Índice de contenido
Índice Haciendo la mochila (a manera de introducción)
1. Primera estación: llegando a tiempo
2. Viajeros de primera clase y polizontes. La construcción del personaje
3. Estación central: la maquinaria descriptiva
4. La arquitectura del campamento: sobre la estructura, unidad y relación del relato de viajes con otros géneros narrativos
5. De vuelta a casa: blogs, facebook y otros electrodomésticos
Entrevista de Casimiro O’Donnell al autor (a manera de conclusiones)
Créditos
ALBA
Haciendo la mochila (a manera de introducción)
Legión de mochileros, trotamundos, exploradores de andar por casa y viajeros respetables con veleidades de papel y tinta, en cuanto ponen un pie fuera de sus respectivos países piensan que tienen la misión de transmitirle al mundo sus experiencias de viaje. Y te dan con un blog en la cabeza, o te acribillan con textículos en un facebook creado especialmente para la ocasión, o incluso los más osados empiezan a tener sueños de grandeza literaria. El problema es que como todo animal humano sabe hablar –más o menos– se da por sentado que escribir es solo cuestión de juntar palabras, de ponerse por la labor en plan camiseta sudada de recorrer kilómetros en aldeas de Laos o selvas de Borneo.
Ya se sabe que la ignorancia se atreve a cualquier cosa, y a veces hace falta un impulso de ignorancia para despegar con una crónica o libro de viajes –lo digo sin ironía, reivindicativamente–, pero todo el personal técnico de los aeropuertos aconseja despegar con el combustible suficiente para no caerle a nadie en la cabeza. Y hacer caso de la torre de control. Y ajustarse los cinturones cuando hay turbulencias para que los cadáveres no se desparramen en caso de tragedia. Combustible cultural, amigo viajero, y torre de control para no creer que hay que relatarlo todo con lujo de aburridos detalles, y cinturones de seguridad en el buen uso de la palabra.
Nuestro libro se propone decirte algunas cosas. Por ejemplo: no uses frases como «dédalo pintoresco de intrincadas callejuelas». No pienses que porque para ti el viaje ha sido muy emocionante, vamos, la repera, tiene que serlo para el lector. Has de conseguir que el lector le hinque el diente a la pera de tu viaje extrayendo un sabor más allá de lo que tú has vivido, como si él mismo estuviera viajando a través de tus líneas, o incluso decidiendo que las peras no son suficiente para una dieta balanceada.
Pero no son solo los mochileros y trotamundos literarios quienes planean escribir su viaje. Hay toda una fauna, respetables personas mayores, amantes y amados por sus familiares y mascotas, que están convencidos de que su sabiduría viajera tiene que ser compartida con el resto de la humanidad. Y que contar sus maravillosas impresiones de los Templos de Angkor va a revelarle al lector los arcanos de la cultura oriental. Por favor, señoras y señores míos –o de vosotros mismos– si alguien quiere estudiar las culturas orientales lo más probable es que prefiera las bibliotecas y los tratados, o, en su otro extremo, la wikipedia.
Y ya que estamos, aquí tengo un martillo para machacarle los dedos a la peor de todas las especies. Los viajescritores, es decir, los profesionales de la literatura de viajes. Te machaco los dedos, viajescritor profesional, para que no sigas machacando el quejumbroso teclado de tu ordenador y vendiéndonos legajos de caminos trillados. No tenemos la culpa de que te hayan pagado bien por algún librillo anterior, y esto te permita navegar el Mekong de punta a cabo, y en unos meses consigas publicar un «dédalo pintoresco de intrincadas callejuelas» o «un navegante al filo de lo imposible». ¿Cuál es tu delito? Deforestar. Que si vas de viajero ecológico no deberías escribir tantas páginas si no tienes algo realmente interesante entre manos, recuerda que el papel de imprenta se hace talando árboles, y sabes perfectamente que las selvas de Laos y Camboya se están quedando calvas.
Por último, queda otorgarme un par de collejas a mí mismo –suavemente, tampoco hay que exagerar– que cuando empecé a escribir cositas sobre mis viajes estaba tan metido en el periodismo que padecía los vicios de la profesión: ese efectismo verbal que le encanta a los jefes de redacción, pero que, haciéndose viejo en el oficio, uno comprende que la buena literatura de viajes no se hace de titulares.
Y ya que estoy hablando con lengua depilada, el problema de muchos viajescritores y periodistas es que no tienen talento. Sé que suena fatal pero tengo que mojarme, porque un escritor de viajes debe atreverse, ante todo, a llamar a las cosas por su nombre. Colegas de profesión: el talento existe, y es tan necesario como un tren para cruzar la India en condiciones auténticas. ¿Y qué cosa es el talento? Vaya usted a saber, pero… ¿Te suena tener la sensibilidad para saber que unas palabras quedan mejor al lado de otras, y que hay cosas que no se dicen de determinada manera? ¿Te resulta familiar el hecho de que la escritura opera a través de los sentidos? La escritura de viajes tiene que ver con la realidad a través de lo que puede ser visto, oído, olido, palpado, degustado; y es allí, en lo concreto, donde operan los sentidos y donde se obtienen las verdaderas revelaciones. No sé si con talento se nace –probablemente– pero sí estoy seguro de que se hace camino al andar en cuanto a talento se refiere.
¿Quiénes escriben sobre sus viajes? Perogrullamente hablando, los viajeros. Y más hoy que cualquiera puede publicar en blogs, facebook o espacio semejante, las cositas que le pasaron mientras ganduleaba a lo largo y ancho del orbe. ¿Cuál es el papel de la literatura de viajes que escriben los que se ven impulsados a decirle «verdades al mundo»? Cualquiera puede imaginarlo: el papel de esa literatura de viajes es un papel higiénico. Ciertos bienintencionados se sienten dueños de un caudal de experiencias desbordado por un monzón de «sabiduría de vida», y como no son tacaños –un viajero nunca reconoce que es tacaño, pero suele serlo– un día deciden compartir su sabiduría. Limpiarle el camino de ignorancia a los que vendrán luego. Pero lo hacen sin saber escribir.
Me veo ahora en Hoi An, una localidad vietnamita donde el deportinegocio regional es hacer ropa a medida. No hay portal colonial afrancesado que no oponga al viajero biombos y maniquíes, perchas y carteles, como si se tratara de una pista de carreras con obstáculos para que uno tropiece y se anime a tomarse las medidas y hacerse alguna cosa. En medio de todo esto puedo apreciar, en terrazas de hostales, cafeterías y baretos, a los ilustres viajeros bolígrafo en mano u ordenador desplegado, escribiendo sus experiencias. Machacando teclados o emborronando cuartillas, actualizando blogs o dilapidando facebook… los veo ahí y pienso: qué maravilloso sería que toda esta gente escribiera, además de sin mala ortografea, con encanto. Con algo de maña y oficio. Consiguiendo que de verdad aprendiéramos a viajar a través de sus líneas como si fueran líneas ferroviarias, y a asomarnos a lugares remotos con la sensación de que mil palabras valen más que una imagen de National Geographic.
He aquí el primer problema al que me enfrento con este libro: no existe una metodología especializada ni un conjunto de «técnicas particulares» para la literatura de viajes. Estamos ante un género versátil, flexible y a veces difuso. Y a pesar de su antigüedad –tal vez precisamente por su longeva convivencia con otros géneros literarios– establece diversas relaciones incestuosas. Escribir sobre un viaje puede enmarcarse en el ensayo, o seguir las pautas más ortodoxas de la crónica, pero también podemos «novelar» nuestro viaje, o estructurar un blog a manera de minirrelatos o comentarios a pie de foto.
Leyendo libros de viaje he observado que el autor se preocupa, en primera instancia, por una sola cosa: el lugar al que ha ido. Luego están los personajes y los sucesos, pero a menudo me da la impresión de que los personajes están ahí porque no queda otro remedio: alguien tiene que vendernos un billete de tren o servirnos de guía en una selva de Laos para que no pisemos una mina, pero lo que se dice construir un personaje, es decir, darle al lector una entidad concreta, un ego literario eficaz y memorable, eso parece ser cosa de escritores, no de viajeros que escriben. Y en cuanto a la trama, es cierto que los viajescritores suelen preocuparse por narrarnos alguna peripecia, pero como muchos desatienden las pautas más básicas del género-madre de las tramas –el relato– lo que nos cuentan suele parecerse a cuando nuestra pareja empieza a contarnos lo que soñó anoche: aquello le interesa mucho a quien lo cuenta, pero nosotros no hacemos más que pensar en ese maravilloso momento en que se calle. Parafraseando a Borges: el viajescritor, che, ese «argentino» insoportable, el lector ya se ha ido y él sigue hablando.
He aquí una pauta modesta y útil: literariamente hablando, es posible que el viaje en sí, no baste. ¿De qué hablamos, entonces, cuando hablamos de escribir sobre nuestro viaje?
Cualquiera que sea el subgénero o formato para contarle al prójimo lo que hemos vivido, el denominador común implica dos cosas: 1) estamos transmitiendo una experiencia «real»; 2) tenemos que echar mano de herramientas literarias para transmitir eficazmente nuestra experiencia. Y aquí lo más importante es el punto 2, porque la «realidad», aunque compartida, es cosa de cada cual (y de los filósofos).
… Y hablando de filósofos: lo peor que puede hacer alguien cuando pretende contarnos su viaje es ponerse filosófico. Demos un paso más, y señalemos una peligrosa procesión de prototipos de viajescritores a los que no debes unirte bajo ningún concepto.
El viajescritor filosófico: una cosa es filosofar modesta y contenidamente en un par de párrafos, y otra es dárselas de sabiondo. Piensa...