Segunda parte:
El sistema trágico coercitivo de Aristóteles
La tragedia es la creación más característica de la democracia ateniense; en ninguna otra forma artística los conflictos interiores de la estructura social están más clara y directamente presentados. Los aspectos exteriores del espectáculo teatral para las masas eran, indudablemente, democráticos, sin embargo el contenido era aristocrático. Se hacía la exaltación del individuo excepcional, distinto de todos los demás mortales, es decir, la aristocracia. El único progreso hecho por la democracia ateniense fue el de sustituir gradualmente a la aristocracia de la sangre por la aristocracia del dinero. Atenas era una democracia imperialista y sus guerras traían beneficios sólo para la parte dominante de la sociedad. La propia separación del protagonista del resto del coro demuestra la impopularización temática del teatro griego. La tragedia griega es francamente tendenciosa. El Estado pagaba las producciones y naturalmente no permitía la escenificación de obras de contenido contrario al régimen vigente.
ARNOLD HAUSER, Historia social de la literatura y el arte
Introducción
La discusión sobre las relaciones entre el teatro y la política es tan vieja como el teatro… y como la política. Desde Aristóteles, y desde mucho antes, ya se planteaban los mismos temas y argumentos que todavía hoy se esgrimen. De un lado se afirma que el arte es pura contemplación, y del otro que, por el contrario, el arte presenta siempre una visión del mundo en transformación y, por lo tanto, es inevitablemente político al presentar los medios de efectuar esa transformación o de retrasarla.
¿Debe el arte educar, informar, organizar, influir, incitar, accionar, o debe, simplemente, ser objeto de gozo? El poeta cómico Aristófanes pensaba que «el comediógrafo no sólo ofrece placer sino que debe además de eso ser un profesor de moral y un consejero político». Eratóstenes lo contradecía afirmando que «la función del poeta es encantar los espíritus de sus oyentes, nunca instruirlos». Strabo argumentaba: «La poesía es la primera lección que el Estado debe enseñar al niño; la poesía es superior a la filosofía porque ésta se dirige a una minoría mientras que aquélla se dirige a las masas». Platón, por el contrario, pensaba que los poetas debían ser expulsados de una república perfecta porque «la poesía sólo tiene sentido cuando exalta las figuras y los hechos que deben servir de ejemplo; el teatro imita las cosas del mundo, pero el mundo no es más que una simple imitación de las ideas, así, el teatro viene a ser una imitación de una imitación».
Como se ve, cada uno tiene su opinión. ¿Es posible esto? ¿La relación del arte con el espectador es algo susceptible de ser diversamente interpretado o, por el contrario, obedece rigurosamente a ciertas leyes que hacen del arte un fenómeno puramente contemplativo o un fenómeno entrañablemente político? ¿Es suficiente que el poeta declare sus intenciones para que sus realizaciones sigan el curso que él prevé?
Veamos el caso de Aristóteles, por ejemplo, para quien poesía y política son disciplinas completamente distintas, que deben ser estudiadas aparte porque poseen leyes particulares, sirven a distintos propósitos y tienen diferentes objetivos. Para llegar a estas conclusiones, Aristóteles utiliza en su Poética ciertos conceptos que son explicados apenas en sus otras obras. Palabras que conocemos por su connotación corriente cambian completamente de sentido si son entendidas a través de la Ética a Nicómaco o de la Gran Moral.
Aristóteles propone la independencia de la poesía (lírica, épica y dramática) en relación a la política; lo que yo me propongo en este trabajo es mostrar que, no obstante eso, Aristóteles construye el primer poderosísimo sistema poético-político de intimidación del espectador, de eliminación de las tendencias «malas» o ilegales del público. Este sistema es hasta hoy ampliamente utilizado, no solamente en el teatro convencional, sino en los dramones en serie de la TV, y en las películas del Far-West: cine, teatro y TV aristotélicamente unidos para reprimir al pueblo.
Pero, evidentemente, el teatro aristotélico no es la única manera de hacer teatro.
El arte imita a la naturaleza
La primera dificultad que se nos presenta para comprender correctamente el funcionamiento de la tragedia según Aristóteles viene de la definición misma que ese filósofo ofrece del arte. ¿Qué es el arte, cualquier arte? Para él, es una imitación de la naturaleza. Para nosotros, la palabra «imitar» significa hacer una copia más o menos perfecta de un modelo original. El arte sería, entonces, una copia de la naturaleza. Y «naturaleza» significa el conjunto de cosas creadas. El arte sería, por lo tanto, una copia de las cosas creadas.
Pero esto no tiene nada que ver con Aristóteles. Para él, imitar (mimesis) no tiene nada que ver con copiar un modelo exterior. «Mimesis» significa más bien una «recreación». Y naturaleza no es el conjunto de cosas creadas, sino el principio creador mismo de las cosas. Así, cuando Aristóteles dice que el arte imita a la naturaleza, debemos entender que esta afirmación, que puede ser encontrada en cualquier versión moderna de la Poética, se debe a una mala traducción, oriunda, a su vez, de una interpretación aislada de ese texto. «El arte imita a la naturaleza», en verdad, quiere decir: «el arte recrea el principio creador de las cosas creadas».
Para que quede un poco más claro cómo se procesa esa «recreación» y cuál es ese principio, debemos, aunque sea sumariamente, recordar a algunos filósofos que desarrollaron sus teorías con anterioridad a Aristóteles.
Escuela de Mileto
Entre los años 640 y 548 a. de C. vivió en la ciudad griega de Mileto un comerciante de aceite, muy religioso, que era también navegante. Tenía una fe inamovible en todos los dioses pero, al mismo tiempo, tenía que transportar su mercadería por mar. Así, ocupaba una parte de su tiempo elevando oraciones a los dioses, a los cuales les pedía buen tiempo y mar tranquilo, y otra parte de su tiempo la dedicaba a estudiar las estrellas, los vientos, el mar, y las relaciones entre las figuras geométricas. Tales –así se llamaba ese griego– fue el primer científico en predecir un eclipse de sol. A él también se atribuye un tratado de astronomía náutica. Como se ve, Tales creía en los dioses, pero no se olvidaba de estudiar las ciencias. Llegó a la conclusión de que el mundo de las apariencias, caótico, multifacético, era, en realidad, sólo el resultado de diversas transformaciones de una única sustancia: el agua. Para él, el agua se podía transformar en todas las cosas y todas las cosas podían, igualmente, transformarse en agua. ¿Cómo se daba esta transformación? Tales creía que las cosas poseían un «alma». A veces, el alma se podía tornar sensible y sus efectos eran inmediatamente visibles: el imán atrae el hierro: esta atracción es el «alma». Por lo tanto, según él, el alma de las cosas consiste en el movimiento propio que las cosas poseen, que las transforma en agua y que, a su vez, transforma el agua en cosas.
Anaximandro, que vivió poco después (610-546 a. de C.) creía más o menos lo mismo, pero para él la sustancia fundamental no era el agua, sino algo indefinible, sin predicados, llamado apeiron que, según él, se condensaba o se podía rarificar, creando así las cosas. El apeiron era, para este filósofo, divino, por ser inmortal e indestructible.
Otro de los filósofos llamados de la Escuela de Mileto, Anaxímenes (450 a. de C.), sin variar sustancialmente las concepciones anteriores, afirmaba que el aire era el elemento más próximo a la inmaterialidad, y, por lo tanto, el principio universal que daba origen a todas las cosas.
En estos tres filósofos se advierte algo en común: la búsqueda de una materia o sustancia única, cuyas transformaciones originan todas las cosas conocidas; además, los tres afirman, cada uno a su manera, la existencia de una fuerza transformadora, inmanente a la sustancia, sea ésta el aire, el agua, o el apeiron. O cuatro elementos, como quería Empédocles (aire, agua, tierra y fuego) o el número, como quería Pitágoras. De todos ellos, muy pocos textos escritos han llegado hasta nosotros. Mucho más nos ha quedado de Heráclito, el primer dialéctico.
Heráclico y Crátilo
Para Heráclito el mundo y todas las cosas de él están en permanente transformación, y esa transformación permanente es la única cosa inmutable. La apariencia de estabilidad es una simple ilusión de los sentidos y debe ser corregida por la razón.
¿Y cómo se da la transformación? Bien: todas las cosas se transforman en fuego y éste se transforma en todas las cosas, de la misma manera que el oro se transforma en joyas que pueden, a su vez, ser transformadas en oro. Pero, en verdad, este último no se transforma: es transformado. Existe alguien (el joyero), extraño a la materia oro, que hace posible la transformación. En cambio, para Heráclito, el elemento transformador existiría dentro de la cosa misma, como una oposición: «La guerra es la madre de todas las cosas; la oposición unifica, pues lo que está separado crea la más bella armonía; todo lo que ocurre ocurre solamente porque hay lucha». Es decir, cada cosa trae dentro de sí misma un antagonismo que la hace moverse de lo que es hacia lo que no es.
Para mostrar el carácter de permanente transformación de todas las cosas, Heráclito daba un ejemplo concreto: nadie puede entrar dos veces en el mismo río. ¿Por qué? Porque la segunda vez que lo intente ya no serán las mismas aguas las que estarán corriendo, ni será exactamente la misma persona la que lo intentará, pues será más vieja, aunque lo sea algunos segundos.
Crátilo, su alumno, todavía más radical, le decía al maestro que nadie puede entrar en un río ni una sola vez siquiera, pues al entrar, las aguas del río ya se están moviendo (¿y en qué aguas entra?) y la persona que lo intenta ya ha envejecido (¿quién entra, pues? ¿el más viejo o el más joven?). Sólo el movimiento de las aguas es eterno, decía Crátilo; sólo el envejecer es eterno; sólo el movimiento existe: lo demás son vanas apariencias.
Parménides y Zeno
En el extremo opuesto de esos dos defensores del movimiento, de la transformación, de la lucha interna que promueve esas transformaciones, estaba Parménides, que partía, para la creación de su filosofía, de una premisa fundamentalmente lógica: «el ser es y el no ser no es». Efectivamente sería absurdo pensar lo ...