Las dos culturas
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Las dos culturas

  1. 135 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro

En 1959 el físico y novelista C.P. Snow dictó una conferencia en la Universidad de Cambridge que nunca pensó que causaría tanto revuelo "Las dos culturas", en la que deja claro el clivaje que existe entre humanistas y científicos: los primeros ignoran las más elementales teorías científicas, en tanto los segundos ven con desdén el conocimiento que se alcanza mediante la literatura y las artes; proponía que la educación fuera más integral para lograr un mejor y más efectivo progreso. Tras leer esta conferencia, el crítico literario F.R. Leavis, indignado por la forma en la que describía como ignorantes a los humanistas, escribió una airada respuesta, "¿Dos culturas?", en la que afirma que en realidad lo que necesita la humanidad "es algo con la viveza del instinto vital más hondo; como inteligencia, un poder -arraigado, fortalecido en la experiencia y humano de manera suprema- de respuesta creadora a los nuevos desafíos del tiempo". Gracias a este volumen el lector podrá contrastar las dos visiones, ambas propositivas y enriquecedoras.

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Información

La conferencia Rede, 1959

Las dos culturas

Han pasado unos tres años desde que escribí unos apuntes sobre un problema que he traído en la cabeza por algún tiempo.1 Era un problema que yo no podía evadir dadas las circunstancias de mi vida. Las únicas credenciales que tenía para reflexionar sobre el tema me llegaron por esas circunstancias, por sólo una serie de incidentes. Todo el que hubiese tenido una experiencia similar habría visto las mismas cosas y creo que habría hecho casi los mismos comentarios al respecto. Se trataba de una experiencia poco común. De profesión yo era científico; de vocación, escritor. Eso fue todo. Fue un golpe de suerte, si quieren verlo así, debido a que yo provenía de una familia de escasos recursos.
Pero mi historia personal no viene ahora al caso. Sólo necesito decir que vine a cambridge e hice un poco de investigación en un momento de gran actividad científica. Y tuve el privilegio de presenciar en primera fila uno de los periodos creativos más maravillosos de la física. Y ocurrió por los azares de la guerra, incluyendo el toparme, en una fría mañana de 1939, con W. L. Bragg en el café de la estación Kettering, encuentro que tuvo una influencia determinante en mi vida práctica. Todo esto me permitió, y hasta moralmente me obligó, a mantener desde entonces esa perspectiva privilegiada. Así, durante treinta años he tenido que estar en contacto con científicos, no sólo por curiosidad, sino como parte de una vida de trabajo. Y durante esos mismos treinta años traté de ir dando forma a los libros que quería escribir, lo que a su debido tiempo me llevó a relacionarme con escritores.
He pasado las horas de trabajo de muchos días con científicos, para luego reunirme por la noche con colegas de algún círculo literario. Y lo digo de manera literal. He tenido, por supuesto, amigos íntimos en los círculos de la ciencia y de la literatura. Y en la convivencia con estos círculos, pasando regularmente del uno al otro, me percaté del problema que, mucho antes de poner en papel, bauticé para mis adentros como “las dos culturas”. Pues constantemente sentí que me desplazaba entre dos grupos: comparables en inteligencia, de idéntica raza, de no muy distinto origen social y con ingresos parecidos, pero que habían dejado de comunicarse casi por completo, cuyos ámbitos intelectual, moral y psicológico tenían tan poco en común, que en vez de ir de Burlington House o de South Kensington a Chelsea bien podría uno haber cruzado un océano.
De hecho, era como cruzar mucho más que un océano, porque del otro lado del Atlántico descubrí que Greenwich Village hablaba el mismo idioma que Chelsea y que ambos círculos tenían con el Instituto Tecnológico de Massachusetts la misma comunicación que si los científicos hablaran la lengua del Tíbet. Pues éste no es sólo problema nuestro; dadas algunas de nuestras peculiaridades educativas y sociales, el problema aquí se exagera un poco y, por otra peculiaridad social, en Inglaterra se le minimiza otro tanto, pero en general este problema es de todo el mundo occidental.
Y hablo de un problema serio. No estoy pensando en la anécdota ligera de cuando uno de los directores más joviales de Oxford –según he oído, le ocurrió a A. L. Smith– fue a Cambridge a una cena. Parece que ocurrió en la década de 1890. Debió de ocurrir en St. John, o quizás en Trinity. Smith quedó sentado a la derecha del presidente o del subdirector, y siempre le gustaba incluir en la conversación a todos los que le rodearan, aunque no lo inspiraban mucho las expresiones de sus vecinos. Pero, de cualquier manera, Smith dirigió algunas frases cordiales bien conocidas de Oxford a quien estaba frente a él, y recibió por toda respuesta un gruñido. Después se dirigió al de su derecha y recibió otro gruñido, y luego, para su sorpresa, sus dos vecinos se miraron y dijeron: “¿Sabes tú de qué está hablando?” “No tengo ni la menor idea.” Después de esto, hasta Smith se quedó sin saber qué hacer, pero el presidente, por suavizar las cosas, lo confortó diciendo: “Ah, esos son matemáticos, ¡nosotros nunca hablamos con ellos!”
No, me refiero a algo serio. Creo que la vida intelectual de la sociedad occidental entera se está polarizando. Y cuando digo la vida intelectual quiero decir también una gran parte de nuestra vida práctica, porque yo sería el último en sugerir que ambas puedan distinguirse en el nivel más profundo. Más adelante volveré a tocar el tema de la vida práctica. Dos grupos polarizados: en un extremo tenemos a los literatos intelectuales que, por cierto, de pronto, decidieron referirse a sí mismos como “intelectuales” como si no hubiera otros. Recuerdo que G. H. Hardy me dijo un poco sorprendido, allá en los treinta: “¿Te has dado cuenta de cómo se utiliza la palabra ‘intelectual’ en estos días? Parece tener una nueva definición que definitivamente no incluye ni a Rutherford, ni a Eddington, ni a Dirac, ni a Adrian, ni a mí. Es un poco raro, ¿no te parece?”2
Los intelectuales literatos en un polo y los científicos en el otro, con los físicos como los más representativos. Y entre ambos un abismo de mutua incomprensión –a veces (especialmente entre los jóvenes) de hostilidad y desagrado, pero ante todo, falta de comprensión–. Cada cual tiene una imagen curiosa y deformada del otro. Sus actitudes son tan distintas que no pueden encontrar mucho terreno en común, ni siquiera en el nivel emotivo. Los no científicos suelen pensar que los científicos son presuntuosos y arrogantes. Ellos oyen la voz de T. S. Eliot, a quien para estas viñetas podríamos tomar como figura arquetípica, diciendo, acerca de su intento de revivir el teatro en verso, que debemos esperar muy poco, pero que se sentiría satisfecho si él y sus colegas lograran preparar el terreno para un nuevo Kyd o un nuevo Greene.
Ése es el tono, moderado y prudente, en que los intelectuales literatos se sienten en su terreno: ésa es la voz discreta de su cultura. Y luego oyen una voz mucho más alta, la de otra figura arquetípica, la de Rutherford, anunciando: “¡Ésta es la era gloriosa de la ciencia. Su época isabelina!” Muchos de nosotros escuchamos ésa y muchas otras afirmaciones junto a las cuales ésta parece moderada; y no teníamos la menor duda de a quién tenía Rutherford en mente para el papel de Shakespeare. Lo que es difícil entender para los literatos, imaginativa o intelectualmente, es que tenía toda la razón.
Y comparen “y ésta es la manera en la que acaba el mundo, no con una explosión, sino con un sollozo” –por cierto, una de las profecías de procedencia científica menos características de su tipo–, comparen esto con la célebre respuesta de Rutherford cuando se dijo: “¡Qué suerte tiene Rutherford! Siempre se encuentra en la cresta de la ola.” “Bueno, después de todo yo la originé, ¿no?”
Los no científicos tienen la impresión de que los científicos son falsamente optimistas, sin conciencia de la condición humana. Por otra parte, los científicos creen que los intelectuales literarios carecen totalmente de visión, que están totalmente despreocupados de lo que pasa con sus semejantes y en un sentido profundo se muestran como antiintelectuales ávidos de restringir el arte y el pensamiento al mero momento existencial.
Cualquiera que tenga algo de talento para la invectiva podría alimentar este sordo debate. De cada lado hay argumentos que no carecen de fundamento. Todo lo que se dice es destructivo y mucho se basa en malas interpretaciones que son peligrosas. Por ahora, deseo hablar de dos de los argumentos más graves, uno de cada bando.
Primero, hablemos del optimismo de los científicos. Esta es una acusación hecha tan a menudo que ya es un lugar común. Ha salido de algunas de las mentes no científicas más agudas de su tiempo, pero se basa en una confusión entre la experiencia individual y la experiencia social, entre la condición individual del hombre y su condición social. Muchos de los científicos que he conocido bien –tan a fondo como a los literatos a los que he conocido bien– han sentido que la condición individual de cada uno de nosotros es trágica. Cada uno de nosotros se encuentra solo: a veces escapamos de la soledad por medio del amor o del afecto, o quizá por medio de momentos de creación, pero esos triunfos de la vida son haces de luz que hemos creado para nosotros mismos, aunque el borde del camino sea negro: cada uno muere a solas. Algunos de los científicos que he conocido tienen fe en la religión revelada; quizá para ellos no sea tan hondo el sentido de la condición trágica del hombre. No lo sé. Pero la mayoría de la gente de sentimientos profundos, por muy animada y feliz que sea, a veces precisamente la gente más animada y feliz, tiene muy claro lo que es el peso de la vida. Y esto no es menos cierto en los científicos a los que he conocido, que en cualquier otra persona.
Pero casi ninguno de ellos cree –y aquí es donde asoma la luz de la esperanza– que sólo porque la condición individual del hombre sea trágica también deba serlo su condición social. Cada uno de nosotros se encuentra solo: cada uno de nosotros muere solo; ése es un destino contra el que no podemos luchar, pero hay mucho en nuestra condición humana que no es destino, y frente a ello seremos menos que humanos, a menos que luchemos.
Gran parte de nuestros prójimos, por ejemplo, se encuentran desnutridos y mueren antes de lo debido. Viéndolo crudamente, ésa es la condición social. Hay una trampa moral en conocer lo que es la soledad del hombre: nos tienta a quedarnos quietos, reducidos a nuestra tragedia personal y dejando que a muchos otros les falte qué comer.
Como grupo, los científicos caen en esta trampa menos que otros. Suelen inquietarse por ver qué puede hacerse, y se inclinan a pensar que algo puede hacerse hasta que se les demuestre lo contrario. En eso se basa su optimismo, un optimismo que mucha falta nos hace a los demás.
Por otro lado, ese mismo espíritu recio, bueno y decidido a luchar al lado de sus hermanos ha hecho a los científicos considerar despreciables las actitudes sociales de la otra cultura. Eso tampoco es justo: a veces es así, pero se trata de una fase temporal que no debe tomarse como representativa.
Recuerdo que alguna vez me interrogó un científico distinguido:
¿Por qué la mayoría de los escritores adoptan opiniones sociales que habrían parecido inciviles y pasadas de moda en tiempos de los Plantagenet? ¿No es verdad que la mayoría de los escritores famosos del siglo XX: Yeats, Pound, Wyndham Lewis, nueve de cada diez de quienes dictaron la sensibilidad literaria de nuestro tiempo, no eran sólo políticamente torpes, sino malvados? ¿No es verdad que la influencia de cuanto representaron posibilitó lo que fue Auschwitz?
En ese momento me pareció –y todavía me lo parece– que la respuesta correcta no era defender lo indefensible. No tenía objeto decir que Yeats, según amigos en cuyo juicio confío, además de un gran poeta, era un hombre especialmente magnánimo. No tenía objeto negar hechos que en general son ciertos. Lo debido es reconocer que hay, de hecho, una conexión que los literatos, culpablemente, tardaron en percibir entre algunos tipos de arte de principios del siglo XX y las expresiones más imbéciles de sentimiento antisocial.3 Esa fue una de las razones, entre muchas otras, por las que algunos de nosotros volvimos la espalda al arte y tratamos de labrarnos un camino distinto.4
Pero aunque muchos de esos escritores dominaron la sensibilidad literaria de toda una generación, eso ya no es así, o por lo menos no ejercen ya la misma influencia. La literatura cambia más lentamente que la ciencia. No tiene el mismo mecanismo automático de corrección, por lo que sus periodos de desorientación son más largos. Pero tampoco es apropiado que los científicos juzguen a los literatos basándose en el periodo comprendido entre 1914 y 1950.
Ésos son dos de los equívocos entre las dos culturas. Debo decir, ya que he deci...

Índice

  1. PRESENTACIÓN
  2. La conferencia Rede, 1959
  3. ¿Dos culturas? La significación de C. P. Snow
  4. Cronología de C. P. Snow
  5. Cronología de F. R. Leavis
  6. Aviso legal