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Escribir género
¿Qué le pide el el lector a una novela policíaca?
El miedo provoca la investigación y la investigación hace desaparecer el miedo.
BOILEAU-NARCEJAC
El juego
Cuando uno se sienta a una mesa de juego, tiene que aprenderse las reglas y respetarlas.
Si decides arriesgarte al póquer, da igual que te parezca original defender tu jugada porque la suma de los valores de los naipes da 21. Tus compañeros de mesa te dirán que el 21 solo sirve para el blackjack y que no tienes más que una triste pareja de doses.
Si crees que es más creativo que tu torre se mueva en círculos y mate en diagonal, tu adversario seguramente abandonará el tablero de ajedrez y te dejará solo, aunque le digas que «ningún género merece la pena si no es para violarlo».
Transgredir las reglas es jugar a otra cosa.
En un debate de la Semana Negra de Gijón de 1990, Manuel Vázquez Montalbán dijo que, al violar sus límites, «solo utilizaba el género negro como referente para hacer otro tipo de novela que trataba de testimoniar una época en su clave más desenfadada, más distanciada». O sea, que violando los límites del género hacía «otro tipo de novela», que no es novela negra.
Sé que para muchos analistas y amantes de la literatura resulta desagradable que la defina como juego. Los detractores de un determinado tipo de novela policíaca aluden a su contenido lúdico con manifiesto ánimo despectivo, como si el juego representara una irreverencia intolerable en ámbito tan sagrado como el de la literatura.
Supongo que olvidan que los aedos griegos o los juglares medievales recitaban para divertir y emocionar, y de allí procedemos todos.
Chandler dice: «Siempre que se lee por gusto se produce una evasión, ya sea un texto en griego, o de matemáticas, o astronomía, o Benedetto Croce, o Diario del hombre olvidado. Decir otra cosa es esnobismo intelectual y ser un menor de edad en el arte de vivir»; y Chesterton: «La literatura no es más que un juego, pero, si no se cumplen las reglas, ni siquiera es literatura».
Los estudiosos reacios a aceptar el sentido lúdico de la narrativa deben ignorar la simbología de los juegos y su función psicológica, tan próxima a la de los sueños mientras dormimos. Más aún: cada cual sabrá cuánto apostará en el juego. Habrá quien busque únicamente una distracción, o quien apueste calderilla, o quien arriesgue todo su patrimonio, y no hay que descartar que haya quien ponga su vida sobre la mesa jugando a la ruleta rusa.
En la novela policíaca se encuentran los placeres intelectuales del juego deductivo y del juego literario, pero también los más primarios y excitantes del pilla-pilla y del escondite. Toda novela de este género relata un tipo de persecución.
Dice Patricia Highsmith: «El espíritu de juego es necesario al idear el argumento de una novela de suspense, y hay que hacerlo porque permite libertad de imaginación. Pero, una vez has diseñado los personajes y lo que tienen que hacer, debes dedicarte a ello muy en serio para entender lo que hacen y por qué lo hacen».
Prueba del animus iocandi de los autores de novela policíaca es la serie de decálogos, como reglas del juego, que han elaborado diferentes autores a lo largo de la historia, tanto seguidores de la novela enigma (S. S. Van Dine) como maestros de la novela negra (Raymond Chandler o Elmore Leonard).
El juego consiste en que el lector entra en una librería y elige un libro de la estantería correspondiente a la novela policíaca (o novela romántica, o novela histórica, o erótica) esperando encontrar en ella una serie de elementos concretos, que el autor debe ofrecerle, siempre los mismos, con la obligación, no obstante, de sorprenderle.
Claro que esta feliz circunstancia puede darse por casualidad: uno escribe una novela sin atender a estructuras, influencias ni referencias conscientes y el público y la crítica le descubren que ha escrito una novela policíaca, pero eso no es lo más corriente. Normalmente se llega a la novela policíaca (como a cualquier género) con la voluntad del autor de escribir género, la aceptación de una complicidad con el lector, coincidiendo con él en una comunión de conceptos básicos.
Es verdad que la mayoría de los escritores –por no decir todos– hemos abordado y abordamos el género a tientas, por intuición, porque somos aficionados a él y tratamos de escribir aquello que nos gusta sin apoyarnos en unas reglas exactas que, por otra parte, no estoy seguro de que nunca nadie haya dejado establecidas. Somos como niños que juegan a fútbol en un descampado con una pelota de trapo que no tiene las dimensiones reglamentarias, con porterías sin marco ni red delimitadas por mochilas, con equipos que no están necesariamente formados por once jugadores, sin árbitro y sin respetar el fuera de juego, y a pesar de todo ello no se puede negar que están jugando a fútbol. Simplemente porque existe un juego ideal, de referencia, conocido por todos y con una normativa estricta.
En este libro tengo la pretensión de descubrir, mediante la observación y la deducción, cuál sería esa normativa (más o menos) estricta de la novela policíaca, esa pauta ideal que nos sirva de referencia aunque luego cada uno de nosotros juegue como le dé la gana.
La pregunta es: ¿qué nos está pidiendo el lector cuando saca una novela de esa estantería, de ésa y no de otra?
Si espera encontrar la historia de dos personas que se enamoran y pasan una serie de peripecias antes de irse a vivir juntas o no, diríamos que le gusta la novela romántica. Si prefiere que esa misma historia le sea contada recreando de forma exhaustiva los encuentros sexuales de esa pareja, diremos que es aficionada a la novela erótica. Si busca misiones militares y heroicidad en tiempos de guerra, diremos que es lector de novela bélica. Si opta por historias ambientadas en un futuro fantástico, será partidario de la ciencia ficción. Admitiremos que existe una fusión de géneros, una historia de amor ambientada en tiempos de guerra, por ejemplo, o una tórrida relación erótica mezclada con la tecnología del siglo xxx, pero el aficionado sabrá distinguir sin duda cuál es el aspecto que predomina, si el romance o la estrategia militar, si el sexo o la fantasía futurista.
Ante todo, el principal elemento que el lector le exige a una novela policíaca es un crimen.
El crimen
La esencia de toda novela policíaca radica en que alguien viola la ley, principalmente la más trascendental de las leyes, que dice «no matarás». El «caso límite de violación del orden» (7.ª regla de la normativa de S. S. Van Dine).
También se puede tratar de un secuestro, o de un robo, o una agresión sexual, pero, sea como sea, se ha cometido un delito y veremos lo que sucede a continuación. O bien se está preparando un delito, o se cometió hace años y hoy vuelve a salir a la luz.
Tan por descontada se da la existencia de este crimen que no suele ser el elemento más sorprendente ni original de la novela, porque hay un número limitado de delitos y de formas de cometerlos. Algunos autores, en algún momento, han hecho gala de gran imaginación inventando asesinatos insólitos, como disparar el aguijón de una abeja mediante una cerbatana a una persona alérgica; o pintar con veneno solo un lado de la hoja de un cuchillo para que solo una mitad de la manzana partida con él esté envenenada, y cosas por el estilo, pero la verosimilitud, cualidad inherente al género, se resiente con estos alardes. En consecuencia, para aproximarnos a la realidad, normalmente reflejaremos lo que aparece en las páginas de sucesos de los periódicos.
La originalidad de nuestras obras deberá basarse, pues, en la relación que se establece entre los personajes que hay alrededor del crimen. Historias de amantes que decidieron librarse del marido de ella o de la mujer de él; historias de padres policías e hijos atracadores; historias de verdugos que aman a sus víctimas; de individuos que chantajean por el bien del chantajeado.
Y la investigación que sigue a todo crimen.
Es sabido que la estructura más habitual del género consiste en que se ha cometido un asesinato y la trama de la novela nos relata las pesquisas que nos conducirán a conocer la identidad del asesino que se oculta hasta el final en que será revelada para gran sorpresa del lector. Esa sorpresa final que, como dice Patricia Highsmith, «da sentido a todo lo anterior».
También podemos saber quién es el asesino desde el principio y entonces viviremos con él la zozobra, la inseguridad y la culpabilidad de quien sabe que lo están buscando.
Incluso cuando tramemos la narración de la preparación y comisión de un delito sin ponernos en el punto de vista de los investigadores policiales, nuestros protagonistas delincuentes deberán actuar teniendo en cuenta que serán objeto de una persecución posterior y elaborarán un plan para burlar a la justicia. Aun teniendo la intención de conseguir que el crimen quede impune, deberemos plantearnos cómo fue que la investigación desembocó en un callejón sin salida o por qué no se llevó a cabo. Que luego lo mencionemos o no en el texto es optativo, pero tener en cuenta no solo el crimen sino también las circunstancias que de él derivan me parece imprescindible para la seriedad y solvencia de nuestra obra.
Por otra parte, no descartemos la posibilidad de que el seguimiento de la investigación de nuestro crimen, esa búsqueda de la verdad, nos sirva para descubrir todo un mundo desconocido. Es un mecanismo que se ha revelado sumamente útil en muchas novelas.
Imaginemos que pretendemos describir el intrincado mundo de los bancos y la especulación financiera. El asesinato de un director general servirá como detonante que alborotará su entorno. Quien tenga algo que ocultar lo ocultará con más empeño y se pondrá nervioso; los paranoicos se aproximarán a una crisis de ansiedad; los desconfiados aumentarán sus sospechas y se harán sospechosos a su vez.
Y, sobre todo, la figura del investigador llevará consigo el desconocimiento del medio y la curiosidad que lo identificará con el lector. Sea policía o detective privado, quien lleve la investigación iniciará una serie de interrogatorios y pesquisas para saber cuál es la funci...