Ciudadela
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Antoine Saint-Exupéry, Hellen Ferro

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Antoine Saint-Exupéry, Hellen Ferro

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Publicada por primera vez en 1948, Ciudadela reúne las notas que Saint-Exupéry dejó inéditas cuando desapareció en 1944 sobre Francia en misión de guerra. Con la voz de un príncipe del desierto, a quien su padre el rey transmite la sabiduría adquirida durante su larga existencia, y bajo la forma de un diario que abarca toda clase de reflexiones, es en esta obra, más que en cualquiera de sus libros de ficción. donde se plasma con mayor profundidad el mundo interior de Saint-Exupéry, su filosofía de la vida. Sus principales temas reaparecen aquí con una nueva dimensión espiritual, desnuda y trascendente. La necesidad de volver a la esencia de las cosas y las ideas, el deseo de encomtrar un orden social y espiritual, el abandono de uno mismo, el sentido de la fe y la experiencia humana, son los puntos cruciales de un camino místico trazado, página a página con hondura y poesía.

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Información

Año
2017
ISBN
9788490652855
Categoría
Literatura
Antoine de Saint-Exupéry
Ciudadela






Traducción
Hellen Ferro
Prólogo
Horacio Vázquez-Rial




ALBAminus
Antoine de Saint-Exupéry y Ciudadela
El 31 de julio de 1944, Antoine de Saint-Exupéry desapareció para siempre en el mar. Había despegado del aeropuerto de Borgo, en Córcega, a las 8.30, para llevar a cabo un vuelo de reconocimiento.
Blas Matamoro, en su libro Saint-Exupéry, el principito en los infiernos, recoge el relato de las circunstancias de aquella mañana que, en su día, realizó André Maurois: «Sus camaradas de escuadrilla, reunidos en el comedor, miraban sus relojes. No tenía más que una hora de gasolina. A las 11.30 no quedaba ninguna esperanza. Todos permanecieron largo rato silenciosos. Después, el jefe dijo a un aviador: “Proseguirá usted la misión del comandante De Saint-Exupéry”. Aquello terminaba como una novela de Saint-Exupéry y se la imaginaba perfectamente; escaso de gasolina y también de esperanza, subiendo, como uno de sus héroes, hacia algún campo celeste, totalmente balizado de estrellas». Y es que sus novelas terminan siempre como terminan las historias de los hombres cuando viven su vida con los ojos abiertos.
Ese final, así expuesto, pone ante el espectador todas las imágenes de Saint-Exupéry: el soldado y el narrador, el trabajador de la materia y el trabajador del espíritu.
La obra de Saint-Exupéry, una extensa reflexión sobre la fe y sobre el sentido de la acción humana, obliga a ver en él a un hombre de palabra. Su vida, que es la de un misionero del progreso, obliga a representárselo como una suerte de soldado. Es posible, y el lector de Ciudadela se ve inevitablemente inclinado a suponerlo así, que él deseara, como Esquilo y como Garcilaso, ser recordado sobre todo en esta condición, la de soldado. A Esquilo le acerca la pretensión de «instruir al pueblo», según el dicho aristofánico, amén de la constante presencia, en todos sus libros, de una tensión –esencialmente poética– entre las pruebas más feroces del destino y una fe, en última instancia fuente de optimismo, que deviene racional a partir de la aceptación de unos postulados, unos modelos de conducta, que no son sino la forma actual, implícita en lo subconsciente, de los mitos antiguos. De Garcilaso le separa, sin embargo, su valoración de lo épico.
La fusión en un solo personaje de escritor, profesor y mílite, que en el caso de Saint-Exupéry es absoluta, le aproxima decididamente a Ignacio de Loyola. La comparación puede parecer excesiva, pero solo lo es una dirección: el conocimiento de nuestro autor no basta a explicar a Loyola, pero una lectura estructural del santo, como la propuesta en su momento por Roland Barthes, echa abundante luz sobre el texto de Ciudadela, obra inconclusa, ciertamente, de publicación póstuma, pero a la cual, sin duda, apunta todo el discurso literario de Saint-Exupéry.
La vida, la obra
Antoine Jean-Baptiste-Marie-Roger de Saint-Exupéry nace en Lyon el 29 de junio de 1900. Su familia pertenece a la nobleza de Limoges: de niño le apodan «el Rey Sol», y siempre será señalado por su actitud aristocrática, no exenta de desdén por los asuntos menudos de los hombres y por los trabajos corrientes: él necesita tareas superiores en que alcanzar la excelencia, pero en la sociedad industrial en que le toca vivir no hay ya honras de damas que defender ni griales santos que hallar. Al héroe de un tiempo tal no cabe proponerle otras metas que el arte o el progreso, y Saint-Exupéry abraza las dos.
Narra su descubrimiento de la aviación, del vuelo, en 1926, en una carta a su amiga Renée de Saussine, diciendo que se trata de «otra cosa, algo inexplicable, una especie de guerra...». Es el año de la publicación de su primer relato, El aviador, en Le navire d’argent, y de su ingreso en la empresa aeronáutica Latecoère, donde conoce a los pioneros Vacher, Jean Mermoz, Guillaumet, Estienne y Lescrivain, que serán sus amigos y los protagonistas de sus historias.
La vida de Saint-Exupéry parece marcada por unos itinerarios que le llevan de un desencanto a otro. Primero hace una ruta cuyos hitos son Toulouse, Dakar, Cartagena, Málaga, Alicante y Casablanca. «España no me ha parecido bonita», escribe. En 1927 es jefe de la base aérea de Cap-Juby, en el Marruecos español: «Me aburro como una virgen», apunta. En 1929, su compañía decide crear una subsidiaria en América del Sur, la Aeroposta Argentina, con asiento en Buenos Aires. De esta ciudad, dice en sus cartas que es «otra especie de desierto [...] una ciudad odiosa, sin encantos, sin recursos, sin nada». Y del país: «En la Argentina no hay campiña. Nada. No se puede salir jamás de la ciudad. Fuera de ella solo hay campos cuadrados, sin árboles, con una barraca en el centro y un molino de agua de hierro...». Y un año más tarde: «Este es un país siniestro».
La vida del aviador Saint-Exupéry es otra cosa: él no rechaza lugares ni se queja de situaciones. Ningún sitio debajo del aire es bueno para él, considerado desde su estatura. Pero cuando lo ve desde el aire... «El avión es una máquina, sin duda, ¡pero qué instrumento de análisis!», dice en Tierra de hombres. «Ese instrumento nos permitió descubrir la verdadera faz de la tierra. En efecto, las rutas nos han engañado durante siglos [...] andamos a lo largo de sinuosas rutas. Ellas evitan las tierras estériles, las rocas y las arenas; siguen las necesidades del hombre y van de fuente en fuente. Conducen a los campesinos de sus granjas a las tierras de trigo [...] unen este pueblo con aquel otro para facilitar los matrimonios [...]. De este modo, engañados por sus inflexiones como por otras tantas mentiras indulgentes [...] hemos embellecido la imagen de nuestra prisión [...]. Pero nuestra vida se ha aguzado y hemos cumplido un cruel progreso. Con el avión hemos aprendido la línea recta.»
El escritor Saint-Exupéry deriva del aviador, de esa visión celeste del aviador, que se prolonga como percepción del iniciado durante cierto lapso inmediato al aterrizaje «en la dulzura del día». «Para mí –dice en 1939 a Luc Estang–, volar y escribir son la misma cosa [...]. El aviador y el escritor se identifican en una similar toma de conciencia.» La exaltación de la mirada que proporciona el aire da otro tono a lo real, y el que así se aviene a pisar la tierra aprehende a un tiempo el rumor de las sociedades de los hombres y su propia distancia: «Me arrimo a una fuente. Las ancianas llegan a sacar agua; de sus dramas solo conoceré esos sus movimientos de sirvientas. Un niño, con la nuca en la pared, llora en silencio; solo subsistirá de él, en mi recuerdo, un hermoso niño para siempre inconsolable. Soy un extranjero. Nada sé. No penetro en sus imperios». Es ya reconocible, en este ser remoto, orgulloso, lúcido o iluminado, la voz del jefe de Ciudadela.
¿Dónde ha adquirido esa voz el narrador constante de Saint-Exupéry? Porque es la misma siempre: la que en las primeras líneas de la primera novela, Correo Sur, dice: «Sobre nuestra frente, aquella luz de lámpara que no entrega objetos pero los compone, alimenta de tierna materia todas las cosas. Bajo nuestros pasos sordos, el lujo de una arena densa. Y caminábamos con la cabeza descubierta, libres del peso del sol», es la que en el comienzo del último libro, Ciudadela, dice: «Pues he visto extraviarse la piedad con demasiada frecuencia. Pero nosotros, que gobernamos a los hombres, hemos aprendido a sondar su corazón para otorgar nuestra solicitud solo al objeto digno de atención». La misma voz durante quince años, dieciocho, los que separan la redacción de Correo Sur, publicado en 1928, de la de Ciudadela, aún sin terminar en 1944. Se reconoce claramente en la obra de 1931, alabada y prologada por André Gide: Vuelo nocturno, compuesta a partir de la experiencia de los vuelos a la Patagonia, en la aborrecida Argentina en que conoce a Consuelo Suncin, viuda de Gómez Carrillo, con la que se casará. Y en Piloto de guerra, aparecida en 1942 en el París ocupado y prohibida por las autoridades alemanas. Y en la Carta a un rehén. Y, desde luego, en El principito: si este es responsable para siempre de lo que ha domesticado, si es responsable de su rosa, el jefe de Ciudadela rinde cuentas a su pueblo diciendo: «Esta mañana podé mis rosales...».
Esa voz no tiene escuela, no es ultraísta, ni surrealista; tampoco futurista. Viene de las lecturas de alrededor de los veinte años: la Biblia –muy especialmente los libros poéticos y sapienciales: Salmos, Proverbios, Eclesiastés, Cantares...–, el Zaratustra nietzscheano, tal vez el Corán. Se origina allí y acuerda con un diapasón retórico afín a la épica.
Esa voz que no pertenece a escuela alguna, ni reconoce antecedentes inmediatos, ni resuena plenamente en epígonos importantes, se asemeja, no obstante, llamativamente, a otras que le son contemporáneas: a la de Paul Claudel, sobre todo en Partición de mediodía –la más laica y, a la vez, más profundamente mística de sus piezas–; a la de Saint-John Perse –adherida a lo versicular, aunque ajustada con perseverancia a los requisitos del heptasílabo–; a la del Bernanos de Los grandes cementerios bajo la luna; a la del Gide de Los alimentos terrestres. No debiera sorprender a nadie el que fuese este último quien extendiera el manto protector de su autoridad y su celebridad sobre Saint-Exupéry, separado de Claudel por Dios, de Perse por los hombres y de Bernanos por la militancia ética. El Dios de Ciudadela poco tiene que ver con el Dios católico de Claudel: es «el nudo esencial de actos diversos», en el mejor de los casos, y un relojero ausente en el peor. Los hombres de Ciudadela, el pueblo del imperio, son los príncipes del exilio que Perse enumera y rechaza, que Perse aparta expresamente de su canto. Una idea ultramontana y regresiva de Europa lleva a Bernanos a alejarse del teatro de la guerra, marchando a Brasil, en tanto Saint-Exupéry reivindica su derecho a participar en una contienda de la que la edad le ha excluido.
Ciudadela
Así como la vida del aviador Saint-Exupéry, vista desde el aire, parece una prolongada preparación para la muerte heroica que finalmente tuvo lugar, la obra del escritor Saint-Exupéry tiende en su conjunto al texto de Ciudadela, con todo lo que este tiene de definitivo. De haber sobrevivido su autor a la guerra, no hubiese sido un libro inconcluso: hubiese soportado correcciones y ajustes, más probablemente recortes que añadidos; pero hubiese sido, de todos modos, el último. No cabe imaginar otros después, tan perfecto resulta en su estructura, síntesis y culminación de un camino místico.
El soldado Saint-Exupéry, aventuré más arriba, tiene un precedente en el soldado San Ignacio. Los dos enfrentaron la existenci...

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