En el piso de abajo
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Memorias de una cocinera inglesa de los años 20

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Memorias de una cocinera inglesa de los años 20

Descripción del libro

«Estas memorias, divertidas y conmovedoras, airadas y llenas de encanto, me obsesionaron hasta que, muchos años después de leerlas, intenté captar a la gente que describe delante de una cámara. Lo cierto es que le debo mucho a Margaret Powell.»

Julian Fellowes, creador de Downton Abbey



«Si le han gustado Downton Abbey y Arriba y abajo, disfrutará con estas memorias de una mujer luchadora»

Eileen Atkins, cocreadora de Arriba y abajo



«Margaret Powell se dedica con toda la fuerza de su rabiosa inteligencia a desmontar un sistema que decretaba que dos grupos de seres humanos debían vivir vidas radicalmente distintas bajo un mismo techo»

Elizabeth Lowry, The Wall Street Journal



En el piso de abajo son las memorias de una mujer sedienta de educación que no comprende por qué, cuando pedía un libro de la biblioteca de sus señores, éstos la miraran incrédulos y espantados. Con el tiempo, aprendió por su cuenta y en 1968 publicó este libro, que ha sido la fuente reconocida de inspiración de series como Arriba y abajo y Downton Abbey, pero mucho más incisiva e intencionada que ellas.
En el sótano, a «ellos» (como llamaban a los señores), se les hacía «una especie de psicoanálisis de cocina, sin cabida para Freud. Creo que nosotros sabíamos de la vida sexual ajena mucho más de lo que él llegó a saber nunca».
Penetrante en su observación de las relaciones entre clases, libre y deslenguada en la expresión de sus deseos, Margaret Powell nos cuenta qué significaba para los de abajo preparar las cenas de seis platos de los de arriba. Un documento excepcional.

Preguntas frecuentes

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Información

Año
2016
ISBN de la versión impresa
9788484288381
ISBN del libro electrónico
9788484288671
1
Nací en Hove en 1907. Yo era la segunda de siete hermanos. Lo primero que recuerdo es que había niños que parecían andar mejor de dinero de lo que andábamos en mi familia. No obstante, nuestros padres se preocupaban muchísimo por nosotros. Hay algo que recuerdo especialmente, y es que todos los domingos por la mañana mi padre nos traía una revista de historietas y una bolsa de golosinas. Las revistas de historietas valían medio penique cuando eran en blanco y negro, y un penique cuando estaban coloreadas. Cuando lo recuerdo ahora, me pregunto cómo se las arreglaría para comprarlas cuando estaba sin trabajo y en casa no entraba nada de dinero.
Mi padre era pintor y decorador, una especie de manitas. Todo se le daba bien: arreglar tejados, enlucir… pero su fuerte era pintar y poner papel pintado. Sin embargo, en nuestro barrio había poco trabajo en invierno. A la gente no le gustaba que se hicieran arreglos en su casa por esas fechas. No se podía pintar por fuera, y nadie quería tampoco las complicaciones de pintar dentro. De modo que los inviernos eran tiempos difíciles.
Mi madre limpiaba casas desde la ocho de la mañana hasta las seis de la tarde por dos chelines al día. A veces volvía a casa con algún tesoro, como un cuenco de grasa de carne asada, media hogaza de pan, un poquito de mantequilla o un tazón de sopa. Mi madre odiaba aceptar cosas. Odiaba la caridad. Pero a nosotros nos gustaba tanto que trajera cosas que, cuando veíamos que traía algo, salíamos corriendo para ver qué era.
Supongo que hoy puede parecer curioso que mi madre odiara tanto la caridad, pero cuando mis padres nos criaron no había dinero para los desempleados. Si recibías algo, era por caridad.
Me acuerdo de que mi madre, una vez en que solo teníamos un par de zapatos para cada uno y todos necesitaban remiendos, se acercó al ayuntamiento para ver si le daban alguna ayuda. Tuvo que contestar montones de preguntas y le hicieron sentirse avergonzada por no tener suficiente dinero para mantenerse.
Encontrar un lugar donde vivir era por aquel entonces muy distinto a como es ahora. Bastaba con salir a la calle y andar un poco para ver carteles de «Se alquilan habitaciones».
Cuando las cosas se ponían muy cuesta arriba, nosotros solo podíamos tener una o dos habitaciones, y siempre en casa ajena. Sin embargo, cuando papá tenía trabajo, podíamos alquilar media casa. Nunca tuvimos casa propia. Por aquel entonces poca gente podía permitirse tener una casa entera para su familia. En lo que se refiere a comprar una casa, ¡santo cielo!, era algo que ni se nos pasaba por la cabeza.
Me acuerdo de que yo me preguntaba a menudo cómo era posible que, estando las cosas tan mal como estaban, mamá no dejara de tener niños, y también me acuerdo de lo mucho que se enfadaba porque una pareja de solteronas para las que trabajaba le decía sin parar que no tuviera más hijos porque no podía permitírselo. Una vez le pregunté a mi madre: «¿Por qué tienes tantos niños? ¿Es difícil tener niños?». Y ella me respondió: «Para nada. Coser y cantar».
Ya ven cuál era el único placer que podía permitirse la gente pobre. Era algo que no costaba nada, al menos no mientras se estaba haciendo el niño. Tener niños era de lo más fácil. A todo el mundo le daban igual los médicos y, además, traer a la partera suponía poco gasto. En cuanto al hecho de que después sí que fuera a suponer un gasto, bueno, por aquel entonces la clase trabajadora nunca pensaba mucho en el futuro. No se atrevía a hacerlo; bastante tenía con vivir al día.
Además, la gente no pensaba en el control de la natalidad. Solo se pensaba en tener familia. Tal vez fuera un legado de la época victoriana porque, en cierto modo, cuantos más hijos tenías más se te veía como a alguien que cumplía con su deber de ciudadano cristiano. Aunque la verdad es que la Iglesia no tenía mucho peso en la vida de mi padre o de mi madre. No creo que tuvieran mucho tiempo para eso. Aunque seguramente sería más exacto decir que sí tenían tiempo, pero no disposición. A algunos de nosotros ni siquiera nos habían llevado a cristianar. Yo, por ejemplo, no lo estaba, y nunca lo he estado. Sin embargo, todos teníamos que ir a la escuela dominical. No porque mis padres fueran religiosos, sino porque así se nos quitaban de en medio.
Los domingos por la tarde se dedicaban a hacer el amor, porque en las casas de la clase trabajadora no se podía tener mucha intimidad. Cuando vivías en dos o tres cuartos, alguno de los niños siempre dormía contigo. Si tenías sentido de la decencia –y mis padres lo tenían porque en toda mi infancia nunca llegué a enterarme de si hacían el amor– te esperabas hasta que se durmieran o no anduvieran por medio. La verdad es que nunca los vi siquiera darse un beso, porque mi padre era tirando a seco, al menos en apariencia, y me asombré mucho cuando, no hace tanto, mi madre me dijo que en realidad era un hombre muy ardiente. Así que, como ven, solo podían dejarse llevar cuando los niños no andaban por medio.
Total, que los domingos por la tarde, después de una buena comida (todo el mundo procuraba hacer una buena comida los domingos) era el momento de pasarse un rato en la cama, haciendo el amor y echándose una siestecita. Porque, como me dijo mi madre tiempo después, puestos a hacer el amor, mejor hacerlo con comodidad. Cuando llegas a la mediana edad, hacerlo en rincones raros ya no te hace tanta gracia. Por eso la escuela dominical tenía tanto éxito. No sé cómo será ahora.
Mi hermano y yo empezamos a ir juntos al colegio. Por aquel entonces te dejaban empezar con cuatro años. Mi madre me envió a la escuela con él porque ya tenía a otro niño danzando por ahí, y pensó que sería mejor quitarse a dos de encima.
Teníamos que volver a casa para el almuerzo. En el colegio no se daba de comer, ni leche, ni nada parecido. Te llevabas una rebanada de pan con mantequilla envuelta en un trozo de papel y se la dabas a la maestra para que te la guardara, porque muchos de nosotros, de niños, teníamos tanta hambre que nos la comíamos a mordisquitos durante las clases de la mañana, en lugar de estar haciendo lo que tuviéramos que hacer. A las once en punto nos las repartían.
Guardo pocos recuerdos de mis primeros días en el colegio; es como si, hasta los siete años, no hubiera tenido necesidad de ocupar un lugar en la existencia. Lo que pasó es que, como mi madre se marchaba temprano por la mañana para ir a servir y yo era la niña mayor, me tenía que ocupar de poner el desayuno a mis hermanos. Piensen que para darles el desayuno no había que cocinar, ni nada parecido. Nunca tuvimos huevos, ni tocino, y de los cereales ni siquiera habíamos oído hablar. En invierno tomábamos avena cocida, y en verano únicamente pan con margarina y una capa fina de mermelada, cuando mamá traía. Solo teníamos permiso para tomar tres rebanadas.
Siempre me gustó ir a la panadería y comprar esos panes redondos que por encima tienen un dibujo que hace cuatro picos (creo que se llamaban panes de Coburgo). Siempre nos peleábamos para quedarnos con los picos, porque contaban como un trozo de pan pero llenaban más que una rebanada.
Después preparaba el té –un té muy flojo al que se llamaba escoria, de lo barato que era–, recogía, fregaba y me preparaba para ir al colegio.
Llevaba a la guardería a los dos pequeños. Valía seis peniques diarios por niño. Por ese dinero, también almorzaban. Los dejaba allí justo antes de entrar al colegio y los recogía por la tarde, al salir.
A mediodía me iba a casa corriendo, sacaba las patatas y las verduras, ponía en marcha el almuerzo y hacía todo cuanto podía para que mi madre, al volver corriendo del trabajo, no tuviera más que servirlo.
Por lo general comíamos estofados, porque es lo que más llena.
A veces madre nos preparaba un pudín de carne. Cuando pienso ahora en aquel pudín de carne, me hace gracia. Me acercaba hasta la carnicería y pedía seis peniques de «adornos de mostrador». La higiene no tenía nada que ver con lo que es ahora, y los carniceros colocaban unas grandes tablas de madera fuera de la tienda para exponer toda la carne, a la gente y a las moscas. A medida que cortaban siempre quedaban restos de carne, que iban esparciendo alrededor. A esos recortes se les llamaba «adornos de mostrador».
Por lo general, yo compraba seis peniques de recortes y un penique de sebo. Con eso mi madre preparaba un pudín de carne fantástico. Sabía muchísimo mejor que el que yo hago ahora, cuando pago cinco o seis chelines por la carne.
En cuanto acababa de comer, mi madre se volvía al trabajo a todo correr, porque solo le daban media hora de descanso. Total, que a mí me tocaba fregar antes de volverme al colegio. Después, en cuanto salía por la tarde, recogía a los dos pequeños de la guardería, los llevaba a casa, ordenaba y hacía las camas.
Nunca tuve la sensación de estar sufriendo, ni tampoco de que me maltrataran. Las cosas eran así, nada más. Cuando eras la hija mayor en una familia de clase trabajadora, eso era lo que se esperaba de ti.
Por las tardes era mamá quien se encargaba de todo, claro. Volvía a casa a eso de las seis y nos daba de merendar lo mismo que en el desayuno: pan con margarina.
De pequeña nunca salí de noche a la calle, y mis padres eran muy estrictos en este sentido. En cambio, leía mucho. Por entonces ya teníamos una biblioteca gratuita. También nos las apañábamos para entretenernos solos.
Mi hermano mayor nos montaba a menudo espectáculos de magia. Se le daba de maravilla. Alguien nos regaló una linterna mágica con transparencias. No se movían, desde luego, pero mi hermano se las arreglaba para inventarse historias sobre ellas. No hubo una sola tarde en que nos aburriéramos. Siempre había algo que hacer.
A diferencia de mucha gente que he conocido, en mis años de escuela yo no hice amigos que perdurasen. Supongo que es fácil verlo desde hoy y afirmar que mi madre y mi padre eran poco sociables porque no nos daban permiso para traer amigos a casa. Mamá ya tenía bastantes niños. Nunca tuve fiestas de cumpleaños, por supuesto; esas cosas eran inimaginables.
En el colegio había dos niñas con las que me llevaba bien, pero ya se sabe lo que pasa cuando hay tres, que son multitud y a una le dan de lado, y ésa siempre era yo. Creo que aquellas dos niñas procedían de casas donde se hablaban las cosas, como por ejemplo de sexo, porque entre ellas había una especie de código, del que yo nunca entendí ni una palabra, que hacía que anduvieran todo el rato con risitas. Una vez, cuando yo estaba a punto de cumplir los trece, una de ellas –se llamaba Bertha– no quería salir a jugar. Yo le pregunté: «¿Por qué? ¿Por qué no puedes venir?». Y ella me respondió: «Es que ayer anduve en bicicleta y me hice daño, así que ahora no puedo hacer nada». Y las dos empezaron con sus risitas.
Pero la verdad es que, teniendo como tenía a mi familia, todo eso me daba igual y, además, teníamos toda la ciudad a nuestra disposición.
2
Hove era un sitio estupendo, sobre todo para los niños, y en especial para los niños que no tenían dinero. La ciudad no era como es ahora.
Por ejemplo, la zona junto al mar y los campos contiguos. Esos terrenos ahora están arreglados para gente adinerada. Hay un juego del reloj para entrenarse al golf, hay tenis y bolos, pero no hay nada de nada para los niños. Sin embargo, cuando yo era pequeña aquellos terrenos eran para todo el mundo. No había nada más que hierba y un refugio, y por alrededor había arbustos en los que se podía jugar fantásticamente al escondite. Podías ir allí y organizar una merienda campestre; no había guardas que vinieran a darte la lata.
Otra ventaja era que el campo estaba al lado de la ciudad. Viviéramos donde viviéramos, apenas teníamos que caminar unos minutos y ahí estaba el campo, con sus granjas.
Los granjeros eran muy simpáticos. Nos dejaban andar por ahí, asomarnos a la cochiquera para rascar a los cerdos, imitar el cacareo de las gallinas y quedarnos a ver cómo ordeñaban las vacas. A veces, la mujer del granjero salía y nos daba un vaso de limonada.
Había árboles para subirse a ellos, árboles fantásticos que parecían haber crecido justo para los niños.
En la playa se montaban espectáculos a orillas del mar, los de Pierrot. Sentarse en una silla de playa y quedarse a ver el espectáculo valía seis peniques o un chelín, pero ni que decir tiene que nosotros nunca teníamos ese dinero. Así que nos quedábamos al fondo.
Desde la distancia que da el tiempo, creo que aquellos espectáculos eran buenos. No eran en absoluto indecentes, porque los presentaban como un espectáculo para toda la familia.
Una soprano salía y cantaba una canción romántica de amores perdidos, sobre un amante que tuvo y se marchó por culpa de un malentendido, y ella esperaba de todo corazón que algún día volverían a encontrarse. La mitad de los espectadores se echaba a llorar, y también los niños que estábamos al fondo. Por entonces la gente creía en esas cosas: morir de amor, conmoverse por ello, arrepentirse de las cosas, las oportunidades perdidas y todo eso. Nadie tenía esa actitud de «a mí qué me importa». Después salía el barítono, que cantaba canciones sobre la amistad, Inglaterra, y una muy conocida llamada Hands Across the Sea.
Ahora todas estas cosas pueden parecer bagatelas, pero a nosotros el espectáculo nos parecía estupendo y a los demás espectadores, también.
Luego estaban los burros y el señor que los cuidaba. Hace poco he oído que se dice que la gente que pasa mucho tiempo con animales termina pareciéndose a ellos, tanto por su aspecto como por sus gestos. Era el caso del señor que cuidaba de los burros. Era viejo, bajito, encorvado, gris y muy peludo. No es que tuviera barba, sino que parecía salirle pelo por todas partes. Muchas veces he pensado que, de haberse puesto a cuatro patas, podríamos habernos subido encima y no habernos dado cuenta de que a lo que estábamos subidos no era un burro.
¡Qué pena daba esa recua de burros! Supongo que no les faltaba la comida, pero los burros son criaturas que siempre dan pena, salvo cuando están bien cuidados, y éstos no debían estarlo. Pero los niños pudientes nunca necesitaron sentarse a lomos de un burro, como los niños normales. ¡Desde luego que no! Podrían haberse ensuciado. Ellos iban en un cochecito tirado por perros, todo él tapizado de cuero rojo. Había sitio para dos. Aquellos niños iban con niñeras que los tenían a su cargo y salían a la calle vestidos de punta en blanco, en carricoches muy amplios.
El dueño del cochecito tirado por perros tenía que ir andando junto a los niños por un lado, y por el otro tenía que ir la niñera, no fuera a pasarles algo a esos angelitos. Sin embargo, no pasaba nada por que nosotros fuéramos trotando a lomos de los viejos burros, con el trasero escocido.
A los niños ricos nunca les dejaban jugar con los niños de clase baja como nosotros. Nunca les dejaban jugar con nadie, solo con otros niños igual de ricos. Y nunca iban a ningún sitio solos, sino siempre con sus niñeras. Algunos tenían dos: una niñera y una ayudante de niñera. Los terrenos junto al mar estaban abiertos a todos y a nosotros no podían echarnos, pero, si algún niño se acercaba a nosotros, la niñera le decía: «¡Vete de ahí! ¡Aléjate ahora mismo! ¡Ven aquí!». Nunca les dejaban hablar con nosotros.
Como se pueden figurar, nosotros sentíamos por ellos una especie de desdén. Había cosas que ellos no podían hacer y nosotros sí. No les dejaban ensuciarse, ni andar entrando y saliendo de los arbustos. Tampoco les dejaban subirse a los bancos y andar sobre sus estrechos respaldos. No les dejaban hacer nada divertido, pero no era culpa suya.
Fuera como fuese, nunca nos mezclábamos. Jamás. Ellos jugaban a sus jueguecitos exquisitos con grandes pelotas de colores, se paseaban con sus cochecitos de muñecas o daban vueltas con sus patinetes. En cambio, nosotros no teníamos nada de nada, todo lo más alguna pelota de tenis vieja, pero con todo y eso jugábamos a juegos fantásticos, sin tener absolutamente nada.
Puede que si nos hubieran dejado mezclarnos nos habríamos hecho amigos, pero no lo creo, porque a ellos los educaban con la idea arraigada de que eran una clase de personas distintas de nosotros.
Recuerdo, por ejemplo, una vez en que estaba jugando por ahí y llevaba puesto un abrigo que había sido de mi abuela; era un abrigo afelpado. Una de aquellas niñas se acercó y empezó a hacer comentarios sobre mi abrigo. La niñera la reprendió: «No debes decir eso, preciosa, al fin y al cabo son niños pobres. Su mamá no tiene dinero». Y la niña se echó a reír y contestó: «Sí, pero ¿has visto qué pinta tiene? A lo mejor mamá tiene algo que darle para que se lo ponga». Aquello me fastidió un montón. Hasta entonces, a mí aquel abrigo me había dado igual. No me había parecido que llevar un abrigo de mi abuela estuviera mal. El incidente se me grabó en la memoria, pero no tuve tiempo para estar resentida porque siempre había algo que hacer o algo que esperar, como la visita anual del circo.
3
El mejor circo que tuvi...

Índice

  1. Portada
  2. Índice
  3. 1
  4. 2
  5. 3
  6. 4
  7. 5
  8. 6
  9. 7
  10. 8
  11. 9
  12. 10
  13. 11
  14. 12
  15. 13
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  17. 15
  18. 16
  19. 17
  20. 18
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  23. 21
  24. 22
  25. 23
  26. 24
  27. 25
  28. 26
  29. 27
  30. 28
  31. 29
  32. Notas
  33. Créditos
  34. ALBA