SEVASTÓPOL EN AGOSTO DE 1855
I
A finales de agosto, por el camino a Sevastópol, lleno de grandes desfiladeros, entre Duvanka y Bajchisarái, iba al paso en medio de un polvo denso y caluroso un coche de oficiales (ese singular coche que no se encuentra en ningún otro lugar y que resulta de unir la carretela judía, el carruaje ruso y una cesta).
En la parte delantera del coche un ayudante vestido con levita de nanquín y una gorra ya sin la menor forma de antiguo oficial iba en cuclillas y tiraba de las riendas. Detrás, encima de paquetes y fardos cubiertos con una guadrapa, iba sentado un oficial de infantería con su capote de verano. El oficial era, de lo poco que se podía deducir por su posición, de estatura baja pero extraordinariamente ancho, no tanto de hombro a hombro como de pecho a espalda. Era ancho y fuerte, su cuello y nuca estaban muy desarrollados y tensos, no tenía lo que se dice talle –corte en medio del tronco– ni tampoco tripa; al contrario, era más bien delgado, especialmente de cara, de un moreno amarillento y enfermizo. Había podido ser atractiva si no hubiera sido por una especie de abotagamiento y por unas ligeras y grandes arrugas, no como las de los viejos, que confundían y ampliaban sus rasgos y le daban una expresión general de rudeza y falta de frescura. Sus ojos eran pequeños, castaños, extraordinariamente vivos, incluso descarados, y llevaba la barbilla y sobre todo los pómulos cubiertos por una barba de dos días increíblemente recia, espesa y negra. El 10 de mayo un casco había herido al oficial en la cabeza; todavía ahora la llevaba vendada, y hoy, como llevara una semana sintiéndose completamente recuperado, volvía del hospital de Simferópol a su regimiento, que se encontraba en algún lugar desde el que se podían oír los disparos; no obstante, todavía nadie le había podido decir si estaba en el mismo Sevastópol, en el Norte o en Inkermán. Los disparos se oían ya muy claros y frecuentes, sobre todo cuando no molestaban las montañas o cuando los traía el viento, y parecían estar cerca: era como si la detonación sacudiera el aire y le hiciera temblar involuntariamente; entonces, se sucedían rápidos ruidos más débiles, como de redoble de tambor, interrumpidos a veces por un zumbido impresionante, o bien se confundía todo en una especie de estruendo atronador, similar al golpe de un trueno en plena tormenta, cuando acaba de empezar el chaparrón. Todos comentaban, y además se podía oír, que el bombardeo era terrible. El oficial metió prisa al ayudante, parecía tener ganas de llegar lo más pronto posible. Hacia ellos venía un gran convoy de campesinos rusos que había transportado provisiones a Sevastópol y que ahora venía de allí, repleto de soldados enfermos y heridos con capotes grises, marineros de abrigo negro, voluntarios griegos con sus feces rojos y reservistas con barba. El coche del oficial se vio obligado a detenerse y éste, entornando los ojos y frunciendo el ceño por la nube de polvo que se levantaba densa e inmóvil en el camino, que se le metía en ojos y orejas y se quedaba pegada en su rostro sudoroso, miraba con indiferencia furiosa las caras de los enfermos y heridos que pasaban a su lado.
–Ese soldado flaco es de nuestra compañía –dijo el ayudante volviéndose hacia su señor y señalando el carro repleto de heridos que en ese momento les alcanzaba.
En su parte delantera iba sentado de lado un ruso barbudo con un gorro de añinos, que iba enrollando el látigo mientras sujetaba bajo el brazo su mango. Tras él, en la telega tiritaban cinco soldados en diferentes posturas. Uno, con la mano en cabestrillo sujeta con una cuerda, con el capote por encima de su sucísima camisa, iba sentado con mucho ánimo, a pesar de estar delgado y pálido, en medio de la telega, y se llevó la mano a la gorra cuando vio al oficial, pero luego, recordando seguramente que estaba herido, hizo como si solo quisiera rascarse la cabeza. A su lado iba otro soldado, tumbado en el fondo del carro; apenas se veían sus manos demacradas, con las que se sujetaba a las tablas del carro, y las rodillas alzadas, que se balanceaban como un guiñapo. Un tercero, con la cara hinchada y la cabeza vendada, sobre la cual se podía ver un gorro de soldado, estaba sentado de lado con las piernas colgando y, apoyándose en las rodillas, parecía dormitar. Precisamente a éste se dirigió el oficial viajero.
–¡Dolzhníkov! –gritó.
–Sí, ay –respondió el soldado, a la vez que abría los ojos y se quitaba la gorra, con voz tan profunda y entrecortada como la de veinte soldados que gritaran al mismo tiempo.
–Hermano, ¿cuándo te hirieron?
Los ojos empañados e hinchados del soldado se animaron; al parecer, había reconocido a su oficial.
–¡Salud, señor! –gritó con esa misma voz profunda y entrecortada.
–¿Dónde está ahora el regimiento?
–En Sevastópol; iban a trasladarse el miércoles.
–¿Adónde?
–No se sabe… seguramente a Sívernaia, señor. Ahora, señor –añadió con voz lánguida mientras se ponía el gorro–, ahora ya disparan por todas partes, cada vez hay más bombas, incluso llegan a la bahía; disparan tanto ahora que la desgracia incluso…
Ya no era posible oír lo que decía el soldado, pero por la expresión de su cara y de su cuerpo se veía que, con el rencor propio de un hombre que sufre, decía cosas desoladoras.
El oficial de viaje, el teniente Kozeltsov, era un militar poco común. No era de esos que viven y obran de cierto modo porque así viven y obran los demás: él hacía todo lo que quería y entonces los otros hacían lo mismo y estaban seguros de que eso estaba bien. Su naturaleza estaba bien dotada; era inteligente y además tenía talento, cantaba bien, tocaba la guitarra, hablaba con mucha viveza y escribía con facilidad, especialmente documentos oficiales, en los que se había hecho diestro en sus tiempos de edecán de regimiento. Pero, sobre todo, era notable la energía de su amor propio, que, a pesar de estar basada sobre todo en ese pequeño talento, era por sí misma un rasgo bien marcado y sorprendente. Tenía ese género de amor propio que se funde con la vida y se desarrolla sobre todo en algunos círculos de hombres, especialmente militares, de tal manera que no concebía más elección que tener la supremacía o destruirse. El amor propio era el motor incluso de sus motivos internos: se decía a sí mismo que le gustaba destacar sobre la gente con la que se comparaba.
–¡Seguro! ¡Mucho caso voy a hacer yo de lo que dice un Moskvá! –farfulló el teniente, sintiendo una amarga apatía en el corazón y cierta confusión de ideas, causada por la visión del convoy de heridos y las palabras del soldado, cuyo significado reforzaba y confirmaba involuntariamente el ruido del bombardeo–. Gracioso este Moskvá… Vamos, Nikoláiev, arranca… ¡Estás dormido! –añadió, gruñendo un poco al ayudante, mientras se arreglaba los faldones del capote.
Nikoláiev tiró de las riendas, chasqueó los labios, y el coche partió al trote.
–Les daremos de comer un momento y seguiremos adelante –dijo el oficial.
II
Al entrar en una calle de Duvanka, flanqueada por ruinas de casas tártaras de piedra, el teniente Kozeltsov tuvo que detenerse para dejar paso a un convoy que llevaba bombas y proyectiles de cañón a Sevastópol y ocupaba todo el camino.
Dos soldados de infantería, cubiertos de polvo, estaban sentados sobre las piedras de una tapia desmoronada y comían sandía con pan.
–¿Va muy lejos, paisano? –dijo uno de ellos, mientras masticaba pan, a un soldado que se detuvo cerca de ellos con un gran saco a la espalda.
–Vamos a la compañía desde la provincia –respondió el soldado mirando de reojo la sandía y colocándose el saco en la espalda–. Hace tres semanas que custodiamos el heno de la compañía, pero ahora, ya ves, nos necesitan a todos. No sabemos dónde está ahora el regimiento. Nos dijeron que la semana pasada los nuestros ocuparon sus puestos en Korabélnaia. ¿No habrán oído algo, señores?
–Está en la ciudad, hermano, en la ciudad –dijo el otro, un viejo soldado de convoy que con gusto hurgaba con una navaja en la sandía blanquecina, sin madurar–. Al mediodía salimos nosotros de allí. Un horror, hermano, así que mejor no vayas; tírate aquí en algún sitio, sobre el heno, y espera a que pase un día o dos.
–Y ¿por qué, señores?
–¿Acaso no oyes?, ahora por todas partes disparan, ya no queda ningún lugar entero. ¡Han matado a tantos que no se pueden ni contar! –y el que hablaba agitó las manos y se colocó el gorro.
El soldado que iba de paso movió la cabeza pensativo, chasqueó la lengua, después sacó de la bota una pipa y, sin llenarla, hurgó en el tabaco quemado, prendió un poco de yesca de un soldado que fumaba y saludó con el gorro.
–¡Dios es lo primero, señores! ¡Hasta la vista! –dijo, y se puso en camino después de echarse el saco a la espalda.
–¡Eh, mejor espera! –dijo con voz lenta pero convincente el que escarbaba en la sandía.
–Siempre es lo mismo –farfulló el caminante pasando entre las ruedas de los carros apiñados–, está visto que también hay que comprar una sandía para cenar. A ver qué dice la gente.
III
La posta estaba llena de gente cuando Kozeltsov se acercó a ella. La primera persona que se encontró ya en el soportal era un hombre muy joven y flaco, el guardia, que iba discutiendo con dos oficiales que le seguían.
–¡No solo van a esperar tres días, sino diez! ¡También los generales esperan, señores! –decía el guardia con ganas de picar a los viajeros–, y yo no se los engancharé.
–¡Así que no le dan caballos a nadie…! ¿Y por qué se los han dado a ese criado que llevaba bultos? –gritó el mayor de los oficiales, con un vaso de té en la mano, evitando claramente los pronombres pero dando la sensación de que era muy fácil tratar de tú al guardia.
–Juzgue usted mismo, señor guardia –decía titubeando el oficial joven–, no vamos por nuestro propio gusto. Deben necesitarnos cuando nos llaman. Le aseguro que daré cuenta el general Kramper. Se diría que… no respeta usted a los oficiales.
–¡Usted siempre tiene que estropearlo! –le cortó el mayor enfadado–. Solamente vale para molestarme, hay que saber hablar con ellos. Ahora nos ha perdido el respeto. ¡Traiga los caballos ahora mismo!
–Y ¿sería tan amable de decirme, amigo, de dónde voy a sacarlos?
El guardia calló un momento, pero de pronto se acaloró y, sacudiendo las manos, dijo:
–Amigo, lo entiendo y lo comprendo todo, pero ¡no puedo hacer nada! Déjenme tan solo –en los rostros de los oficiales apareció la esperanza–, solo déjenme tan solo llegar a fin de mes y entonces ya no estaré aquí. Prefiero ir al kurgán Malájov que quedarme aquí. ¡Gracias a Dios! Hagan lo que quieran, ya que las disposiciones son ésas; en toda la posta no hay ningún carro en condiciones y hace tres días que los caballos no ven un puñado de heno.
Y el guardia desapareció por la puerta cochera.
Kozeltsov entró en la sala con los oficiales.
–Bueno –dijo con total tranquilidad el oficial mayor al joven, aunque apenas un segundo antes parecía estar furioso–, ya llevamos tres meses de viaje, esperaremos otra vez. No importa, tenemos tiempo.
En la sala sucia y llena de humo había tantos oficiales y tantas maletas que Kozeltsov a duras penas encontró un sitio en la ventana para sentarse. Observando las caras y...