VOLUMEN II
CAPÍTULO I
Una preocupación de otro género ocupaba los pensamientos de las hermanas Brontë en el verano de 1846, mientras sus esperanzas literarias se desvanecían. Su padre tenía cataratas y estaba perdiendo vista. Casi no veía. Podía caminar a tientas e identificaba a las personas que conocía bien si se colocaban delante de una luz fuerte. Pero ya no podía leer; y eso le impedía saciar su avidez de conocimiento e información de todo género. Seguía predicando. Me han contado que le acompañaban hasta el púlpito, y que nunca habían sido sus sermones tan impresionantes como entonces: aquel anciano erguido, canoso y ciego, que miraba sin ver al frente mientras las palabras brotaban de sus labios con la misma fuerza y el mismo vigor que en sus mejores tiempos. También me han explicado un hecho curioso porque demuestra que conservaba una noción del tiempo muy precisa. Sus sermones habían durado siempre media hora. Esto no había constituido nunca un problema cuando veía bien: tenía el reloj delante y facilidad de palabra. Pero nada cambió en esto cuando se quedó casi ciego; terminaba el sermón en el momento exacto en que la aguja del minutero indicaba que habían transcurrido los treinta minutos.
Era paciente, a pesar de su gran pena. Soportaba la tragedia con la misma entereza silenciosa que en tiempos de mayor aflicción. Pero la ceguera le impedía hacer tantas cosas que se encerraba en sí mismo y debió de pensar mucho en todo lo que era doloroso y preocupante respecto a su único hijo varón. No es extraño que se desanimara y se deprimiera. Sus hijas habían recogido antes del otoño toda la información posible sobre las probabilidades de éxito de las operaciones de cataratas en una persona de la edad de su padre. Emily y Charlotte habían viajado a Manchester a finales de julio con el propósito de buscar un buen cirujano; y allí les hablaron del señor Wilson, un oculista famoso. Fueron a consultarle. Sin embargo, por la descripción que le hicieron, él no podía determinar si era aconsejable practicar la operación o no. Tenía que ver al paciente. Charlotte acompañó a su padre a la consulta del doctor Wilson a finales de agosto. El cirujano decidió practicar la operación sin demora y les recomendó una pensión confortable que regentaba una antigua sirvienta suya. Quedaba en un barrio de las afueras de la ciudad, en una calle como tantas otras, de casitas de aspecto uniforme. La siguiente carta de Charlotte está fechada allí el 21 de agosto de 1846:
Te pongo sólo unas letras para que sepas dónde estoy y puedas escribirme, pues creo que una carta tuya aliviaría mi sensación de extrañeza en esta gran ciudad. Papá y yo llegamos aquí el miércoles; el mismo día vimos al señor Wilson, el oculista. Dictaminó que papá tiene los ojos a punto para la operación y ha fijado el lunes próximo para realizarla. ¡Piensa en nosotros ese día! Nos instalamos aquí ayer. Creo que estaremos cómodos. El alojamiento es excelente, pero no hay nadie (la señora de la casa está muy enferma y se ha ido al campo) y me desconcierta bastante ocuparme de las provisiones. Tenemos que arreglárnoslas solos. Me he dado cuenta de que soy muy ignorante. No sé qué carne pedir, por ejemplo. Para nosotros solos no tendría ningún problema, porque la dieta de papá es muy sencilla; pero dentro de unos días vendrá una enfermera y me preocupa que no haya cosas bastante buenas para ella. Papá sólo necesita ternera y cordero, té y pan con mantequilla. Pero seguro que una enfermera esperará vivir mucho mejor; dame algunas ideas, si puedes. El señor Wilson dice que tendremos que quedarnos aquí por lo menos un mes. No sé cómo les irá a Emily y a Anne en casa con Branwell. También ellas tendrán sus problemas. ¡Cuánto daría porque estuvieras aquí conmigo! ¡Nos vemos obligados a adquirir experiencia paso a paso! Pero el aprendizaje es muy desagradable. Un aspecto alentador de todo el asunto es que el señor Wilson cree que el caso es muy favorable.
26 de agosto de 1846
Ya ha pasado la operación; fue ayer. La realizó el señor Wilson, con la ayuda de otros dos médicos. Él dice que ha sido un éxito; pero papá todavía no ve nada. Todo duró exactamente un cuarto de hora; no fue la sencilla operación de reclinación que nos describió el señor C., sino una más compleja de extracción de la catarata. El señor Wilson no es partidario de la reclinación. Papá demostró una paciencia y una firmeza extraordinarias; los médicos parecían sorprendidos. Yo estuve en la sala todo el tiempo, porque papá quiso que así fuera; por supuesto, no abrí la boca ni me moví hasta que terminó todo, y entonces pensé que cuanto menos hablara mejor, tanto para papá como para los médicos. Papá ahora está en la cama, con la habitación a oscuras, y no debe moverse en cuatro días. Debe hablar y hay que hablarle lo menos posible. Te agradezco mucho la carta y tus amables consejos, que me produjeron gran satisfacción porque descubrí que había organizado muchas cosas tal como tú me indicas y, como tu teoría coincide con mi práctica, estoy segura de que la segunda es correcta. Espero que el señor Wilson me permita prescindir de la enfermera pronto; es bastante buena, sin duda, aunque tal vez un poco más obsequiosa de la cuenta; y no muy de fiar, supongo yo; pero no me ha quedado más remedio que confiar en ella en algunas cosas [...]
Me divirtió mucho tu versión de los coqueteos de —; pero también me entristeció un poco. Creo que la Naturaleza lo había destinado a algo mejor que perder el tiempo haciendo desgraciadas a algunas pobres solteras ociosas. Lamentablemente, las chicas se sienten obligadas a quererle a él y a otros como él, porque aunque sus mentes permanecen bastante ociosas, sus sensaciones son completamente nuevas y en consecuencia frescas y lozanas; y en cambio él sacia su placer y puede divertirse impunemente con el tormento de otros. Es injusto; la lucha es desigual. Ojalá tuviera yo el poder de inculcar en el alma de las perseguidas un poco de amor propio sereno –de conciencia de superioridad sustentadora (pues son superiores a él porque son más puras)–, un poco de resolución alentadora para soportar el presente y esperar el final. Si todas las solteras abrigaran y conservaran esos sentimientos, él no alzaría la cresta delante de ellas. Quizá por suerte sus sentimientos no sean tan fuertes como parece y, en consecuencia, las saetas del caballero no hieran tan hondamente como a él le gustaría. Espero que así sea.
Pocos días después escribe:
Papá sigue en la cama, a oscuras, con los ojos vendados. No tiene inflamación, pero al parecer aún son necesarios el máximo cuidado, quietud absoluta y oscuridad para asegurar el buen resultado de la operación. Tiene mucha paciencia, aunque lógicamente está deprimido y cansado. Ayer le permitieron probar la vista por primera vez. Veía vagamente. El señor Wilson se mostró muy satisfecho y dijo que todo iba bien. Yo tengo dolor de muelas desde que llegué a Manchester y paso muy malas noches.
Durante todo ese tiempo, y a pesar de las preocupaciones domésticas que las agobiaban –a pesar del fracaso de sus poemas–, las hermanas habían emprendido la otra aventura literaria a que aludía Charlotte en una de sus cartas a los señores Aylott. Cada una había escrito un relato en prosa, con la esperanza de conseguir publicarlos juntos. Cumbres borrascosas y Agnes Grey ya se han publicado. El tercero, el de Charlotte, todavía es un manuscrito, pero se publicará poco después de que aparezca esta biografía. El argumento no es muy interesante en sí mismo; aunque pobre interés es el que depende de episodios asombrosos más que del desarrollo dramático de los personajes; y Charlotte Brontë nunca superó uno o dos bocetos de los retratos que hizo en El profesor, ni superó nunca en gracia femenina uno de los personajes femeninos que creó en ese libro. En la época en que lo escribió, su gusto y sus opiniones se habían rebelado contra el exagerado idealismo de la infancia y pasó al extremo de la realidad: describió minuciosamente los personajes tal como los había visto en la vida real; si eran fuertes, incluso hasta la tosquedad –como algunos que había conocido en la vida real–, «los describía como jumentos»; si el escenario de la vida tal como la veía era en su mayor parte salvaje y grotesco, y no pintoresco ni agradable, lo describía con absoluta fidelidad. La gracia de algunas escenas y algunos personajes que son fruto de su imaginación más que de la realidad absoluta, destacan exquisitamente de las oscuras sombras y caprichosos trazos de los otros, y nos recuerdan algunos retratos de Rembrandt.
Los tres relatos probaron suerte juntos en vano; al final los enviaron a distintas editoriales por separado y también sin éxito durante muchos meses. Lo menciono ahora porque Charlotte me contó que entre las desalentadoras circunstancias relacionadas con su angustiosa estancia en Manchester, el manuscrito había vuelto a sus manos, rechazado lacónicamente por algún editor, el mismo día que su padre tenía que someterse a la operación. Pero tenía el corazón de Roberto Bruce consigo, y los sucesivos fracasos no la arredrarían más que él. No sólo volvió de nuevo El profesor a probar suerte entre los editores de Londres, sino que en aquellos días de preocupación e inquietud deprimente –en aquellas calles grises, tediosas y uniformes, en que todos los rostros salvo el de su amable doctor le parecían extraños y apagados–, precisamente allí y entonces, empezó el valeroso genio a escribir Jane Eyre. Leed lo que dice ella: «Todas las editoriales rechazaron el libro de Currer Bell, y nadie reconoció en él mérito alguno, así que el frío de la desesperanza empezó a helarle el corazón». Recordad que no era el corazón de una persona que si pierde una esperanza puede volverse con renovado entusiasmo a los muchos dones seguros que le quedan. Pensad en su hogar, en la negra sombra de remordimiento que aplastó a uno de sus habitantes, hasta obnubilarle el cerebro mismo y hacerle perder el talento y la vida; pensad en la vista de su padre, que pendía de un hilo; en la delicada salud de sus hermanas, que dependían de sus cuidados; y admirad luego como merece su valor inquebrantable, que le permitió trabajar continuamente en Jane Eyre, mientras el otro libro seguía «su lento y cansino recorrido en Londres».
Me parece que ya he mencionado que algunas amigas de Charlotte creen que un suceso que le contaron cuando estaba en el colegio de la señorita Wooler fue el germen de la historia de Jane Eyre. Pero son sólo conjeturas; no podemos verificarlo. Las personas a quienes explicó el tema de sus escritos han muerto y no pueden hablar; y el lector probablemente haya advertido que en la correspondencia de la que he tomado fragmentos no se hace alusión alguna a la publicación de sus poemas ni la menor alusión al propósito de sus hermanas de publicar ningún relato. Recuerdo, no obstante, muchos detalles que me explicó la señorita Brontë en respuesta a mis preguntas sobre su forma de escribir y demás. Me dijo que no podía escribir todos los días. Que a veces transcurrían semanas e incluso meses sin que se le ocurriera nada que añadir a lo que ya había escrito de la historia. Luego, se despertaba una mañana y veía con absoluta nitidez el desarrollo de la historia. Cuando pasaba eso, su única preocupación era cumplir con sus deberes domésticos y filiales lo antes posible para tener luego tiempo de sentarse a escribir los nuevos incidentes e ideas que, en realidad, estaban más presentes en su mente en tales momentos que su verdadera vida. Pero no obstante esa «posesión», por así decirlo, los compañeros de la casa que sobreviven afirman que nunca ni por un instante dejó de cumplir con sus deberes ni se negó a prestar ayuda cuando se la pedían. Habían tenido que contratar a una muchacha para que ayudara a Tabby (que ya tenía casi ochenta años). Tabby se resistía con celosa renuencia a delegar cualquiera de sus tareas y se impacientaba cuando le recordaban (siempre con delicadeza) que estaba perdiendo agudeza sensitiva por la edad. La otra criada no podía inmiscuirse en lo que ella consideraba trabajo exclusivamente suyo. Entre otras labores, se había reservado el derecho de pelar las patatas de la comida; pero como estaba perdiendo vista, a veces dejaba las manchas negras que nosotros en el Norte llamamos «ojos» de la patata. La señorita Brontë era una ama de casa demasiado escrupulosa para pasarlo por alto; pero se resistía a pedir a la otra muchacha que repasara las patatas, porque no quería ofender a Tabby demostrándole que su trabajo ya no era tan eficaz como antes. Así que entraba a hurtadillas en l...