Flores para la señora Harris
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Flores para la señora Harris

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Flores para la señora Harris

Descripción del libro

La señora Harris, una viuda de cierta edad que se dedica a limpiar casas de la clase alta londinense, descubre un buen día, en el armario de una de sus más ricas clientes, un par de vestidos de Dior que la dejan cautivada. Contra todo pronóstico, decide que ella quiere ?necesita? uno de esos vestidos, aunque nunca vaya a tener ocasión de llevarlo. Cuando se entera del precio, en lugar de venirse abajo, empieza a ahorrar para conseguir su objetivo e inicia así un largo proyecto que, al cabo de dos años, acabará llevándola a París. Sus aventuras en la casa Dior, de la mano de madame Colbert y la bella modelo Natasha, y sus inopinados atisbos del gran mundo parisino la llevarán por un camino en el que no faltan ni el desprecio ni finalmente la amistad. Flores para la señora Harris (1958) tuvo tanto éxito en su día que su autor, Paul Gallico, llegaría a dedicar al singular personaje tres novelas más. Esta fábula sobre una persona inocente que es capaz de extender su bondad sobre los demás tiene desde luego mucho de cuento de hadas, pero es asimismo una comedia social de espíritu realista, terriblemente aguda y divertida.

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Información

Año
2016
ISBN de la versión impresa
9788490651520
ISBN del libro electrónico
9788490651568
Categoría
Literatura
Categoría
Clásicos
VII
A las tres menos cinco de esa tarde, tres personas cuyas vidas se iban a enlazar de forma extraña se vieron a un suspiro de distancia en la espléndida escalinata de la casa Dior, ahora atestada de visitantes, clientas, vendedoras, personal y miembros de la prensa, todos en pleno trajín.
La primera de estas personas era monsieur André Fauvel, el joven jefe de contabilidad. Iba bien arreglado y tenía la apostura de los rubios, a pesar de una cicatriz en la mejilla adquirida de forma honrosa, origen de una medalla militar por los días de servicio en Argelia.
A veces necesitaba bajar de las regiones gélidas de sus libros de contabilidad del cuarto piso y acceder a la calidez de la atmósfera del primero, con sus perfumes, sedas y satenes, y las mujeres a las que éstos envolvían. Agradecía esas ocasiones e incluso buscaba excusas para propiciarlas, por la posibilidad de atisbar a su diosa, la modelo estrella, por quien sentía un amor desesperado y, evidentemente, bastante imposible.
Porque mademoiselle Natasha, como la conocían la prensa y el público del sector de la moda, era la chica más deseada de París: una belleza morena de ojos oscuros y un atractivo extraordinario, que sin duda tenía una brillante carrera por delante, ya fuera en el cine, bien casándose con un noble rico. Todos los solteros importantes de la ciudad, por no hablar de una considerable proporción de los casados, la cortejaban.
Monsieur Fauvel procedía de una buena familia de clase media; gozaba de un buen puesto y un buen sueldo, y además tenía algo de dinero, pero su mundo quedaba tan lejos del brillante astro que era Natasha como el planeta Tierra de la gran estrella Sirio.
El joven tuvo suerte, pues en ese instante la vio en la puerta del camerino, ya embutida en el primer conjunto que iba a lucir, un vestido de lana de color fuego; en lo alto de su deslumbrante cabeza llevaba un sombrero del mismo tono. Un copo de nieve de diamantes lanzaba destellos desde su cuello, y de un brazo le colgaba con indolencia una estola de marta cibelina. A monsieur Fauvel le pareció que el corazón se le iba a parar y no le iba a volver a latir nunca más: tan bella era, y tan inalcanzable.
Con una mirada de sus ojos dulces y serios, muy separados y con párpados entrecerrados, mademoiselle Natasha vio a monsieur Fauvel y al mismo tiempo no lo vio, mientras, dejando ver un ápice de lengua rosada, reprimía un bostezo. Lo cierto era que se aburría soberanamente. Solo una pequeñísima parte de la concurrencia de Dior conocía la verdadera identidad, y menos aún la verdadera personalidad, de la Niobe de largas extremidades, cintura alta y negrísimo cabello que los ricos y los famosos rondaban como las abejas la miel.
Su verdadero nombre era Suzanne Petitpierre. Venía de una sencilla familia burguesa de Lyon y estaba totalmente harta de la vida que su profesión la obligaba a llevar, de la infinita serie de cócteles, cenas, teatros y cabarés a los que iba en calidad de acompañante de cineastas, fabricantes de automóviles y personalidades del mundo del acero y de la nobleza, pues todos ellos querían ser vistos junto a la modelo más glamourosa y más fotografiada de la ciudad. Ninguno le interesaba a mademoiselle Petitpierre. No aspiraba a tener una carrera cinematográfica, ni teatral, ni a ejercer el papel de châtelaine de algún noble château. Lo que más deseaba era volver de un modo u otro a esa clase media de la que había escapado temporalmente, casarse por amor con un hombre bueno y sencillo, que no fuera ni demasiado guapo ni demasiado listo, fundar un cómodo hogar burgués y tener una numerosísima descendencia burguesa. Sabía que esos hombres existían: hombres que no se mostraban continuamente tan vanidosos, jactanciosos o ultraintelectuales que ella no podía seguirles el ritmo. Pero ahora, por alguna razón, todos quedaban fuera de su órbita. Incluso en ese mismo instante en que era el centro de muchas miradas de admiración se sentía perdida e infeliz. Recordó vagamente haber visto antes, en algún sitio, al joven que la contemplaba con tanto interés, pero no sabía dónde.
Al fin, la señora Harris, del número 5 de Willis Gardens, Battersea, Londres, subió con paso enérgico la escalinata que ya estaba llena de figuras apoyadas en ella, y allí la recibió madame Colbert. Y entonces sucedió algo extraordinario.
Porque para los habituales y los cognoscenti la escalinata de Christian Dior es Siberia, un lugar en el que se produce una situación tan humillante como la que se da cuando el maître de un restaurante de moda te sienta entre los paletos, al lado de las puertas batientes que dan a la cocina. Un sitio reservado únicamente para los tontos, los entrometidos, las personas poco importantes y los representantes inferiores de la prensa.
Madame Colbert miró a la señora de la limpieza, con toda su ropa barata, pero atravesó esas prendas con la mirada y solo vio a la mujer y hermana valiente que había debajo de ellas. Pensó en la sencillez y el coraje que la habían llevado a aquel lugar en pos de un sueño, en ese anhelo tan femenino de tener un vestido elegante que le resultaba inalcanzable, en ese deseo conmovedor de poseer, por una vez en su vida anodina y triste, el ultimísimo modelo. Y tuvo la sensación de que la señora Harris era, de lejos, la persona más importante y meritoria de esa congregación de mujeres parlanchinas que esa tarde esperaban para ver la colección.
–No –le dijo a la señora Harris–, en la escalera, no. Me niego. Venga, tengo un asiento para usted dentro.
Condujo a la señora de la limpieza a través de la muchedumbre mientras le daba la mano y la llevó al salón principal, en el que todas las sillas de las dobles filas estaban ocupadas, a excepción de dos doradas. Madame Colbert siempre reservaba dos por si acaso llegaba de improviso algún vip, o por si alguna clienta especial se presentaba con una amiga.
Arrastró a la señora Harris por la sala y la sentó en una silla vacía de la primera fila.
–Estupendo –dijo la gerente–. Desde aquí lo podrá ver todo. ¿Tiene la invitación? Coja este lapicito. Cuando las modelos entren, la chica de la puerta dirá el nombre y el número del vestido en inglés. Anote los números de los que más le gusten, y después nos vemos.
La señora Harris se acomodó ruidosa y cómodamente en la silla gris y dorada. El bolso lo puso en el asiento vacío de al lado; dejó la tarjeta y el lápiz listos para la acción. Entonces, con una feliz sonrisa de satisfacción, empezó a pasar revista a sus vecinos.
Aunque no contaba con ninguna forma de identificarlos, el salón principal albergaba una muestra representativa del haut monde de todo el planeta: no faltaban miembros de la nobleza, ladies y personajes ilustres de Inglaterra, marquesas y condesas de Francia, baronesas de Alemania, princesas de Italia, mujeres de industriales y nuevos ricos franceses, mujeres de millonarios sudamericanos que eran ricos de toda la vida, compradoras de Nueva York, Los Ángeles y Dallas, actrices de teatro, estrellas de cine, dramaturgos, playboys, diplomáticos, etcétera.
La silla de la derecha de la señora Harris la ocupaba un anciano caballero de aspecto imponente, cabello y bigotes níveos, cejas muy pobladas que sobresalían como si fueran plumas y unas bolsas oscuras bajo los ojos que eran, sin embargo, de un azul penetrante y sorprendentemente vivos y jóvenes. Llevaba el pelo peinado sobre la frente y le formaba una especie de flequillo; las botas, espléndidamente lustrosas; su chaleco tenía un borde blanco, y en el ojal de su chaqueta oscura había prendido lo que a la señora Harris le pareció un pequeño capullo de rosa que la dejó fascinada e inquieta, porque nunca había visto a un caballero que luciera algo semejante, de modo que él la pilló mirándolo de hito en hito.
La nariz fina y aguileña la apuntó, los sagaces ojos azules la escudriñaron, pero la voz que se dirigió a ella en un inglés perfecto estaba rota y cansada:
–¿Le pasa algo, señora?
No era propio del carácter de la señora Harris quedarse cortada o apurada delante de nadie, pero la idea de que podía haber sido maleducada la hizo arrepentirse, y le dedicó al anciano caballero una sonrisa de modestia.
–No sé por qué me ha dado por quedarme mirándolo como si fuera usted un muñeco de cera –se disculpó–. ¿Dónde están mis modales? Me ha parecido que eso que lleva en el ojal es un capullo de rosa. Pues qué idea tan buena. –Y luego, a guisa de explicación, añadió–: Es que me gustan mucho las flores...

Índice

  1. Nota al texto
  2. I
  3. II
  4. III
  5. IV
  6. V
  7. VI
  8. VII
  9. VIII
  10. IX
  11. X
  12. XI
  13. XII
  14. XIII
  15. XIV
  16. Créditos
  17. ALBA