
- 94 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Cuentos felinos 3
Descripción del libro
El cuento en la región Caribe de Colombia es un género consolidado, siempre en alza. Es una tipología narrativa que les viene a la medida a autores que tradicionalmente le han echado mano para indagar con plenos poderes en los más intrincados caminos de su historia. Aunque pertenecientes a distintas generaciones, dueños de particulares obsesiones temáticas, a todos los hermana una poética que encuentra en el cuento un vehículo de reflexión sumamente dúctil. Esta selección de Cuentos felinos 3, ampliada con el mayor de los cuidados, reitera en los autores una concepción de la literatura en la que nunca faltan la complicidad, el humor y el juego.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Cuentos felinos 3 de Martiniano Acosta Acosta en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Editorial
Editorial UnimagdalenaAño
2021ISBN del libro electrónico
9789587462876El rumor de la ceniza
Guillermo Tedio
Ya se había hundido el sol,
pero un esplendor final exaltaba
la viva y silenciosa llanura,
antes de que la borrara la noche.
“El Sur”, Jorge Luis Borges
Seguramente quieren enloquecerla. Algo extraño hay tras su conducta. Creen ellos que no se ha dado cuenta de su juego de arañas, pero se equivocan porque desde hace ya varias semanas, sabe de los movimientos que realizan para confundirla, ¡quién sabe con qué oscuros propósitos! Eso es evidente en la manipulación del tiempo en los relojes para alterar su rutina doméstica.
También han intrigado con su salud, así que la mañana de un sábado trajeron un médico —tal vez un impostor— para que le practicara unos exámenes del cerebro y sus capacidades, cuando ella, aparte de las dolencias y el deterioro natural del cuerpo, se siente en perfectas condiciones mentales. No obstante, acepta que unas veces las manos sin carnes y la cabeza casi calva le tiemblan sin control, y otras, no recuerda dónde ha dejado la llave de la caja en que guarda las alhajas heredadas de sus antepasados. Igual, después de esconderlos, no ubica el lugar donde ha encaletado los confites de panela con coco que, a escondidas, le trae la Beba y que ella saborea por las noches, cuidándose de ocultar en las fundas de las almohadas el ruidoso papel celofán de las envolturas, porque no sabe quién ha impuesto en la casa la necia idea de que una vieja no debe comer confituras para evitar la diarrea. ¡Puro cuento chino! No la obligarán a dejar el disfrute del azúcar disolviéndose en la boca y generando esa delicia en que al final la lengua descubre, como un tesoro perdido, el pedacito cristalizado de pulpa de coco. ¡Qué diarrea ni qué niño muerto!
Y no es que los haya visto adelantando o atrasando los relojes colgados en las paredes de las habitaciones por donde ella transita, pero intuye que algo extraño viene ocurriendo cuando esas horas no concuerdan con los tiempos de su vida cotidiana. Termina de desperezarse, diluidas las últimas imágenes de la evocación del caballo negro de patas blancas trotando en el crepúsculo con su apuesto jinete, y observa que por la amplia ventana, con las cortinas de damasco corridas, entra sacudiendo el sueño la luz del amanecer. Estira su cuerpo, sin entender por qué ahora siempre se levanta adolorida, como si hubiera recibido una garrotera o cabalgado largas distancias de llanura en su yegua colorada, a no ser que el malestar se deba a los efectos de la dichosa pastilla que le dan todas las noches, antes de acostarse, y la pone zurumbática y con cierto embotamiento de tonta grande. La verdad es que su cuerpo —Itálica famosa— ya va en los puros huesos envueltos en una piel translúcida y acartonada que le amarga el presente, sobre todo cuando se acuerda de su rostro terso de grandes ojos color de caramelo y su largo cabello negro y satinado y la dureza de sus pechos —torres que desprecio al aire fueron— con pezones de puntas altaneras y su vientre plano y tenso como piel de tambor y las caderas orientadas por el ritmo de sus tres sangres y sus largas piernas de reina y su calor íntimo de yegua, como le susurraba el jinete con una voz que ponía erizamientos erógenos en su cuerpo de canela.
Le ha pedido a su hija que se lleve esos trastos crueles que hoy no le devuelven la figura de aquella mujer hermosa que fue, pero Lucía no le hace caso y los espejos siguen allí, con sus marcos barrocos y sus superficies insobornables, acusando en ella una progresiva decadencia de momia, dando de sus despojos espectáculos fieros a los ojos, como de esos pocos cabellos que apenas cubren su cráneo salpicado de punticos pardos. Y está la escena de cuando cometió la estupidez de desnudarse y mirar en el cristal, con lágrimas y pesadumbre, las ruinas de sus senos y caderas, ay, dolor que ves ahora, la inutilidad de su sexo clausurado, y Lucía entró en ese instante y se quedó contemplándola, en una actitud ambigua de ternura y reproche o quizás de amor y conmiseración, y se le acercó y la cubrió con una de las sábanas y la llevó a la mecedora y se arrodilló a su lado, acariciándole las temblorosas manos.
Vuelve a estirarse sobre la cama y tose con expiraciones apenas audibles para intentar llamar la atención de la empleada que a esa hora ya debe estar trajinando en la cocina con los chirimbolos en la preparación del desayuno, pues se escucha, en el fondo de la casona, un ruido sordo de ollas, sartenes y cucharones. Otros sonidos, más plácidos y sugestivos, se abren camino en sus neuronas, apartando la niebla de las penurias actuales e iluminando como flores amarillas los deleites y voluptuosidades del pasado. Se deja invadir por un rumor de aguas de río y el gesto del hombre del potro señalando con su bárbara mano el cardumen que nada contra la corriente. Entonces la vida era una mancha de iridiscentes temblores, un milagroso chapoteo de bocachicos.
La langaruta esa, la tal Mairena, con su odiosa cara de yo no fui, se hace la distraída, igual que siempre. Nunca escucha ni viene cuando la necesita. Ya ella la hubiera puesto de patitas en la calle, pero la que manda en la casa es su hija Lucía, que la alcahuetea en todo y la trata como a un miembro más de la familia, ¡extraño círculo donde solo se salva la Beba! Qué feliz es cuando se abre la puerta de su cuarto y en el umbral aparece su carita risueña de ojos color miel y las guedejas de su cabello azabache. Es una conejita viva y saltarina que siempre va dando cuerda a su ingenio. La niña y ella abren las gavetas de un armario, sacan las muñecas de trapo y una sarta de abalorios y aderezos y permanecen allí, desdeñosas del mundo de afuera, jugando a las hadas madrinas, vistiendo las regordetas figuras con atuendos de fiesta y haciéndolas representar la historia de Cenicienta con su madrastra y sus hermanastras terribles.
La Beba mueve la varita mágica de su imaginación y ya hay calabaza convertida en carroza y ratones en caballos tordos y rata en cochero de mostachos y lagartijas en lacayos de librea y humilde ropa en vestido de tisú y rotas sandalias en zapatillas de cristal —¡habrase visto!, ¿quién camina con unas zapatillas de cristal?—, hasta la danza de la doncella con el príncipe y los imprudentes tañidos de las doce de la noche. Y claro, Rapunzel se casa con su alteza y comen las perdices de la felicidad. También ella las paladeó con su señor, el jinete. Se veía distinguido el hombre, sin el enigmático caballo, con el smoking negro, en el amplio recinto de la catedral ocupado por los elegantes invitados y cientos de lirios coronando el follaje de tres arcos en la nave central. Y ella junto a él, con su vaporoso vestido de organza marfil y en su mano el nutrido bouquet de una blancura azulosa. Y luego la promesa de fidelidad en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, de amor y respeto todos los días de la vida, hasta los anillos y el beso y el polvo enamorado de la muerte. Y más tarde los violines del vals de Bella, ya princesa, ya reina, girando embriagada de ventura en los calurosos brazos del príncipe que fue Bestia, mientras ella también, en otro ámbito, bailaba su música zambulléndose en el agua fresca del Danubio azul, llena de gozo en los fuertes brazos del caballista.
Con un lento deslizamiento de sus caderas —ya sin las carnes empinadas que admiró el jinete— para que no se agudice el lumbago ni aparezcan los calambres en las piernas, se sienta en el borde de la cama, mete los pies en las pantuflas de fique, se levanta y va a sentarse en la mecedora vienesa, en espera de que la sonsa de la criada le traiga el café sin azúcar que tanto le gusta de mañana, cuando cantan los gallos del vecindario, que esta vez tampoco escucha, como si los hubieran degollado, aunque Lucía le explica, susurrando en su oído, que por allí no cantan gallos porque nadie los tiene. “Esta es la ciudad, María Gertrudis Montes, viuda de Terreros, gallos los hay en Las Tres Cruces, tu hacienda. Esta es tu casa de la ciudad”.
Claro que la dicha es total cuando la Beba —una brisa que revuelve el mundo de su habitación— saca de un escaparate una antigua paleta de maquillaje y se dedica, con la boquita fruncida y los ojos iluminados por la concentración de la picardía, a pintar sobre su rostro unos labios de escarlata y unas cejas de carbón y unas ojeras de lila y unas mejillas de encarnado y con un atomizador de laca les crea volumen a las miserias de sus cabellos que corona con un lazo rojo de tres puntas en papel crespón y cuelga sobre su pecho de lástima un manojo de joyas antiguas de oro labrado en filigrana con incrustaciones de esmeraldas que saca del cofre, y como toque de coquetería final deja dos gotas de perfume de azahar en los lóbulos de sus orejas transparentes y una gota en su impúdico pescuezo de pavo y luego la lleva ante el espejo y en ese momento ella no detesta el cristal de Murano de cuerpo entero ni la luna de Bohemia del tocador, porque le gusta ver su cara maquillada y no es que se vea linda sino cómica con esa sonrisa de payaso decadente. Y entonces ambas terminan muertas de la risa y se abrazan y hay una especie de cálida comunión en la cruel inocencia de la travesura.
Por la ventana, sigue entrando, como una luz de anunciación, la claridad en crescendo del amanecer. Para anunciaciones está ella, cuando ya el ángel cayó en la llanura con las alas rotas y la etapa de los hijos —Camilo, Dolores y Lucía, se acuerda ahora— ha quedado atrás y su vientre es una tumba seca, un recinto sin entradas ni salidas. Vuelve a mirar el reloj y ahora las agujas marcan las seis y treinta minutos. Piensa en el calorcito del café cerrero en su estómago, devolviéndole el olor de la tierra mojada cubierta de maizales intensamente verdes, pero Mairena se hace la lerda y no viene a su cuarto con el pocillo, el suyo, el de loza con bordes dorados y un dibujo de tréboles en lila formando arabescos —remanente de aquella vajilla de porcelana Royal importada de Inglaterra, que estrenaron en la casa cuando cumplió cinco años de casada—, porque para contradecirla, a veces le trae el café en un recipiente de cerámica barata.
Puede pasarse varias horas encerrada con la Beba, quien siempre recarga sus visitas con nuevos impulsos de creatividad, como el día en que envueltas en las sábanas hicieron de fantasmas, deambulando por la habitación, simulando que la una asustaba a la otra y el pánico las ponía a temblar hasta que ella se enredó y cayó sobre la alfombra, contra una silla, dándose un fuerte porrazo en la cabeza que le produjo un terrible dolor. Pero no mostró a la niña el sufrimiento, sino que festejó la caída con risas y dos lágrimas, sintiendo una alegría intensa por la vida que le devolvía la punción del hematoma, y entonces la Beba también comenzó a reír y se tiró al piso y se abrazaron y siguieron de fiesta durante un largo rato, unidas por la complicidad.
Tose con más fuerza para que sepan que ya está despierta y que pide o exige su café. ¡Qué difícil es la vida frente a las miserias y dolencias de la decrepitud! Ella puede valerse aún por sus propios medios, claro que puede, lo que pasa es que la quieren tener sentada en la mecedora, tratándola como a una vieja c...
Índice
- Una prologada complicidad
- Tormenta de ruidos
- El florero, el hombre triste y la máquina de escribir
- El prÍncIpe de la baraja
- Conversan dos sombras en la oscuridad
- Vereda tropical
- Larga espera
- El papa
- El rumor de la ceniza
- Los autores