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Henry James, Carmen Francí

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Henry James, Carmen Francí

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En esta edición se reúnen dos volúmenes de cuentos y nouvelles de Henry James tal como se publicaron en vida de su autor: Una vida en Londres y otros relatos (1889) y Lo más selecto (1903). Ambos volúmenes pertenecen a la etapa de madurez de su autor: se trata, pues, de una muestra representativa, fiel a su concepción original, y prácticamente inédita ?sólo dos de los trece relatos incluidos habían aparecido antes en España?, del James más exquisito y profundo, el de la época, por un lado, de Los papeles de Aspern y La lección del maestro y, por otro, de Los embajadores.

«No es culpa mía ?dice uno de los narradores de esta selección? si estoy hecho de tal manera que con frecuencia encuentro más vida en situaciones oscuras y sujetas a interpretación que en el grosero barullo del primer plano.» Personalidades oscuras ?y muchas veces sin recursos? constituyen de hecho el cuadro general de estas narraciones; sin embargo, su carácter no impide que sean delicadas, críticas, artísticas, a veces suicidas figuras de la verdad (de la libertad incluso) que, por obra de la más intensa observación y del más mágico estilo, arrebatan a cualquier héroe o heroína convencional la dignidad del protagonismo. Como dice uno de los personajes: «No tenemos posición social, pero no nos importa, ¿verdad?; eso es porque conocemos la diferencia entre las realidades y las farsas».

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Información

Año
2016
ISBN
9788490651636
Categoría
Literature
Categoría
Classics
Una vida en Londres y otros relatos
(1889)
Una vida en Londres
Llovía, al parecer, pero a ella le daba igual: se pondría unos zapatos recios e iría andando hasta Plash. Sentía tal inquietud y desazón que le resultaba doloroso; unas voces extrañas la asustaban –pronunciaban las insinuaciones más siniestras– en las habitaciones vacías de la casa. Iría a ver a la vieja señora Berrington, a la que apreciaba porque era muy sencilla, y a la anciana lady Davenant, que pasaba con ella unos días y le parecía interesante por motivos que nada tenían que ver con la sencillez. Después, regresaría para el té de los niños: le gustaba aún más la última media hora de clase, con el pan y la mantequilla, las velas y el rojo fuego, los pequeños arrebatos de confianza de la señorita Steet, la institutriz, y la compañía de Scratch y Parson (cuyos motes inducían a creer que se trataba de perros), sus pequeños y magníficos sobrinos, cuya carne era tan firme y, sin embargo, tan suave y cuyos ojos resultaban tan encantadores cuando oían contar cuentos. Plash era la casa que tenía la viuda en usufructo y estaba situada a una milla y media de Mellows, al otro lado del parque. Al final resultó que no llovía, aunque lo había hecho; sólo quedaba un aire gris sobre el verde intenso y profundo y un agradable olor húmedo, a tierra; los paseos estaban lisos y duros, y la expedición no era muy ardua.
La joven llevaba más de un año en Inglaterra pero todavía no se había acostumbrado a algunas satisfacciones y, por ese motivo, seguía disfrutándolas; una de ellas era lo cómodo, lo accesible del campo. Tanto dentro como fuera de las verjas, todo parecía un parque: todo tenía un intenso aire de «finca». El mismo nombre de Plash, raro y antiguo, seguía sorprendiéndola y tampoco era indiferente al hecho de que el lugar fuera una «casa de viuda»: el pequeño retiro de paredes de ladrillo cubiertas de hiedra en que se había refugiado la anciana señora Berrington cuando, al morir el padre, su hijo se hizo cargo de la finca. A Laura Wing le parecía muy mal aquella costumbre de expropiar a la viuda en el ocaso de sus días, cuando más honores y abundancia merecía; pero la condena de aquel error se olvidaba cuando tantas consecuencias suyas parecían buenas (si se pasaba por alto la humedad), como acababa sucediendo, tarde o temprano, con la mayoría de sus juicios desfavorables sobre las instituciones inglesas. En aquel país, las iniquidades de un modo u otro resultaban pintorescas; y aparecían «casas de viuda» en las novelas, sobre todo las que describían a las clases altas, que había devorado al final de su infancia. Por lo general, la iniquidad no impedía que esos retiros estuvieran ocupados por damas con recuerdos maravillosos y voces raras, a las que los reveses de la fortuna no habían privado de una cantidad considerable de favorecedores encajes hereditarios. De repente, Laura se detuvo en el parque, a medio camino, presa de un dolor –una punzada moral– que casi la dejó sin aliento; contempló los claros neblinosos y las preciosas y viejas hayas (ahora le eran tan familiares y queridas como si fuera su dueña); en su apagada desnudez de diciembre, éstas parecían conocer todas las inquietudes y hacían que Laura adquiriera conciencia de todos los cambios. Un año antes no sabía nada y ahora lo sabía casi todo; y lo peor de su conocimiento (o, por lo menos, lo peor de los temores que éste había engendrado en ella) le había llegado en aquel hermoso lugar, donde todo estaba tan lleno de paz y pureza, de un aire de feliz sumisión a una ley inmemorial. El lugar era el mismo, pero sus ojos eran distintos; cosas tan malas y tristes habían visto en tan breve tiempo. Sí, el tiempo era breve y todo era raro. Laura Wing se sentía demasiado inquieta para suspirar siquiera y, mientras andaba, su paso fue haciéndose más liviano, como si anduviera de puntillas.
En Plash, la casa parecía brillar en el aire húmedo, el tono de las moteadas paredes de ladrillo y el césped, limitado pero perfecto, parecían obra de un artista del pincel. Lady Davenant se encontraba en el salón, en una silla baja al lado de una de las ventanas, leyendo el segundo volumen de una novela. La sala tenía el mismo chintz almidonado, ramos de flores por todos los lugares posibles, el papel pintado de acuerdo con el mal gusto imperante unos años antes, conservado para no gastar más dinero, cubierto casi todo por dibujos de aficionado y grabados de categoría, con finos marcos dorados y grandes passe-partouts. La sala tenía el aire luminoso, duradero y sociable que Laura Wing apreciaba en tantos objetos ingleses: el aspecto de estar pensada para la vida cotidiana, para mucho tiempo, para un uso sumamente convencional. Pero más que nunca, aquel día resultaba inapropiado que aquella sala, con sus telas de chintz y sus poetas británicos, sus alfombras gastadas y su arte doméstico –con un aspecto tan poco ampuloso y tan sincero–, estuviera relacionada con vidas que no iban bien. Por supuesto, aunque la relación fuera indirecta y la vida desencaminada no fuera la de la anciana señora Berrington ni tampoco la de lady Davenant. Si Selina y el comportamiento de Selina no eran una implicación de aquel interior, de la misma manera que el interior no era una explicación del comportamiento de Selina, era porque ella venía de tan lejos, porque era un elemento totalmente extraño. Sin embargo, era allí donde había encontrado la ocasión y todas las influencias que tanto la habían cambiado (su hermana tenía la teoría de que se había metamorfoseado, que cuando era joven parecía haber nacido para la inocencia), si no en Plash, por lo menos en Mellows, porque, al fin y al cabo, los dos lugares tenían mucho en común y había salas de la casa grande que se parecían notablemente al salón de la señora Berrington.
Lady Davenant llevaba siempre un tocado de estilo peculiar, original y decoroso, una especie de velo o mantilla blanca que le llegaba hasta el lugar donde empezaba a mostrarse el liso cabello en la frente y le cubría los hombros por detrás. Estaba siempre impecable y, en gran medida por eso, la anciana le parecía un hermoso retrato en vez de una persona de carne y hueso. Y, sin embargo, a pesar de su edad, estaba llena de vida y sus casi ochenta años de existencia la habían hecho más refinada, aguda y delicada. Laura creía ver la mano de un maestro en su rostro, y la ingeniosa expresión de éste brillaba como una luz a través del cristal esmerilado de la buena educación; la naturaleza era siempre una artista, pero no hasta tal punto. La joven atribuía a la anciana una sabiduría infinita y por ese motivo la apreciaba con cierto temor. Por lo general, a lady Davenant no le gustaban los jóvenes ni los enfermos; pero, en lo que respectaba a la juventud, hacía una excepción con la jovencita procedente de Estados Unidos, la hermana de la nuera de su más querida amiga. Tal vez, en parte, se interesara por Laura para compensar la tibieza que sentía por Selina. En cualquier caso, se había hecho cargo de la responsabilidad de buscarle marido. Pretendía ocuparse en la misma escasa medida de las personas que padecían de otros tipos de desgracia, pero era capaz de encontrarles excusas cuando reunían culpas suficientes. Esperaba que se le dedicara mucha atención, llevaba siempre guantes en casa y nunca tenía nada entre manos que no fuera un libro. No bordaba ni escribía, sólo leía y hablaba. No tenía ninguna conversación especial con las jovencitas, pero, por lo general, se dirigía a ellas de la misma manera que juzgaba eficaz con sus coetáneos. Laura Wing lo consideraba un honor, pero con frecuencia no entendía lo que la anciana quería decir y le daba vergüenza preguntárselo. De vez en cuando, a lady Davenant también le daba vergüenza decírselo. La señora Berrington había salido a una casa de campo para visitar a una vieja enferma, una mujer que había estado a su servicio durante años, en los viejos tiempos. A diferencia de su amiga, le gustaban los jóvenes y los enfermos, pero a Laura le resultaba menos interesante, excepto cuando se preguntaba cómo podía poseer semejantes abismos de placidez. Sus mejillas eran largas y su mirada, amable, y le encantaban los pájaros; a Laura le sugería, en secreto, una pastilla de buen jabón blanco: no había nada más limpio y suave.
–¿Y qué novedades hay chez vous? ¿Quién anda por ahí y qué hacen? –preguntó lady Davenant, tras los saludos.
–Sólo estoy yo… y los niños… Y la institutriz.
–¡Cómo! ¿No hay ninguna fiesta? ¿Ni una representación teatral? ¿Y cómo viven?
–Oh, yo no necesito mucho para vivir –dijo Laura–. Me parece que el sábado tenía que venir alguien, pero creo que lo han retrasado o no pueden venir. Selina se ha ido a Londres.
–¿Y para qué ha ido a Londres?
–Oh, no lo sé: tiene tantas cosas que hacer…
–¿Y dónde está el señor Berrington?
–Está fuera, pero me parece que vuelve mañana o pasado.
–O pasado pasado mañana –dijo lady Davenant–. ¿Y nunca salen juntos? –añadió tras una pausa.
–Sí, algunas veces… pero no vuelven juntos.
–¿Eso significa que se pelean por el camino?
–No sé lo que hacen, lady Davenant, no lo entiendo –contestó Laura Wing, con un indisimulado temblor en la voz–. Me parece que no son muy felices.
–Entonces debería darles vergüenza. Tienen todas las comodidades del mundo, ¿qué más quieren?
–¡Sí, y los niños son un encanto!
–Sin duda, deliciosos. ¿Y es buena persona, la institutriz? ¿Los cuida bien?
–Sí, parece muy buena. Es una suerte. Pero creo que tampoco es feliz.
–¡Bendita sea! ¡Qué casa! ¿Sufre de mal de amores?
–No, pero quisiera que Selina prestara atención a su trabajo, que lo apreciara –dijo la joven.
–¿Y acaso no lo aprecia, cuando los deja así en manos de esa joven?
–La señorita Steet piensa que no se da cuenta de cómo progresan, ya que nunca está aquí.
–¿Y llora y se lo cuenta a usted? Sabrá que las institutrices siempre lloran, haga uno lo que haga. No debería usted hablar tanto con ella, siempre están buscando la ocasión. Tendría que estar contenta de que la dejaran tranquila. No se muestre usted demasiado comprensiva, no merece la pena –prosiguió la anciana.
–Oh, no lo soy, le aseguro que no –dijo Laura Wing–. Al contrario, veo tantas cosas a mi alrededor que no comprendo…
–¡Tampo...

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