La sala número 6
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La sala número 6

Descripción del libro

Esta obra emblemática de Chéjov trata de los límites difusos entre la locura y la razón, el mundo normal y el manicomio. Los protagonistas son un pobre alienado, Iván Dmítrich, con arrebatos pasajeros de fantástica lucidez, y el director del hospital, Andréi Yefímich Raguin, que se ha puesto una venda en los ojos para no ver las deficiencias y atrocidades que se cometen en el centro sanitario que regenta, y que acaba creándose una filosofía para justificar su inacción y su incuria.

Lenin dijo, después de leerla, que se vio impulsado a salir a la calle, porque él también se sentía «encerrado en un manicomio».

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Información

Año
2014
ISBN del libro electrónico
9788490650967
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici
I
En el patio del hospital hay un pequeño pabellón circundado de un auténtico bosque de bardana, ortigas y cáñamo silvestre. Tiene el tejado herrumbroso, la chimenea semiderruida y los peldaños de la escalinata podridos y cubiertos de maleza; en cuanto al revoque, sólo queda algún vestigio. La fachada principal da al hospital; la trasera, al campo, del que la separa una valla gris erizada de clavos. Esos clavos, puestos de punta, la valla y el propio pabellón tienen ese aire peculiar de tristeza y maldición que sólo se advierte en nuestros edificios sanitarios y penitenciarios.
Si no teme usted picarse con las ortigas, intérnese conmigo en el angosto sendero que conduce al pabellón y veamos lo que sucede en su interior. Una vez abierta la primera puerta, entramos en el zaguán. A lo largo de las paredes y junto a la estufa se acumulan montañas enteras de cachivaches pertenecientes al hospital. Colchones, viejas batas hechas jirones, pantalones, camisas de listas azules, zapatos sin tacones y completamente inservibles; todos esos harapos, amontonados, apelotonados y revueltos, se pudren y despiden un olor sofocante.
En medio de tanto trasto está tumbado, siempre con la pipa entre los dientes, el vigilante Nikita, antiguo soldado retirado con galones descoloridos. Tiene un rostro severo, devastado por el alcohol, con cejas enmarañadas que le dan cierto aire de mastín de las estepas, y la nariz roja; es bajo de estatura, seco y fibroso, pero tiene un porte impresionante y puños vigorosos. Pertenece a esa categoría de hombres sencillos, positivos, concienzudos y limitados que aman el orden por encima de todas las cosas y, en consecuencia, están convencidos de la eficacia de los golpes. Él pega en la cara, en el pecho, en la espalda o donde se tercie, y está persuadido de que sin esa medida no habría ningún orden.
Más adelante entrará usted en una habitación grande y espaciosa que ocupa todo el pabellón, sin contar el zaguán. Allí las paredes están embadurnadas de un azul sucio, con un techo tiznado de hollín, como en una isba sin chimenea; es evidente que en invierno las estufas humean y el aire se llena de olor a carbón. La parte interior de las ventanas está desfigurada por rejas de hierro. El suelo es gris y está cubierto de astillas. Apesta a col agria, a mecha quemada, a chinches y a amoniaco, y ese hedor produce desde el primer momento la impresión de haber entrado en una casa de fieras.
En la habitación hay camas atornilladas al suelo en las que descansan, sentados o tumbados, hombres vestidos con batas azules de hospital y gorros de dormir a la vieja usanza. Son los locos.
En total hay cinco personas. Sólo uno es de noble cuna, los demás pertenecen a la burguesía. El más cercano a la puerta, un tipo alto y enjuto con bigote rojizo y brillante y ojos humedecidos por las lágrimas, está sentado con la mano en el mentón y la mirada fija en un punto. La tristeza no lo abandona ni de día ni de noche, sacude la cabeza, suspira y sonríe con amargura; rara vez participa en las conversaciones y no suele responder a las preguntas. Come y bebe como un autómata, cuando le sirven. A juzgar por su tos penosa y extenuante, por su aspecto demacrado y por el rubor de sus mejillas, sufre un principio de tuberculosis.
Le sigue un viejecito pequeño, lleno de vitalidad y muy ágil, con una barbita puntiaguda y cabellos azabachados y rizados como los de un negro. Durante el día se pasea de una ventana a otra o se sienta en la cama, con las piernas cruzadas a la turca, y silba sin parar como un pinzón, canturrea en voz baja o se ríe solo. Su alegría infantil y la viveza de su carácter también se ponen de manifiesto por la noche, cuando se levanta para rezar, es decir, para golpearse el pecho con los puños y arañar las puertas con los dedos. Es el judío Moiseika, un pobre hombre que perdió el juicio hará cosa de veinte años, cuando se incendió su taller de sombrerería.
De todos los internos de la sala número seis es el único que tiene permiso para salir del pabellón e incluso del patio del hospital. Hace años que se beneficia de ese privilegio, probablemente por su condición de viejo paciente y porque sólo es un pobre diablo, tranquilo e inofensivo, el tonto del pueblo, al que la gente ya se ha acostumbrado a ver por las calles, rodeado de niños y de perros. Con su bata vieja, su ridículo gorro y sus zapatillas, a veces descalzo e incluso sin pantalón, se pasea por las calles, se detiene ante la puerta de las tiendas y pide una moneda. En un lugar le dan un vaso de kvas1; en otro, un pedazo de pan; en un tercero, un kopek, de modo que suele regresar con el estómago lleno y la bolsa repleta. Todo lo que lleva consigo, se lo queda Nikita. El soldado lo registra con brusquedad y enojo, dándoles la vuelta a los bolsillos y poniendo a Dios por testigo de que no dejará salir al judío nunca más y de que para él no hay nada peor en el mundo que el desorden.
A Moiseika le gusta ser útil. Lleva agua a sus compañeros, los tapa cuando están dormidos, promete traerles de la ciudad un kopek a cada uno y coserles un gorro nuevo; da de comer con una cuchara a su vecino de la izquierda, un paralítico. No actúa de ese modo por compasión o cualquier otra consideración de índole humanitaria, sino siguiendo el ejemplo de Grómov, su vecino de la derecha, a cuya voluntad se somete involuntariamente.
Iván Dmítrich Grómov, hombre de unos treinta y tres años, de origen noble, antiguo empleado de la Audiencia y secretario2 de la administración provincial, sufre de manía persecutoria. Se pasa el tiempo tumbado en la cama, hecho un ovillo, o yendo y viniendo de un rincón a otro, como para hacer ejercicio, y rara vez se sienta. Siempre está agitado, nervioso, atormentado por una espera vaga e indefinida. Basta el menor susurro en el zaguán o un grito en el patio para que levante la cabeza y aguce el oído: ¿no vendrán a por él? ¿No lo estarán buscando? En esos momentos su rostro expresa una inquietud y una repugnancia extremas.
Me gusta su rostro ancho, de pómulos salientes, siempre pálido y pesaroso, en el que se refleja como en un espejo un alma atormentada por la lucha y por un temor incesante. Hace muecas extrañas y enfermizas, pero los finos rasgos que un sufrimiento profundo y genuino ha impreso en su rostro revelan buen juicio e inteligencia, y en sus ojos se aprecia un destello cálido y sano. Me agrada ese hombre cortés, servicial y de una delicadeza exquisita en su trato con los demás, excepto con Nikita. Si a alguien se le cae un botón o una cuchara, salta como un resorte de la cama para recogerlo. Todas las mañanas les da los buenos días a sus compañeros y cuando se va a la cama les desea buenas noches.
Además de esa tensión incesante y de sus constantes muecas, hay otro rasgo que testimonia su locura. A veces, por la noche, arrebujado en su bata, temblando de pies a cabeza y castañeteando los dientes, empieza a caminar de un rincón a otro y entre las camas, como si tuviera un violento acceso de fiebre. Por el modo en que se para en seco y examina a sus compañeros se adivina que quiere decir algo muy importante, pero, considerando acaso que nadie iba a escucharlo ni a comprenderlo, sacude la cabeza con impaciencia y continúa caminando. No obstante, el deseo de hablar no tarda en imponerse a cualquier otra consideración, y Grómov da libre curso a su pensamiento, hablando con calor y apasionamiento. Aunque su discurso es desordenado y febril como un delirio, entrecortado y no siempre inteligible, en sus palabras y en su voz vibra una nota de extraordinaria bondad. Cuando habla, se reconoce a un tiempo al loco y al hombre que hay en él. Sería difícil trasladar al papel sus desatinadas razones. Habla de la mezquindad humana, de la coerción que maniata la justicia, de lo maravillosa que será la vida un día sobre la Tierra, de las rejas de la ventana, que le recuerdan a cada instante la cerrazón y la crueldad de sus opresores. En definitiva, un batiburrillo deslavazado e incoherente de tópicos que, por viejos que sean, no han perdido del todo su vigencia.
II
Hace doce o quince años el funcionario Grómov padre, hombre serio y acomodado, vivía en la calle principal de la ciudad, en una casa de su propiedad. Tenía dos hijos, Serguéi e Iván. Siendo estudiante de cuarto curso en la facultad, Serguéi contrajo una tisis galopante y murió; esa muerte en cierto modo fue el detonante de una serie de desdichas que se abatieron de pronto sobre la familia Grómov. Una semana después del entierro de Serguéi, el viejo padre fue acusado de fraude y malversación, y poco después murió de tifus en la enfermería de la prisión. La casa y todas las pertenencias se vendieron en subasta, e Iván Dmítrich y su madre se quedaron sin medios de subsistencia.
Antes, en vida de su padre, Iván Dmítrich vivía en San Petersburgo, en cuya universidad estudiaba, recibía entre sesenta y setenta rublos al mes y desconocía lo que significaba la necesidad; después de la desgracia, se vio obligado a cambiar radicalmente de vida. Tuvo que dar clases particulares de la mañana a la noche poco más que de balde, trabajar de copista y aun así pasar hambre, pues enviaba todos los ingresos a su madre para que pudiera subsistir. Iván Dmítrich no soportó ese género de vida; se desanimó, se quedó en los huesos, abandonó la universidad y volvió a su casa. Una vez en su ciudad natal, recibió un puesto de maestro en una escuela provincial gracias a una recomendación, pero no congenió con sus colegas ni fue del agrado de sus alumnos, y pronto dimitió del cargo. Murió su madre. Durante medio año vagó sin colocación, alimentándose de pan y agua; luego se convirtió en ujier del juzgado, cargo que ejerció hasta que lo licenciaron por motivos de salud.
Nunca, ni siquiera en sus tiempos de joven estudiante, había dado la impresión de gozar de buena salud. Siempre había sido un muchacho pálido, flaco y propenso a los resfriados; comía poco y dormía mal. Bastaba una copa de vodka para enturbiarle la cabeza y trastornarle los nervios. Aunque buscaba sin descanso la compañía de la gente, su carácter irritable y su susceptibilidad le impedían intimar con nadie y tener amigos. Siempre hablaba con desprecio de sus conciudadanos, afirmando que su crasa ignorancia y su existencia soñolienta y animal le parecían execrables y repugnantes. Tenía voz fuerte, de tenor, y se expresaba con pasión, bien con indignación y resentimiento, bien con entusiasmo y sorpresa, y siempre con sinceridad. Cualquiera que fuera el tema del que se discutiera, acababa llevando la conversación a la misma cuestión: la vida en esa ciudad era aburrida y agobiante, la sociedad carecía de intereses elevados y arrastraba una existencia deslustrada y absurda, amenizada sólo por la violencia, la depravación más grosera y la hipocresía; los bribones tenían el estómago lleno e iban bien vestidos, mientras la gente honrada se alimentaba de migajas; se necesitaban escuelas, un periódico local con un programa político digno, un teatro, conferencias públicas, la cohesión de las fuerzas intelectuales; era indispensable que la sociedad tomara conciencia de su propia mezquindad y se horrorizara. A la hora de juzgar a las personas utilizaba pinceladas gruesas, y sólo blancas o negras, sin admitir matices; en su opinión, la humanidad se dividía en personas honradas y canallas; no había gradaciones intermedias. Sobre las mujeres y el amor hablaba siempre con pasión y entusiasmo, aunque nunca había estado enamorado.
En la ciudad, a pesar de la brusquedad de sus juicios y su temperamento nervioso, se le tenía aprecio y cuando no estaba presente lo llamaban afectuosamente Vania. Su delicadeza innata, su carácter servicial, su honradez, su rectitud moral, su levita raída, su aspecto enfermizo y sus desdichas familiares inspiraban un sentimiento de simpatía, de aprecio y de tristeza; además, era un hombre muy instruido y con amplias lecturas, y sus conciudadanos pensaban que lo sabía todo y lo consideraban una especie de enciclopedia ambulante.
Leía muchísimo. Solía pasarse el tiempo en el casino, acariciándose la barba con ademán nervioso y hojeando revistas y libros; no obstante, en su rostro se apreciaba que no leía los textos, sino que los tragaba, sin que le diese tiempo a digerirlos. Cabe suponer que la lectura era una de sus costumbres enfermizas, pues se lanzaba con la misma avidez sobre cualquier publicación que cayera en sus manos, incluso las revistas y los almanaques del año anterior. En su casa leía siempre tumbado.
III
Una mañana de otoño, con el cuello del abrigo levantado y chapoteando en el barro, Iván Dmítrich se dirigía por callejones y patios traseros a casa de un comerciante para entregarle un requerimiento de pago. Su estado de ánimo era sombrío, como todas las mañanas. En una callejuela se topó con dos presos encadenados, escoltados por cuatro soldados armados de fusiles. Más de una vez Iván Dmítrich había visto detenidos, que siempre despertaban en él un sentimiento de compasión e incomodi...

Índice

  1. Cubierta
  2. Nota al texto
  3. La sala número seis
  4. Notas
  5. Biografía
  6. Créditos
  7. Alba