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Índice
Cubierta
Introducción
Aleksandr S. Pushkin
El disparo
El sepulturero
El maestro de postas
Róslavlev
Nikolái V. Gógol
Por qué discutieron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich
Iván S. Turguénev
Diario de un hombre superfluo
El hombre de las lentes grises
Fiódor M. Dostoievski
El marido de Akulka
Bobok
El sueño de un hombre ridículo
Lev N. Tolstói
Tres muertes
Dios ve la verdad pero tarda en decirla
El prisionero del Cáucaso
Después del baile
El lobo
Nikolái S. Leskov
El artista del tupé
A propósito de la Sonata a Kreutzer
Antón P. Chéjov
Agafia
Tristeza
Enemigos
La apuesta
Gúsiev
Campesinas
La nueva dacha
La dama del perrito
Notas
Créditos
Alba Editorial
Introducción
Desde que en 1997 publicamos en la colección Alba Clásica Rudin, la primera novela de Turguénev, nuestro catálogo de clásicos ha ido reuniendo un número importante de obras de literatura rusa del siglo XIX. Hoy, catorce años después, gracias a esta iniciativa y a la capacidad e inspiración de nuestros traductores, nos gusta decir en la editorial, si se nos permite la expresión, que hemos acumulado todo un tesoro. Un tesoro que está en buena parte constituido por piezas de narrativa breve, una forma de contar que los escritores rusos cultivaron con entrega, rigor y asiduidad. Volviendo la vista sobre nuestras publicaciones, surge un panorama, si no exhaustivo, lo suficientemente representativo para autorizarnos ahora a proponer una antología que no sólo puede admirarse como un vistoso muestrario de joyas sino leerse como un volumen de historia del gran siglo de la literatura rusa.
Viéndolos así, uno al lado del otro, desfilando por fecha de nacimiento, no resulta difícil establecer una línea entre los autores que componen esta selección: detectamos antecedentes y estelas, afinidades y divergencias, caminos que se prolongan y bifurcaciones que no estaban previstas. Los autores se encuentran en el mismo libro y, sin forzarlos, parecen dialogar entre ellos. No hay que olvidar que la mayoría fueron ya no contemporáneos, sino coetáneos: se conocieron, se trataron, se leyeron, fueron amigos, se enemistaron; algunos, como Tolstói y Turguénev, llegaron a retarse a duelo. En su obra se refieren unos a otros. En «Róslavlev» (1831) Pushkin se dispone a enmendarle la plana a su colega Mijaíl N. Zagoskin, que acababa de publicar una novela, Róslavlev, o los rusos en 1812, cuya heroína le había parecido insulsa y merecedora de un mejor tratamiento. Pushkin había escrito en 1821 un poema byroniano titulado El prisionero del Cáucaso; Tolstói incluiría en su Cuarto libro ruso de lectura (1874-1875) un cuento épico titulado «El prisionero del Cáucaso». El «hombre superfluo» de Turguénev lee con su amada precisamente ese poema de Pushkin –sin duda un comentario sobre su falta de heroísmo–, y a veces se siente como el protagonista del Diario de un loco de Gógol. En otro relato de Turguénev aquí incluido, «El hombre de las lentes grises» (1879), aparece, en un divertido cameo, el eterno exiliado ruso Aleksandr Herzen. Chéjov nombra personajes de Gógol y Dostoievski para caracterizar a los suyos. Y Leskov, después de la polémica difusión de la Sonata a Kreutzer de Tolstói, que agitó las conciencias con su discurso misógino y su condena no sólo de la infidelidad y las relaciones sexuales sino del mismo matrimonio, escribió una réplica que no era exactamente –ni mucho menos– un canto a las virtudes conyugales pero que ofrecía otra visión del adulterio, quizá más trágica en sus consecuencias que el crimen pasional con el que Tolstói había redondeado la suya. El relato se tituló «A propósito de la Sonata a Kreutzer» (1890)… si bien lo más curioso es que el título que en principio iba a darle su autor era «Una dama procedente del entierro de Dostoievski», pues su heroína es, en efecto, una señora que acaba de asistir al funeral de Dostoievski. A este escritor dice haber visitado, en vida, en dos ocasiones para pedirle consejo: «una vez –recuerda–, estuvo grosero conmigo; la otra, se mostró cariñoso como un amigo».
Las prácticas intertextuales no se reducen, en nuestros autores, a las citas y a los nombres propios. A lo largo de estas páginas podemos ver también cómo van pasando, de mano en mano, temas, motivaciones, atmósferas, tipos: forman un fondo común sobre el que cada escritor deja la huella de su estilo y de su pensamiento. Veamos un ejemplo. El cuento de Pushkin que abre la antología, «El disparo» (1830), gira alrededor de un duelo, ese lance imperioso tanto de la vida galante como de la literatura rusa del XIX, que causó precisamente la muerte de Pushkin (y también de Lérmontov) y que, nunca consumado, tuvo en vilo a Tolstói y a Turguénev durante casi dos décadas. El tratamiento de Pushkin es sutil pero aún romántico: la deuda de honor no se salda viendo morir al adversario, sino conociendo su miedo, su desesperación. Paradójicamente, en el pensamiento romántico, el duelo es, en una sociedad regulada, un instrumento humanizador: una forma de poder ver al hombre, al fin, sin máscaras, sin leyes, reducido a instinto y emoción. En el cuento que cierra el volumen, «La dama del perrito» (1899) de Chéjov, los duelos ni siquiera se nombran, pero la necesidad de liberación, de poner al descubierto la humanidad oculta, sigue intacta. El héroe de este cuento, Gúrov, se siente agobiado por el peso de una doble vida: «una que se desarrollaba a la luz del día, […] llena de verdades y mentiras convencionales, semejante en todo a la existencia de sus conocidos y amigos; y otra que fluía en secreto». Esta vida secreta, sepultada bajo las convenciones, y que tanto juego dará en las páginas de nuestro volumen, ya no está caracterizada por los valores primarios de Pushkin, pero sigue siendo la vida de la emoción, sin la cual no parecen concebirse ni la verdad ni la humanidad.
Da la impresión de que los escritores del gran siglo ruso siempre nos empujan a pronunciar grandes palabras, a dar el salto –tantas veces mortal– a la universalidad. Esto no deja de resultar curioso –aunque tal vez no sea más que su consecuencia– si uno piensa en la decidida predilección de los autores, bien documentada en nuestra antología, por el caso anecdótico, por la circunstancia mínima, por los personajes pequeños: el sepulturero, el maestro de postas, el siervo peluquero, el cochero, el posadero, el cuidador de huertos, el soldado que muere anónimamente en un barco… por no hablar, en otros estamentos, de los terratenientes ociosos, de los funcionarios anodinos, de los profesionales (médicos, ingenieros) no respetados, y hasta de los mismos escritores, que sólo con la pluma indignada y ruidosa de Dostoievski son capaces de dibujarse como grandes figuras. Cuando, veinte años después que Pushkin, Turguénev introduce un duelo en la insignificante vida del personaje de «Diario de un hombre superfluo» (1850), del romanticismo y de las grandes experiencias universales ya no queda más que su parodia. Al retar al príncipe N., el pequeño protagonista del relato reconoce que «la idea de que un oscuro provinciano como yo hubiera obligado a un personaje tan importante a batirse me causaba una gran satisfacción», y el duelo sólo refrenda una aspiración mezquina. Luego, todo el episodio es humillante de una forma que el romanticismo, en su búsqueda de la humanidad sin máscaras, no podía ni imaginar: el «hombre superfluo» dispara primero, pero apenas le hace al príncipe un rasguño; el príncipe, en respuesta, dispara al aire: «Ese hombre, con su generosidad, me había hundido definitivamente en el barro, me había aniquilado». El valor o la cobardía, en tanto que signos verdaderamente humanos, desaparecen para dejar paso a un rasgo que los propios hombres de letras consideran subhumano: el desprecio.
El desprecio y la humillación son un leit motiv en esta larga serie de relatos: están en Pushkin, en la ofensa que se narra en «El sepulturero» (1830) y en el viaje humillante que emprende un padre en pos de su hija deshonrada y prófuga en «El maestro de postas» (1830); están en Gógol y en el origen de la eterna disputa y del grotesco mundo de «Por qué discutieron Iván Ivánovich e Iván Nikíforovich» (1835); están en la brutalidad de los presidiarios contra las mujeres de «El marido de Akulka» (1862) de Dostoievski, y en la brutalidad de los señores contra los siervos en «El artista del tupé» (1883) de Leskov; están en todo el ambiente que describe Chéjov en «Campesinas» (1891) y en el cochero de «Tristeza» (1886), no lo suficiente humano para que alguien quiera escuchar su pena por la muerte de su hijo…
El desprecio es también una característica íntima, interiorizada, del «hombre superfluo», ese gran tipo de la historia literaria rusa ya adelantado por Pushkin en Evgueni Oneguin (1825-1832) y por Lérmontov en Un héroe de nuestro tiempo (1839) y cuyo ejemplo más conspicuo quizá sea –más de 600 páginas sin levantarse apenas del sofá– el Oblómov (1856) de Goncharov. Fue, sin embargo, Turguénev quien le dio nombre en 1850, en el relato que aquí incluimos y que desarrolla por extenso un prototipo de inoperancia complaciente que a menudo se asocia tanto con el terrateniente absentista como con el intelectual occidentalizado. Dostoievski, entre otros, no tardaría en denunciarlo como uno de los grandes males de Rusia. El «hombre superfluo» es el hombre que observa sin incidir en lo observado; el hombre que reflexiona pero no interviene. Es el hombre que, consciente –como Gúrov en «La dama del perrito»– de que por debajo de las convenciones hay otra vida, más plena pero también más arriesgada, se deja llevar no obstante por la inercia, y se acomoda –al contrario que Gúrov– a un papel rutinario que ha decidido representar ante sí mismo. Se engaña, no atreviéndose a ser lo que podría ser; se convierte, como el héroe de Turguénev, en una «criatura recelosa, susceptible y afectada», inútil y desconocida para sí misma: inútil y desconocida, por tanto, para los demás. Su conciencia, que siempre es lúcida y delicada, lo lleva a despreciarse, porque no ignora su inefectividad social. De ahí el escándalo regeneracionista de Dostoievski; pero de ahí también la locura –la inaptitud biológica para lo social– a la que Chéjov conducirá inexorablemente a su personaje de La sala número seis (1892).
Un prototipo puede, sin embargo, dar muchas vueltas y revelar dialécticamente sentidos para los que en un principio no fue creado. En 1903 Tolstói descubre en el «hombre superfluo» un insospechado valor ético. El héroe de «Después del baile» cuenta cómo, después de presenciar casualmente un episodio de violencia –un castigo dirigido por el padre de su amada, un coronel–, fue incapaz de comprender qué razón podía ocultarse detrás de la crueldad de semejante acto: «Esa incomprensión –concluye– me impidió ingresar en el ejército, como había sido mi deseo, y no sólo no he hecho carrera como militar, sino que, como ven, no he desempeñado ningún cargo público ni he valido para nada». Después de tantas acusaciones e impugnaciones contra el «hombre superfluo», Tolstói lo radicaliza despojándolo hasta de cargo y de profesión: la insignificancia se convierte en una elección, en una toma de partido. La exclusión deliberada de la sociedad supone una contestación a toda la podredumbre que la sociedad esconde. Al fin, no valer para nada ya no es algo por lo que uno deba despreciarse, sino una meta de la que puede sentirse orgulloso.
Volviendo a Turguénev, hay una derivación muy significativa e intencionada de la condición de «hombre superfluo» que parece oportuno reseñar aquí. Cuando el héroe de su relato sale indemne del duelo con el príncipe N., que le perdona desdeñosamente la vida, se pregunta con rabia por qué éste no le ha disparado. Su padrino de armas, el capitán Koloberdiáiev, le responde: «¡Ah, no hay quien entienda a estos escritores!», a lo que nuestro héroe reacciona con perplejidad («No sé por qué se le ocurriría concederme ese título») porque, en efecto, él no es un escritor. Pero es evidente que, con esta alusión bien ajena a la trama, Turguénev quería plantear una preocupación no sólo personal sino de toda la intelligentsia de su siglo: si ser un «hombre superfluo» no será uno de los rasgos distintivos de un escritor. En principio, uno diría que Turguénev no tenía por qué inquietarse, pues una de las razones a las que debió su fama fue que la lectura de sus Memorias de un cazador (1852) pesó mucho en la decisión del zar Alejandro II de abolir la servidumbre en 1861. Pero, por otro lado, esta inquietud cuadra perfectamente con su innovadora inclinación por un tipo de narrador avergonzado y autolesivo, desvirilizado, que se erige contra el narrador hiperactivo y laborioso, viril, del siglo XIX y que cuenta no lo que ha hecho, sino lo que no ha hecho, embargado de culpa e inhibición.
El dilema, sin embargo, no es sólo suyo. La cuestión de si el escritor es, al fin y al cabo, un «hombre superfluo» recorre de hecho todo el gran siglo de la literatura rusa, y uno acaba por pensar que el único capaz de responder a ella con un rotundo no s...