Los tres usos del cuchillo
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Los tres usos del cuchillo

David Mamet, Maria Faidella

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Los tres usos del cuchillo

David Mamet, Maria Faidella

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¿Qué hace que una obra dramática sea buena?¿Cómo se relaciona una obra dramática con la vida cotidiana?Para David Mamet, uno de los ideólogos contemporáneos más carismáticos y comprometidos con la creación artística, el teatro con mayúsculas satisface la necesidad humana de ordenar el mundo. Una buena obra dramática lleva al protagonista a invocar frente al público, en el escenario y a través del propio personaje, la fuerza para continuar en la lucha por existir. El autor considera inherente a la naturaleza humana la necesidad de dramatizarlo todo: "Nuestra comprensión de la vida, nuestro propio drama se resume en tres partes: Había una vez... Pasaron los años... Y un día".Los ensayos contenidos en Los tres usos del cuchillo actúan como un elocuente recordatorio de que las vidas privadas se componen de pequeñas escenas de tragedia y comedia que sólo tienen sentido como parte de una obra dramática que es la propia biografía en su conjunto.Lleno de toques autobiográficos, David Mamet proporciona en este libro las claves para detectar el teatro tramposo y autocomplaciente que defiende la sociedad mediática occidental. En su conjunto, Los tres usos del cuchillo es una llamada al arte y a las armas, un manifiesto que nos recuerda el poder singular de la obra dramática para mantenernos sanos, cuerdos y humanos.

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Información

Año
2015
ISBN
9788490650905
Capítulo 1
El "efecto enfriador" del tiempo
Teatralizamos por naturaleza. Por lo menos una vez al día damos una nueva interpretación a la situación atmosférica, fenómeno en esencia impersonal, para expresar la percepción que tenemos del universo en ese momento: «Qué bien, se ha puesto a llover. Precisamente hoy, que estoy deprimido. como la vida misma».
O decimos: «No recuerdo haber pasado nunca tanto frío», en un intento de crear un vínculo con nuestros contemporáneos. O tal vez: «Cuando era niño, los inviernos eran más largos», con el propósito de encontrar alguna ventaja al hecho de hacerse viejo.
El clima es impersonal, pero nosotros lo percibimos y lo explotamos como un fenómeno teatral, es decir, con una trama argumental, intentando comprender lo que significa para el protagonista, o sea, para nosotros mismos.
Teatralizamos el tiempo, el tráfico y otros fenómenos impersonales haciendo uso de la exageración, la yuxtaposición irónica, la inversión, la proyección y todas las estrategias de las que se valen el dramaturgo, para crear fenómenos emocionalmente significativos, y el psicoanalista, para interpretarlos.
Para teatralizar un incidente cambiamos el orden de los acontecimientos, los alargamos o los acortamos hasta que comprendemos el significado personal que tienen para nosotros, protagonistas del drama individual que sabemos que es nuestra vida.
Si decimos: «Hoy he esperado el autobús», tal afirmación no tiene nada de teatral. Un poco más lo sería ésta: «Hoy el autobús ha tardado mucho en venir». Si afirmamos: «Hoy el autobús ha venido enseguida», la frase no es teatral en absoluto (y no hay motivo suficiente para pronunciarla). En cambio, si decimos: «Nunca te imaginarías lo poco que he esperado el autobús hoy», de repente habremos aplicado unas estrategias de dramatización a un suceso cotidiano.
«Hoy el autobús ha tardado media hora» es una afirmación teatral, en cuanto significa que he esperado durante una cantidad de tiempo suficiente para que el otro comprenda que era demasiado.
(Esta apreciación es importante. No puedo elegir un espacio de tiempo muy corto si quiero que el otro capte exactamente mi mensaje, ni tampoco demasiado largo para que no resulte exagerado, en cuyo caso no se trataría de un drama, sino de una farsa. Así pues, el proto-dramaturgo elige de una manera inconsciente –y también perfecta, como está en nuestra naturaleza hacerlo– el espacio de tiempo que permite al interlocutor la suspensión de la incredulidad y admitir que una espera de media hora no está fuera del ámbito de lo probable, aunque tampoco se incluye dentro de los parámetros de lo insólito. El interlocutor acepta la afirmación porque le divierte y en este momento queda escenificada y admitida una pequeña obra perfectamente reconocible.)
«En toda la historia de la Liga Nacional de Fútbol sólo dos veces con anterioridad, en un partido fuera de temporada, un principiante relegado al banquillo por lo que parecía una lesión grave se había recuperado y lanzado a una carrera de 100 metros.»
Las estadísticas de la Liga, al igual que ocurre con la espera del autobús, se centran en hechos corrientes que se adaptan para ofrecer un efecto teatral. La exclamación «¡Cómo corre!» se eleva a categoría estadística para que saboreemos el momento de una manera más prolongada, mejor y distinta. A la escapada del jugador se le adjudica la carga dramática de lo indiscutible.
Tomemos el ejemplo de unas frases tan útiles como «tú siempre» y «tú nunca», que nos permiten volver a formular un enunciado incipiente y convertirlo en dramático. Teatralizamos las expresiones para obtener un beneficio personal, tal vez para imponernos al otro, como en el caso de «tú siempre» o «tú nunca», o para iniciar una charla de sobremesa con un buen tema de conversación: «Hoy el autobús ha tardado media hora».
En estas pequeñas obras convertimos lo común o intrascendente en particular y objetivo, es decir, en parte de un universo que nuestra formulación proclama como comprensible. Esto es buena dramaturgia.
La mala dramaturgia la encontramos en la palabrería de los políticos que tienen poco o nada que decir. Denigran el proceso centrando más bien su discurso en lo subjetivo y nebuloso: hablan del Futuro, hablan del Mañana, hablan del Estilo Americano, de Nuestra Misión, de Progreso, de Cambio.
Son términos que inflaman los ánimos pacíficamente (o no tan pacíficamente, pues significan «Levantaos», o «Levantaos y poneos en marcha sin miedo») y que actúan en calidad de drama. Son comodines en la progresión teatral que funcionan de manera similar a las escenas de sexo o de persecuciones de coches en las películas de serie B; palabras que no tienen relación alguna con los problemas reales y que se intercalan como gratificaciones modulares en una historia carente de contenido.
(Del mismo modo podemos suponer que, puesto que tanto demócratas como republicanos reaccionan mutuamente al posicionamiento y las opiniones del otro con el grito de «¡difamación!», sus respectivas actitudes son idénticas.)
Podemos ver el impulso natural de teatralización cuando un periódico ofrece la recaudación de una película. Este impulso –la necesidad que sentimos de estructurar causa y efecto para incrementar nuestra provisión de conocimientos pragmáticos del universo– es inexistente en la película, pero aflora espontáneamente en nuestra representación de un drama que tiene lugar de manera natural entre películas, de la misma manera que cuando se extingue el interés que sentíamos por Zeus creamos espontáneamente el panteón.
Algunos dicen que la tierra se calienta. No, dicen otros, os habéis vuelto locos. Así que ahora hemos inventado el efecto enfriador del viento. Puesto que no podemos eliminar la desazón que nos causa el cambio climático, lo teatralizamos, transformamos incluso una medida tan poco personal –cabría pensar– y tan científica como es la temperatura exactamente de la misma manera que teatralizamos el tiempo de espera en la parada del autobús.
Cuando necesito indignarme exclamo: «¡El maldito autobús ha tardado MEDIA HORA en venir!». Cuando, por el contrario, no quiero inquietarme digo: «Sí, puede que hoy haga más calor de lo normal, pero gracias al efecto enfriador del viento…».
(Obsérvese que se trata de una estrategia dramática bastante elegante, pues la velocidad del viento no es siempre la misma y puede atenuarse según estemos a su merced o a resguardo. La idea del «efecto enfriador» suspende momentáneamente en nosotros la duda o la incredulidad, por la satisfacción que nos produce que su acción sea cierta.)
Cuando el contenido de la película o la resolución del poder legislativo no nos satisfacen (es decir, no calman nuestra ansiedad, no nos ofrecen ninguna esperanza) convertimos esa tediosa acción en una superhistoria, del mismo modo que el mito de la creación es reemplazado por el panteón y las luchas intestinas sustituyen la anomia esencial del ser/la nada. (Si vemos cualquier drama televisivo durante un tiempo suficiente, la Casa Blanca de Clinton, Canción triste de Hill Street o Urgencias, observaremos que la fuerza dramática original da paso a la trifulca doméstica. Pasado un tiempo, la noticia deja de ser noticia y exigimos un drama. Así es como percibimos el mundo.)
Nuestro mecanismo de supervivencia ordena el mundo siguiendo la secuencia causa-efecto-conclusión.
Freud calificó la música de perversidad polimorfa. Gozamos de la música porque en ella se elige un tema que sigue elaborándose a sí mismo hasta que finalmente se resuelve; es un momento que nos produce tanta complacencia como la mayor revelación filosófica, aunque la resolución carezca de contenido verbal. Sucede lo mismo en la política y en la mayoría de los espectáculos populares.
Cuando el día toca a su fin, los niños corretean de un lado a otro para aprovechar las últimas energías del día. El equivalente en el caso de los adultos es, al ponerse el sol, crear o presenciar un drama, es decir, ordenar el universo de una manera comprensible. La obra/la película/el chisme vespertino es el último ejercicio de nuestro mecanismo de supervivencia del día, y en él intentamos descargar todo vestigio de energía perceptiva a fin de poder dormir. De ahí que intentemos obtener el drama y, si no lo conseguimos, que lo improvisemos de la nada.



El partido de fútbol perfecto
¿Qué entendemos por un partido perfecto?
¿Deseamos que nuestro equipo se haga dueño del campo vapuleando al contrario desde el primer momento y que llegue al final del partido con una goleada avasalladora?
No. Queremos un juego igualado que nos depare muchos reveses emocionantes, y en el que retroactivamente parezca que todo el partido ha apuntado hacia una conclusión satisfactoria e inevitable.
Deseamos, en efecto, una estructura en tres actos.
En el primer acto, evidentemente, nuestro equipo se adueña del campo y se impone al contrario; nosotros, sus seguidores, nos sentimos orgullosos. Sin embargo, antes de que este orgullo se convierta en arrogancia, ocurre algo: nuestro equipo comete un error, y el bando contrario reacciona y se crece haciendo gala de una fuerza e imaginación insospechadas. Nuestro equipo flaquea y se repliega.
En el segundo acto de este partido perfecto, nuestro equipo, confuso y abatido, olvida los principios de cohesión, estrategia y destreza que le hacían fuerte y se va hundiendo en el abatimiento más profundo. Cualquier esfuerzo para resarcirse fracasa. Y justo cuando creemos que la suerte empieza a cambiar, se produce un penalti o una decisión arbitral que nos devuelve al punto de partida. ¿Podía haber ocurrido algo peor?
Pero… un momento: cuando todo parece irremisiblemente perdido, llega la ayuda (tercer acto) desde un flanco inesperado. Un jugador hasta entonces considerado mediocre sale con un bloqueo, una escapada o un lanzamiento que proporciona el atisbo (un atisbo ¡atención!) de una posible victoria.
Sí, sólo un atisbo, pero basta para que el equipo se lance a jugar casi con todo su esfuerzo. Y los jugadores, en efecto, se recuperan. Nuestro equipo vuelve a igualar el marcador y, mirabile dictu, su juego es precisamente el que los puede llevar a la victoria.
Pero por poco tiempo, ya que una vez más pierden la ventaja. Otra vez por culpa de la fatalidad o de su mano derecha, un árbitro obcecado, ignorante o malintencionado.
Pero fíjense: la lección del segundo acto1 no cayó en saco roto. Algunos pueden creer que es demasiado tarde, que se está agotando el tiempo, que nuestros héroes están demasiado cansados. Sin embargo, ponen toda la carne en el asador y hacen un último esfuerzo, el último intento. ¿Y logran imponerse? ¿Consiguen la victoria cuando quedan escasos segundos para que finalice el partido?
No pueden por menos que triunfar, pues en los últimos segundos el desenl...

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Estilos de citas para Los tres usos del cuchillo

APA 6 Citation

Mamet, D. (2015). Los tres usos del cuchillo ([edition unavailable]). Alba Editorial. Retrieved from https://www.perlego.com/book/2559219/los-tres-usos-del-cuchillo-pdf (Original work published 2015)

Chicago Citation

Mamet, David. (2015) 2015. Los Tres Usos Del Cuchillo. [Edition unavailable]. Alba Editorial. https://www.perlego.com/book/2559219/los-tres-usos-del-cuchillo-pdf.

Harvard Citation

Mamet, D. (2015) Los tres usos del cuchillo. [edition unavailable]. Alba Editorial. Available at: https://www.perlego.com/book/2559219/los-tres-usos-del-cuchillo-pdf (Accessed: 15 October 2022).

MLA 7 Citation

Mamet, David. Los Tres Usos Del Cuchillo. [edition unavailable]. Alba Editorial, 2015. Web. 15 Oct. 2022.