estadounidense incuestionable.

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Información

Editorial
RMB
Año
2020
ISBN
9782380372298

PRIMERA PARTE

1
EL JUEGO DE LOS PEREGRINOS

Sin regalos, la Navidad no será lo mismo —refunfuñó Jo, tendida sobre la alfombra.
—¡Ser pobre es horrible! —suspiró Meg contemplando su viejo vestido.
—No me parece justo que unas niñas tengan muchas cosas bonitas mientras que otras no tenemos nada —añadió la pequeña Amy con aire ofendido.
—Tenemos a papá y a mamá, y además nos tenemos las unas a las otras —apuntó Beth tratando de animarlas desde su rincón.
Al oír aquellas palabras de aliento, los rostros de las cuatro jóvenes, reunidas en torno a la chimenea, se iluminaron un instante, pero se ensombrecieron de inmediato cuando Jo dijo apesadumbrada:
—Papá no está con nosotras y eso no va a cambiar por una buena temporada. —No se atrevió a decir que tal vez no volviesen a verle nunca más, pero todas lo pensaron, al recordar a su padre, que estaba tan lejos, en el campo de batalla.
Guardaron silencio y, al cabo de unos minutos, Meg añadió visiblemente emocionada:
—Ya sabéis que mamá propuso no comprar regalos estas Navidades porque este invierno será duro para todos y porque cree que no deberíamos gastar dinero en caprichos cuando los soldados están sufriendo en la guerra. No podemos hacer mucho por ayudar, solo un pequeño sacrificio, y deberíamos hacerlo de buen grado, pero me temo que yo no puedo. —Meg meneó la cabeza pensando en todas las cosas hermosas que le apetecía tener.
—Yo no creo que lo poco que podemos gastar sirviera de mucho. Solo tenemos un dólar cada una, y en poco ayudaríamos al ejército si se lo entregáramos. Me parece bien que no nos hagamos regalos las unas a las otras, pero me niego a renunciar a mi ejemplar de Undine y Sintram. Hace mucho que deseo conseguirlo… —dijo Jo, que era un verdadero ratón de biblioteca.
—Yo pensaba comprar algo de música —apuntó Beth, y dejó escapar un suspiro tan discreto que ni las paredes lo oyeron.
—Yo quiero una buena caja de lápices de colores Faber. Los necesito de veras —anunció Amy con decisión.
—Mamá no ha dicho nada de nuestro dinero. No creo que pretenda que renunciemos a todo. Que cada una se compre lo que más le apetezca y disfrutemos un poco. Al fin y al cabo, hemos luchado mucho por ganarlo —propuso Jo mirándose los tacones de las botas como suelen hacerlo los caballeros.
—Desde luego, yo sí; en lugar de estar en casa, tranquila, me paso el día dando clases a niños horribles —se quejó Meg.
—Lo mío es mucho peor —aseguró Jo—. ¿Qué te parecería estar encerrada durante horas con una anciana histérica y tiquismiquis, que no te deja descansar ni un minuto, que nunca está contenta y que te da tanto la lata que al final te entran ganas de abofetearla o de escapar por la ventana?
—Sé que no está bien quejarse, pero no hay peor trabajo que fregar los platos y limpiar la casa. Me desespera y, además, las manos se me quedan tan rígidas que luego no puedo tocar el piano. —Beth miró sus manos ásperas y lanzó un suspiro que esta vez todas oyeron.
—Dudo mucho que ninguna sufra más que yo —sentenció Amy—, que tengo que ir a una escuela de niñas impertinentes que me chinchan cuando no me sé la lección, se ríen de mis vestidos, se mofan de mi nariz y acreditan a papá por no ser rico.
—Querrás decir «desacreditan» —la corrigió Jo entre risas—. «Acreditar» significa justo lo contrario…
—Bueno, yo sé lo que quiero decir. No es necesario que te pongas sarjástica. Trato de usar palabras nuevas para aumentar mi vocabilario —añadió Amy con aire digno.
—Dejad de pelear. ¿No te gustaría tener ahora el dinero que papá perdió cuando éramos pequeñas, Jo? Madre mía, qué felices y buenas seríamos si no tuviéramos preocupaciones —dijo Meg, que por su edad recordaba tiempos mejores.
—El otro día dijiste que estabas segura de que éramos más felices que los hijos de los King porque ellos se pelean y se enfadan todo el tiempo a pesar del dinero que tienen.
—Tienes razón, Beth. Aunque tengamos que trabajar, nos divertimos y, como diría Jo, somos una troupe de lo más alegre.
—Jo dice muchas palabras vulgares —observó Amy lanzando una mirada reprobatoria a la joven, que seguía tendida sobre la alfombra. Jo se incorporó de inmediato, metió las manos en los bolsillos y empezó a silbar—. ¡No hagas eso, Jo! ¡Pareces un chico!
—Precisamente por eso lo hago.
—¡No soporto a las jovencitas maleducadas y poco femeninas!
—Pues a mí me sacan de quicio las niñas cursis y resabidas.
—Que reine la paz en el hogar —cantó Beth, siempre apaciguadora, con una cara tan graciosa que ambas jóvenes dejaron de discutir para echarse a reír.
—La verdad, chicas, es que hay motivos para censuraros a las dos —apuntó Meg dando inicio a un sermón de hermana mayor—. Josephine, ya va siendo hora de que dejes de imitar a los chicos y te comportes mejor. Cuando eras pequeña no tenía importancia, pero ahora has crecido, llevas el cabello recogido y debes actuar como una dama.
—No lo soy, y si recogerme el cabello me obliga a ser una dama usaré trenzas hasta los veinte años —protestó Jo mientras soltaba su abundante melena castaña—. Detesto tener que crecer, convertirme en la señorita March, vestir de largo y ser una remilgada. Ya me parece bastante malo ser una chica cuando lo que me gusta son los juegos, los trabajos y la forma de comportarse de los muchachos. Me parece una pena no haber nacido hombre, sobre todo en momentos como éste, en el que preferiría acompañar a papá y luchar a su lado en lugar de quedarme en casa tejiendo como una vieja. —Jo agitó en el aire el calcetín azul marino que estaba tricotando, hasta que las agujas chocaron entre sí como castañuelas y la madeja de lana fue a parar al otro extremo de la sala.
—Pobre Jo, ¡qué mala suerte! Pero la cosa no tiene remedio, de modo que tendrás que conformarte con acortar tu nombre para que suene más masculino y actuar como si fueses nuestro hermano en lugar de nuestra hermana —comentó Beth acariciando la cabeza de Jo con una mano a la que el jabón y las tareas domésticas no habían arrebatado la suavidad.
—En lo que a ti respecta, Amy —prosiguió Meg—, eres demasiado quisquillosa y remilgada. Los aires que te das hacen gracia ahora, pero si no cambias de mayor serás tan estirada como un pavo real. Me parece bien que tengas buenos modales y trates de hablar con propiedad, cuando no intentas dártelas de elegante, pero usar términos absurdos no es mejor que emplear palabras vulgares como hace Jo.
—Si Jo es demasiado masculina y Amy una niña cursi, ¿podrías decirme qué soy yo, por favor? —preguntó Beth, dispuesta a pasar el mismo examen.
—Tú eres un encanto, querida, ni más ni menos —contestó Meg con cariño y nadie la contradijo, porque todos adoraban a la pequeña Beth, el ratoncito, la mascota de la familia.
Dado que a los jóvenes lectores les gusta saber cómo son los personajes, haremos un inciso para describir a las cuatro hermanas, que tejen en la penumbra de una tarde de diciembre, mientras fuera la nieve cae mansa y en el interior crepita alegremente el fuego del hogar. La sala de estar era acogedora, a pesar de la alfombra de colores desvaídos y el sencillo mobiliario, pues las paredes estaban decoradas con unos cuantos cuadros de calidad, los estantes rebosaban de libros, en las ventanas asomaban crisantemos y eléboros y se respiraba un ambiente de paz hogareña.
Margaret, la mayor de las cuatro, contaba dieciséis años, era una joven muy hermosa, rolliza, de piel clara y ojos grandes, con una larga cabellera castaña, sonrisa dulce y manos blanquísimas de las que estaba muy orgullosa. A sus quince años, Jo era muy alta, delgada y morena, y tenía un aspecto desgarbado que recordaba al de un potrillo, como si no supiese qué hacer con sus largos brazos y piernas. Su boca reflejaba un carácter decidido, su nariz resultaba cómica y sus ojos grises, perspicaces, no se perdían un solo detalle y lanzaban miradas unas veces fieras, otras divertidas y, en ocasiones, meditabundas. Su cabello, largo y abundante, era su principal atractivo, pero solía llevarlo recogido con una redecilla para que no le molestase. De hombros redondeados y manos y pies grandes, Jo acostumbraba a llevar ropas holgadas y tenía el aspecto de una jovencita que se volvía mujer a su pesar y no se sentía cómoda en su nuevo papel. Elizabeth —o Beth, como todos la llamaban—, era una muchachita de trece años, de mejillas sonrosadas, cabello suave y ojos vivos, carácter tímido, voz tenue y semblante sereno, que casi nunca perdía la compostura. Su padre la había apodado «señorita Tranquilidad» con justa razón. Se diría que Beth vivía en un mundo propio, feliz, del que solo se aventuraba a salir para comunicarse con las pocas personas a las que quería y en quienes confiaba. Amy, a pesar de ser la menor, era uno de los miembros más importantes de la familia, o al menos eso pensaba ella. Era una niña de tez clara, ojos azules y cabello rubio que caía en tirabuzones sobre sus hombros. Pálida y delgada, se comportaba siempre como una damita atenta a sus modales. En cuanto al carácter de las cuatro hermanas, dejaremos que el lector lo vaya descubriendo por sí mismo.
El reloj dio las seis y, tras barrer el hogar, Beth acercó a él un par de zapatillas viejas para que se calentaran. Aquello tuvo un efecto tranquilizador en las muchachas, pues sabían que significaba que su madre no tardaría en volver. Se prepararon para recibirla. Meg dejó de sermonear a sus hermanas y encendió la lamparita, Amy se levantó de la butaca sin que se lo pidieran y Jo se olvidó de lo cansada que estaba y se incorporó para sostener las zapatillas cerca de las llamas.
—Ya están muy gastadas, mamá necesita unas nuevas.
—Pensaba comprarle unas con mi dólar —comentó Beth.
—¡No, yo lo haré! —exclamó Amy.
—Como hermana mayor que soy… —comenzó Meg, pero Jo la interrumpió para decir, muy decidida:
—Ahora que papá no está, yo soy el hombre de la casa, y seré yo quien le compre las zapatillas, porque papá me encargó encarecidamente que, en su ausencia, cuidase de mamá.
—Ya sé qué podemos hacer —medió Beth—. En lugar de que cada una se compre algo para sí, ¿por qué no invertimos el dinero en regalos de Navidad para mamá?
—Es una idea excelente y muy propia de ti —exclamó Jo—. ¿Qué podemos regalarle?
Meditaron unos minutos, muy serias.
—Yo le compraré unos guantes —anunció Meg mirándose las manos, muy bonitas, como si éstas le hubiesen inspirado—. Le regalaré un hermoso par de guantes.
—Y yo unas buenas zapatillas, las mejores que haya —apuntó Jo.
—Y yo unos pañuelos bordados —dijo Beth.
—Yo le regalaré un frasquito de colonia; le gusta y no resulta demasiado caro. Con lo que sobre me compraré algo para mí —terció Amy.
—¿Cómo le daremos los regalos? —preguntó Meg.
—Podemos dejarlos sobre la mesa, irla a buscar y ver cómo los abre, como solíamos hacer el día de nuestro cumpleaños, ¿recordáis? —contestó Jo.
—Claro, Cuando me llegaba el turno de sentarme en la butaca, con la corona puesta, y os veía entrar en fila para darme los regalos y un beso, estaba asustada. Me encantaba la parte de los regalos y los besos, pero no soportaba veros ahí sentadas mirándome mientras abría los paquetes —comentó Beth, que estaba tostando pan para la cena y, de paso, se tostaba también el rostro.
—Dejaremos que Marmee piense que vamos a comprarnos algo para nosotras y así le daremos una buena sorpresa. Tendremos que hacer las compras mañana por la tarde, Meg; todavía hay mucho que preparar para la representación de Nochebuena —dijo Jo mientras caminaba de un extremo a otro de la sala con las manos en la espalda, mirando hacia el techo.
—Este será el último año que actúe con vosotras, ya soy demasiado mayor para estas cosas —observó Meg, que seguía tan entusiasmada como siempre ante la idea de disfrazarse.
—Mientras puedas lucir un traje largo blanco, llevar la melena suelta y joyas de papel dorado, no lo dejarás. Te conozco. Eres la mejor actriz que tenemos, y si te retiras de los escenarios será el fin de todo esto —concluyó Jo—. Esta noche tenemos que ensayar. Amy, acércate. Repasemos la escena del desmayo porque no la haces con naturalidad, estás más rígida que un palo.
—No lo puedo evitar; nunca he visto a nadie desmayarse de verdad. No quiero tirarme de golpe al suelo como haces tú y acabar llena de moretones. Si puedo caer con suavidad, lo haré; si no, me desplomaré elegantemente sobre una silla, por mucho que Hugo me esté apuntando con una pistola —explicó Amy, a la que no habían elegido por sus dotes de actriz, sino porque era lo bastante menuda para que el villano de la obra la pudiese llevar en brazos.
—Mira, hazlo así. Junta las manos y corre por la habitación gritando frenéticamente: «¡Rodrigo, sálvame, sálvame!» —dijo Jo, quien, acto seguido, representó la escena y lanzó un grito auténticamente estremecedor.
Amy trató de seguir sus indicaciones, pero agitó las manos ante sí con un movimiento rígido y empezó a andar a trompicones, como si la accionara una máquina. En cuanto al grito, más que el de una persona presa del pánico y la angustia, parecía el de alguien que se acaba de pinchar con una aguja. Jo gruñó con desesperación, Meg rió sin disimulo y a Beth se le quemó el pan porque se entretuvo mirando la cómica escena.
—¡Es inútil! Cuando llegue el momento, hazlo lo mejor que puedas, pero si el público te abuchea no me eches a mí la culpa. Ven acá, Meg.
A partir de ese momento, el ensayo fue sobre ruedas. Don Pedro desafió al mundo en un monólogo de dos páginas sin una sola interrupción, la bruja Hagar pronunció un terrible conjuro, encorvada sobre un caldero en el que hervían sapos, en una escena sobrecogedora, Rodrigo se liberó de las cadenas con brío viril y Hugo murió envenenado con arsénico y atormentado por los remordimientos lanzando un salvaje «Ah, ah».
—Ésta es la vez que nos ha quedado mejor —dijo Meg en cuanto el villano muerto se incorporó y se frotó los codos.
—No entiendo cómo puedes escribir y actuar tan bien, Jo. ¡Estás hecha un Sh...

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