Matrimonio
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Marcelo Barros

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Matrimonio

Marcelo Barros

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En uno de sus escritos Lacan pregunta si acaso sea por la incidencia de la instancia social de la mujer que el matrimonio se sostiene en la declinación del patriarcado. Una breve consideración de la hipótesis contenida en esa pregunta da cuerpo a este ensayo, que es más la reflexión personal de un psicoanalista que la exposición del punto de vista del psicoanálisis, si es que tal cosa existe. Con mayor o menor fortuna, la puesta a prueba de esa hipótesis no apeló a concienzudas lecturas, sino que fue sometida al versátil talante que determinaron las fatigas del encierro en el contexto de la pandemia. El discurrir de este ensayo es la instrumentación de pertinaces insomnios, de dilatadas cavilaciones sostenidas entre copas de color amargo y espíritus que prestaron a la prosa una dudosa asistencia. Ese esfuerzo tal vez no halló otra luz que la de los amaneceres. Pero hizo más soportable un vivir que, se esté casado o no, siempre es compartido con Otro.

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Información

Año
2021
ISBN
9789878372624
Categoría
Psicologia
Categoría
Psicoanalisi

Un avión a Lisboa

La crítica feminista al “amor romántico” apunta al centro de una vasta pedagogía que encamina a la mujer hacia el matrimonio y la maternidad como marcas de su destino social y su dependencia hacia el hombre. Ese aparato de encorsetamiento del deseo y anulación del poder ciudadano está provisto, según el feminismo, de una gama de fetiches engañosos que son como las baratijas que los conquistadores ofrecían a los pueblos originarios de América a cambio de su libertad. Las flores, la galantería, el cortejo, las historias de amor en el cine o la literatura, los cuentos de princesas rescatadas por príncipes o caballeros, el día de San Valentín, el vestido blanco, la ceremonia, la fiesta, y demás espejismos, enceguecen a la víctima y le impiden ver al patán al que va a unirse bajo el escenario de una descomunal mentira que absorberá la energía que ella podría haber destinado a su crecimiento personal. Todo esto es certero, pero no deja de ser un análisis que no pasa de la dimensión de lo kitsch. Por cierto, hay mujeres que gustan de esas cosas sin ser por ello unas imbéciles o víctimas de nadie, porque no se trata de los lugares comunes en sí mismos, sino de cómo cada sujeto se acomoda a ellos. Lo que importa es que las tramposas banalidades del “amor romántico” no deberían impedirnos considerar el ideal romántico del amor, que no es lo mismo. Aquí debe tomarse el término “romántico” en su sentido profundo, anárquico y sinceramente trágico, que no tuvo que esperar a ese movimiento cultural que nació en la Europa del siglo XIX, porque sus raíces son mucho más lejanas y hondas. El romanticismo como posición ética y estética sólo incluye al matrimonio como antagonista. Pone en juego la dimensión mística, sin dudas pasional y fundamentalmente antisocial del amor que atemoriza desde siempre a los poderes establecidos, sean conservadores o progresistas. El amor de los amantes –así lo llamaremos– es contrario a la política. A toda política. Y es fundamental tenerlo en cuenta porque el matrimonio siempre fue la cura a la que apeló el orden social para tratar esa enfermedad que los amantes padecen.
Viendo Casablanca (Curtiz, 1942) se impone preguntarse por qué sobre el fin de la historia los amantes, Ilsa y Rick, no suben juntos al avión que parte hacia Lisboa. Que se resignen a su destino de separación parece un elemento esencial al culto que se le rindió a esa historia y a otros relatos similares. Ahí no hay estabilidad, ni cotidianeidad, y por eso el amor de los amantes tiene su lugar en el plano del acontecimiento. La película que protagonizaron Ingrid Bergman y Humphrey Bogart en el siglo XX es un avatar del mito de Tristán e Isolda. A esos dos nombres se agregan otros, inseparables, nombres que se escriben juntos, que no cesan –ni cesarán– de escribirse juntos, como los de Píramo y Tisbe, Hero y Leandro, Romeo y Julieta, Paolo y Francesca, Winston y Julia. Es difícil imaginarlos en una vida marital sin romper el hechizo que acompaña a esas historias. A diferencia de la pareja matrimonial, la muerte no los separa sino que los junta. Esta dimensión trágica del amor es inseparable de su concepción como enfermedad, intoxicación, o herida. Es ese amor en que el arrebato erótico se revela como especie de la locura, que es lo que Lacan destaca en El sinthome. Los amantes se buscan más allá de su voluntad, e incluso contra ella. Se desean intensamente, a pesar de que no querrían desearse. Es famoso el epigrama 85 de Catulo (siglo I a.C.):
“Te odio pero te amo. Me preguntarás por qué lo hago. No lo sé, pero es así y me desgarro” -Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris. Nescio, sed fieri sentio et excrucior.–
El término excrucior, que puede leerse como “me torturo”, “me desgarro”, alude a la crucificción, que era un castigo de esclavos. El amante es esclavo y mártir de la pasión amorosa. El amor aparece como una fuerza que arrebata de sí a cada uno de ellos empujándolo hacia el otro. Nada los une sino eso, por lo que Montaigne dice que el amor no tolera que los amantes estén unidos por ninguna otra cosa que él mismo. El matrimonio, en cambio, está ligado a condicionamientos sociales, económicos y políticos, además del amor a los hijos como factor de unión de la pareja incluso más allá de su ruptura. En el caso de los amantes no hay contratos ni testigos. No hay hijos. No hay hogar. No hay rutina. Nadie bendice la unión, que tiene lugar por fuera de las reglas de la comunidad y la familia, o contra ellas.
El amor pasional presenta la estructura del pasaje al acto. La expresión inglesa to fall in love es particularmente feliz porque describe bien la precipitación de los amantes hacia su destino. Tristán e Isolda caen en el amor por haber bebido una pócima que los encadenó con mutuo deseo y contra su bienestar. Isolda creyó que el brebaje prometía la muerte, pero por error tomó, y le hizo tomar a Tristán, el veneno del amor. Es éste un amor que traiciona los ideales, en cierto modo infiel a todos ellos. No cuenta con el favor de la ley, ni con el de las costumbres. Menos con el de las ideologías. Contra él se alzan las lealtades matrimoniales, familiares, políticas y religiosas. Sólo los poetas lo aprecian, pero por eso mismo nos inclinaríamos a pensar que éstos son amores “de novela” que únicamente viven en el plano de la fantasía. Si así fuera habría que ver por qué el orden social entero está estructurado con el fin de apagar ese fuego en los goces medidos de la Gran Costumbre y la medianía de las convenciones sociales. En su Alocución sobre las psicosis del niño Lacan dice que “todo formación humana tiene por esencia, y no por accidente, el refrenar el goce”. El amor de los amantes no es una ingenua quimera, sino el temido enemigo de la maquinaria del mundo. Los amantes son dos fugitivos que huyen de la cárcel del malestar en la cultura. Como el suicida, se proponen salir del escenario de otra manera, y a veces de la misma.
Una noche con amigos escuchábamos a los músicos en un bar. Entre todos era difícil no percibir a una joven pareja que se amaba bajo el intenso silencio de las miradas. Claramente, era el resto del mundo el que no existía para ellos dos. Se bastaban a sí mismos. Eran la negación de los afanes de lo cotidiano. Uno de mis compañeros de mesa confesó su envidia ante la imagen. Otro, con tono cínico y lapidario dijo: ya se les va a pasar. Es lo que afirma el personaje de Perséfone en Matrix Reloaded (Wachowski, 2003) al decir que ese amor que viven los protagonistas principales –y que ella querría volver a sentir– es algo que no puede durar. Si los cónyuges se casan en el altar del Tiempo, los amantes le prenden fuego. Freud diría que su carácter efímero y en extremo vulnerable es lo que lo torna más valioso que cualquier otra cosa. Lo cual no significa que lo recomendase. Es interesante que en Tristán e Isolda la pasión amorosa sea el efecto de una pócima. Hay una intimidad metafórica entre el amor pasional y la intoxicación, porque los dos son las formas principales de escape al malestar en la cultura para Freud. El amor es, sin embargo, la más frágil de las dos.
En este punto resulta útil la distinción freudiana entre el modelo narcisista de la elección de objeto, y el del apuntalamiento, sin olvidar que ningún amor, tierno o sensual, carece de relación con los dos. El término Anlehnung –apuntalamiento– indica que la pulsión sexual se “apoya” en el paradigma de las tendencias a la autoconservación para inventar el objeto que le falta. Así, por ejemplo, el erotismo oral imita al hambre, y hasta nos hace creer que es hambre. Es como cuando el artista toma un objeto de la realidad como apoyo para ejecutar su creación, pero ésta es algo absolutamente diferente por más hiperrealista que sea. Esto implica que el modelo de apuntalamiento reside en amar a la persona que nos cuida. Es el amor fundado en la propia preservación. Esa conveniencia personal implica un cierto narcisismo, que después de todo nunca puede eliminarse de nuestra vida psíquica. Sin embargo, el modo de apuntalamiento se halla más cerca de esa castración que nunca terminamos de aceptar por completo. Implica la renuncia al goce heroico que anima a los encuentros más pasionales, y que justamente no son los que favorecen nuestra “autoconservación”.
El modelo narcisista del amor implica, paradojalmente, un descuido de los intereses egoístas de la auto-preservación. Pese a ello, es la expresión de un narcisismo en el que ya no hay diferencia entre el ser y el tener, entre la libido del objeto y la del yo. Se opone a la castración con tenacidad. Aquí se hace necesario cuestionar la simplificación de la noción de narcisismo y de las relaciones entre el yo y el ello. En El malestar en la cultura Freud nos previene de clausurar las cosas rápidamente. La complejidad del narcisismo debe ser considerada junto a otra que es la de la pulsión de muerte. Porque es en los amores trágicos que los dos grandes contrincantes, Eros y Tánatos, parecen conspirar juntos contra todos nosotros y a través de los amantes. El principio de realidad se opone a esa obstinada locura. El feminismo dice que si duele no es amor. No lo discutimos, aunque como psicoanalistas diríamos que si duele hay goce. Sobre todo cuando la persona damnificada no tiene claro si quiere salir de ahí. Eso nos pone frente a lo que Freud llamó el problema económico del masoquismo, que no tiene que ver con la perversión sino con ese punto en el que el “guardián de nuestra existencia”, el principio del placer-displacer, se eclipsa. Tampoco guarda relación con el clisé machista que afirma el “masoquismo” de las mujeres y les echa la culpa de la crueldad masculina. Aunque ella tuviese una vocación de víctima decidida, la totalidad de la responsabilidad de un acto violento recae sobre el perpetrador. Lo que importa es que hay dolores del erotismo. La concepción del amor como herida o enfermedad tiene una larga tradición poética que ha chocado siempre contra la razón ilustrada. J.-A. Miller, reconoce que la modernidad no es amada por la poesía. Hay enemistad entre ellas. Por eso el romanticismo alemán fue un movimiento que se opuso al neoclasicismo francés, tensión que se aprecia en el debate Freud-Lacan. Lejos de ser “puro cuento”, la metáfora del amor como herida toca algo real, que el poema Unha vez tiven un cravo de Rosalía de Castro describe muy bien. Lo que sin dudas es una “novelita”, y muy barata, es la concepción progresista de la relación políticamente correcta entre los sexos, y que no es otra cosa que lo que la Ego Psychology describió en términos de “genitalidad”. La “democracia” en el goce sexual es a lo que aspiran los ideales dominantes de nuestra época, que avalan la idea del yo autónomo.
La película Damage (Malle, 1992) relata uno de estos amores pasionales y trágicos. En España se tituló Herida, en México Obsesión, y en Argentina Una vez en la vida. Este último título, Una vez en la vida, nos remite a la magnífica obra de Denis de Rougemont, El amor y Occidente en la que el autor analiza con profundidad el mito de Tristán e Isolda. A riesgo de simplificar de manera brutal su tesis, diremos que hay una forma mundana, sobre todo matrimonial, del amor; y otra que podríamos calificar de mística o sagrada. Mientras la primera forma hace que uno halle un lugar en el mundo, la otra, en cambio, nos transportaría más allá de sus resignaciones. Para de Rougemont la cultura occidental sostiene el ideal de que al menos una vez en la vida deberíamos experimentar un amor semejante. Que tal ideal exista no significa que lo avalemos. Nos hace pensar en la vocación compulsiva y erotómana del neurótico obsesivo por los amores imposibles. Después de todo, la película referida fue nombrada también como Obsesión. Aunque el neurótico obsesivo está lejos de ser un incauto. Más bien es un maestro de la retención y la postergación del acto. No por ello el amor pasional deja de ser un estado de obsesión, lo que literalmente significa estar cercado, acechado permanentemente por el objeto amado. Es lo que Borges describe de manera inmejorable en su poema “El amenazado”, cuyo final es rubricado por el verso me duele una mujer en todo el cuerpo.
Cuando Freud habla del carácter antisocial de las pulsiones sexuales, pensaremos en lo que Lacan llama el goce fálico, cuyo paradigma es la masturbación. Es un goce que no se conecta con el Otro, en el doble sentido que le podemos dar al Otro, ya sea como partenaire, o como sistema de los significantes. ¿El desafío que el amor de los amantes arroja sobre el orden social tiene el mismo estatuto que el de, por ejemplo, las adicciones? Al menos para Freud estas últimas remitirían al goce masturbatorio. Para él la masturbación infantil estaba en la raíz de todos los consumos patológicos. El principio de la película Trainspotting (Boyle, 1996) comienza con el monólogo del protagonista diciendo que mientras los demás eligen la vida del mundo, de la familia, la estabilidad y las posesiones materiales, él ha elegido la heroína. ¿No podría decir lo mismo el amante que siente que su objeto es más importante que el mundo entero y que dice Du bist alles was ich will? ¿Cuándo alguien dice y siente que el otro lo es todo, no hay locura narcisista en ese todo? Lacan, siempre infalible en la confusión, dice que la droga rompe el matrimonio del sujeto masculino con su miembro. Dicho así, parece lo contrario del goce fálico. Sólo que la compulsión es algo inherente a las adicciones, que por otra parte y no por nada, afectan muchísimo más a los varones. El asunto no es sencillo porque tampoco se puede ignorar el que a menudo la intoxicación es una de las vías hacia la experiencia mística.
La herida física, el dolor y la enfermedad orgánica dan lugar a un repliegue narcisista, a una pérdida de interés por el mundo. Algo similar hay en la pasión amorosa que devora a todas las demás. No pretendo responder a estos problemas, sino recordar que uno no puede señalar las similitudes entre diversas formas de ir en contra del sistema sin considerar también sus diferencias. Aquí “ir en contra del sistema” no alude a la posición del revolucionario que intenta modificar un sistema político en pos de otro más justo, sino que de lo que se trata es de escapar de la cárcel del lenguaje, del estado de cultura que nos sume en el malestar. Entre esos esfuerzos, Freud señala la intoxicación y el amor como aquéllos en los que el goce es más intenso. Y hay una rivalidad notoria entre el partenaire de la pasión amorosa y el partenaire tóxico de la droga. La poesía los equipara. La lengua popular habla de “amores tóxicos”.
Una dificultad especial presenta la referencia al olvido de sí. La tradición medieval diferenció la forma extática del amor, de su forma física. Lacan menciona esta distinción más de una vez en su enseñanza. Nos sentimos inclinados a la asimilación de la forma extática a la vaga noción de “lo místico”, que alguna vez Lacan consideró como “la abolición de todas las pasiones del amor propio”. Un paso más y desembocamos en las facilidades del goce femenino, del que ...

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