La pequeña Dorrit
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La pequeña Dorrit

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La pequeña Dorrit

Descripción del libro

«La pequeña Dorrit es una novela profusa en ideas y personajes, y que hará las delicias de cualquier amante de Dickens. Aunque no tan conocida como otras grandes obras del maestro inglés, se ha de contar, sin duda, entre los mejores frutos de su pluma.» Solodelibros


Después de más de veinte años en China, Arthur Clennam vuelve a Londres convencido de haber desperdiciado su juventud y de que ya ha pasado para él el momento del amor. Su madre, una anciana inválida y siniestra, le recibe gélidamente en la habitación de la que lleva doce años sin salir, y en la que, al fondo, en la penumbra, cose una desventurada muchacha. Arthur cobra enseguida interés por ella, sospechando que puede guardar la clave de un vergonzoso secreto familiar que su madre tenazmente le oculta, y descubre que se trata de Amy Dorrit, nacida en la cárcel de deudores de Marshalsea, donde su padre, uno de los más antiguos presos, es toda una institución.

La pequeña Dorrit (1855-1857), que presentamos en una nueva traducción de Carmen Francí e Ismael Attrache, es sin duda uno de los mejores Dickens, compendio monumental de su destreza narrativa, de su ingenio cómico y de su talento inigualable para crear ambientes y personajes.

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Información

Año
2012
ISBN de la versión impresa
9788484286707
ISBN del libro electrónico
9788484286950
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
Libro primero
Pobreza
Capítulo I
Sol y sombra
Un día, hace treinta años, un sol abrasador caía sobre Marsella.
Un sol ardiente en un implacable día de agosto no era algo extraordinario en el sur de Francia; no lo había sido hasta la fecha ni lo sería después. Nada en Marsella ni alrededor de Marsella había dejado de mirar el fiero cielo que, a su vez, todo lo había mirado, hasta tal punto que el hábito de mirar había llegado a generalizarse. La mirada inamovible de las casas blancas, de las paredes blancas, de las calles blancas, de los trechos de áridos caminos, de las colinas cuyo verdor se había agostado, se clavaba en los forasteros hasta sacarlos de quicio. Lo único que no miraba, ni inamovible ni enojado, eran las vides que se inclinaban con el peso de las uvas. Éstas, de vez en cuando, parpadeaban bajo un aire cálido que apenas agitaba las desmayadas hojas.
Ni el menor soplo de viento rizaba las aguas pestilentes del puerto o del bello mar abierto. La línea divisoria entre los dos colores, negro y azul, mostraba el punto que el mar puro jamás querría cruzar, y éste seguía tan inmóvil como el abominable estanque con el que nunca se mezclaba. Los botes sin toldo quemaban tanto que no se podían tocar; los barcos se abrasaban en los amarres; hacía meses que las piedras de los muelles no se enfriaban ni de noche ni de día. Hindúes, rusos, chinos, españoles, portugueses, ingleses, franceses, genoveses, napolitanos, venecianos, griegos, turcos, descendientes de todos los constructores de Babel, llegados a Marsella para comerciar, buscaban por igual la sombra y se refugiaban en el primer escondrijo de un mar demasiado azul para la vista y de un cielo purpúreo, en el que se engarzaba una gran gema.
Aquella mirada universal dañaba los ojos. En la lejana línea de la costa italiana, unas leves nubes de neblina que se alzaban lentamente por la evaporación del mar constituían el único alivio. A lo lejos, los caminos, bajo una capa de polvo, miraban desde las laderas, miraban desde la hondonada, miraban desde la llanura interminable. A lo lejos, las parras polvorientas que colgaban de las casitas a la vera del camino y las monótonas hileras de árboles resecos y sin sombra desfallecían bajo la mirada de la tierra y el cielo. Así como los caballos de campanillas somnolientas, que, en largas filas de coches, reptaban lentamente tierra adentro; y como los carreteros tumbados cuando estaban despiertos, cosa que sucedía raras veces, y como los agotados labradores. La mirada oprimía a todos los seres vivos, excepto a la lagartija, que se deslizaba rápidamente por las rugosas paredes de piedra, y a la cigarra, que repetía su canto caliente y seco como una carraca. Incluso el polvo parecía calcinado y algo temblaba en la atmósfera, como si el aire mismo jadeara.
Persianas, postigos, cortinas y toldos estaban cerrados y corridos para que no entrara esa mirada, a la que le bastaba una rendija o una cerradura para colarse, disparada como una flecha al rojo blanco. Sólo las iglesias, hasta cierto punto, conseguían librarse de ella. Salir de la penumbra de arcos y pilares –como en un sueño, salpicada de lámparas parpadeantes; como en un sueño, poblada de sombras viejas y deformes que dormitaban piadosamente, escupían y mendigaban– era sumergirse en un río de fuego y nadar hasta la zona de sombra más próxima para salvar la vida. Así, con sus gentes echadas, allí donde hubiera una sombra, con un leve rumor de conversaciones o ladridos y la ocasional nota discordante de las campanas de una iglesia o el redoble de fieros tambores, Marsella, llena de olores y sabores, se abrasaba cierto día bajo el sol.
En esas fechas, había en Marsella una cárcel espantosa. En uno de sus calabozos, lugar tan repugnante que incluso la mirada invasora lo rehuía y sólo lo iluminaban las heces de la luz, había dos hombres. Además de los dos hombres, había también un banco deteriorado y con muescas, sujeto a la pared, en el que se veía un damero toscamente tallado con un cuchillo, una serie de fichas hechas con botones viejos y huesos encontrados en la sopa, un juego de piezas de dominó, dos esteras y dos o tres botellas de vino. Eso era cuanto albergaba la celda, fuera de las ratas y otras alimañas invisibles a simple vista, y de las otras dos alimañas visibles, los dos hombres.
La escasa luz entraba por la cuadrícula de barras de hierro de una ventana bastante grande a través de la cual era posible inspeccionar la celda desde la lúgubre escalera a la que ésta daba. A media altura, la reja se hundía en un amplio antepecho de piedra. Sobre éste se hallaba uno de los dos hombres, medio sentado, medio acostado, con las rodillas dobladas y los pies y los hombros apoyados a cada lado de la abertura. Los barrotes estaban lo bastante separados para permitir que introdujera el brazo hasta el codo; y así lo hacía con un gesto indolente para mayor comodidad.
El hálito de la cárcel lo impregnaba todo. El aire preso, la luz presa, la humedad presa, los hombres presos, todo estaba deteriorado por el confinamiento. Si los cautivos estaban demacrados y macilentos, del mismo modo el hierro estaba oxidado; la piedra, mohosa; la madera, podrida; el aire era escaso; la luz, débil. Como un pozo, como un sótano, como una tumba, la cárcel ignoraba por completo el resplandor exterior; y aquella atmósfera corrupta habría sido la misma aunque se hubiera encontrado en alguna isla de especias del océano Índico.
El hombre del antepecho tenía incluso frío. Se arropó con la capa con un impaciente movimiento del hombro y gruñó:
–¡Maldito sol que nunca entra!
Estaba esperando que le llevaran la comida y miraba de soslayo a través de los barrotes para poder distinguir mejor las escaleras, con una expresión muy similar a la de una bestia salvaje en situación semejante. Pero sus ojos, demasiado juntos, carecían de la nobleza que caracteriza al rey de las fieras, y parecían más astutos que inteligentes: armas afiladas y tan pequeñas que a duras penas podían revelar sus pensamientos. Carecían de profundidad o de expresión; brillaban, se abrían y cerraban. Fuera cual fuere el uso que el preso les diera, cualquier relojero podría haber fabricado unos mejores. Tenía la nariz aguileña, hermosa en su género, pero demasiado alta, de la misma manera que sus ojos estaban demasiado juntos. Por lo demás, era alto y corpulento, tenía los labios finos, ahí donde el bigote permitía verlos, y una buena cantidad de cabello reseco de color indefinible, por su estado de abandono, en el que se adivinaban hebras rojizas. La mano con la que sujetaba la reja (con el dorso lleno de costurones recientes) era insólitamente pequeña y rolliza; habría sido también insólitamente blanca de no haber sido por la mugre de la cárcel.
El otro hombre estaba echado sobre el suelo de piedra, cubierto con una tosca chaqueta marrón.
–¡Levántate, cerdo! –gruñó el primero–. No quiero que duermas cuando tengo hambre.
–Para mí es lo mismo, capitán –dijo el cerdo con aire sumiso, no desprovisto de satisfacción–. Me despierto cuando quiero y me duermo a voluntad. Tanto me da.
Mientras decía estas palabras se puso en pie, se sacudió, se rascó, anudó por las mangas y en torno al cuello la chaqueta marrón (que había utilizado como manta) y se sentó en el suelo bostezando, con la espalda apoyada en la pared de enfrente de la reja.
–Dime qué hora es –gruñó el primer hombre.
–Las campanas de mediodía tocarán... dentro de cuarenta minutos. –Durante la breve pausa había mirado a un lado y otro como si buscara alguna información.
–Eres un reloj, ¿cómo es posible que siempre lo sepas?
–¡Y yo qué sé! Siempre sé qué hora es y dónde estoy. Me trajeron aquí de noche y en barco, pero sé dónde estoy. ¡Mire! Esto es el puerto de Marsella –se arrodilló y empezó a trazar un mapa en el suelo con su índice moreno–. Esto es Tolón, donde están las galeras, España cae por aquí, Argel allá. Moviéndonos un poco hacia la izquierda, Niza. Más allá de la Cornisa está Génova. El malecón y el puerto de Génova. La zona de cuarentena. Aq...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. Prólogo a la edición de 1857
  4. Libro primero: Pobreza
  5. Libro segundo: Riqueza
  6. Notas
  7. Créditos
  8. Alba Editorial