La abadía de Northanger
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La abadía de Northanger

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La abadía de Northanger

Descripción del libro

Catherine Morland es una muchacha «tan corriente como la que más»... sólo que tiende a ver la vida como una novela. Cuando es presentada en sociedad en Bath, conoce a un joven apuesto y refinado y se siente como en una novela sentimental. Luego, invitada por el padre del joven, pasa una temporada en una antigua abadía, donde sospecha que se cobijan terribles secretos, como en una novela gótica. Pero la realidad, que también tiene sus secretos, le revelará al fin un mundo acaso más absurdo y angustioso que el imaginado en la peor de sus fantasías. Novela de novelas, literatura de literatura, La abadía de Northanger, escrita antes de 1803 pero no publicada hasta 1818, póstumamente, encierra en una sátira literaria una hiriente reflexión sobre los prejuicios y crueldades de la sociedad, y es sin duda una de las obras más agudas y divertidas de Jane Austen.

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Información

Año
2017
ISBN de la versión impresa
9788484285939
ISBN del libro electrónico
9788490652886
Categoría
Littérature
Categoría
Classiques
Jane Austen
La abadía de Northanger






Traducción
Guillermo Lorenzo








ALBAminus
Advertencia de la autora
Esta obrita, concluida en 1803, estaba previsto que se publicara inmediatamente. Entregada al editor, la obra fue incluso anunciada, pero nunca he conseguido averiguar por qué razones se torció el asunto. Puede parecer insólito que un editor considere oportuno comprar una cosa que luego no va a publicar, mas esto poco debe importar a la autora y a los lectores, salvo en lo tocante a esos pasajes que después de trece años parecen relativamente anticuados. Ruego, por tanto, al lector que tenga en cuenta que en los trece años transcurridos desde que terminé la obra, y en los que median desde que la comencé a escribir, lugares y costumbres, libros y opiniones, han sufrido considerables cambios.
I1
Nadie que hubiera visto a Catherine Morland en su infancia habría podido imaginar nunca que estaba llamada a ser una heroína. Su posición social, el carácter de sus progenitores, su propio físico y su manera de ser se confabulaban en igual medida contra ella. Su padre, pastor protestante, no era una persona abandonada ni pobre, sino muy respetable, si bien se llamaba Richard;2 y no había sido nunca excesivamente bien parecido. Gozaba de una considerable holgura económica, aparte de dos sustanciosos beneficios eclesiásticos, y no era nada dado a encerrar a sus hijas en casa. Su madre era una mujer dotada de un sencillo sentido práctico, de buen carácter y, lo que es más importante, de una constitución sana. Antes de nacer Catherine había tenido tres hijos y, en lugar de morir de parto al traerla al mundo, como podía esperarse, siguió viviendo, tuvo otros seis más y los vio crecer a su alrededor disfrutando ella misma de una salud de hierro. Una familia feliz con diez hijos no puede dejar de considerarse una familia excelente, siempre que no le falten las correspondientes cabezas, brazos y piernas, pero los Morland tenían pocas razones más para considerarse excelentes, pues, por lo demás, eran bastante corrientes, y Catherine, durante muchos años, fue tan corriente como la que más. Era delgada y desgarbada y tenía la tez macilenta. Su cabello era oscuro y lacio y sus facciones, toscas. Esto por lo que se refiere a su aspecto físico. Pero su espíritu parecía aún menos propicio al heroísmo. Le gustaban todos los juegos de muchachos y prefería siempre el criquet no sólo a jugar con muñecas, sino a todos esos entretenimientos más propios de la infancia de una heroína, como son el cuidar un ratoncito, dar de comer a los canarios o regar los rosales. Lo cierto es que no le gustaba nada la jardinería y si alguna vez cogía flores era únicamente por el gusto de hacer alguna travesura o, cuando menos, tal podía deducirse del hecho de que siempre prefiriese coger las que no debía. Éstas eran sus proclividades; pero tampoco su talento era extraordinario. Nunca aprendió ni comprendió nada que no le hubieran enseñado de antemano y, en ocasiones, ni siquiera así, porque solía ser bastante distraída y, a veces, obtusa. Su madre dedicó tres meses a enseñarle a repetir la Beggar’s Petition,3 transcurridos los cuales su hermanita Sally se la sabía mejor que ella. Y tampoco es que Catherine fuese siempre así de obtusa, porque aprendió la fábula The Hare and Many Friends4 tan de prisa como cualquier niña inglesa. Su madre quiso que estudiara música, y también Catherine estaba segura de que le iba a gustar, pues era muy aficionada a teclear una antigua espineta que andaba por la casa; así que a los ocho años empezó las clases. Duraron un año, pero no pudo soportarlas por más tiempo, y su madre, que no exigía que sus hijas sobresalieran en algo que fuera en contra de su disposición o gusto, no hizo nada por que continuase. El día en que despidieron al profesor de música fue uno de los más felices de la vida de Catherine. Su afición al dibujo no era mayor, si bien siempre que encontraba a mano algún papel de cartas de su madre o un papelito suelto, hacía sus pinitos y dibujaba casas y árboles, gallinas y pollitos, todos ellos muy parecidos. A escribir y a sumar le enseñó su padre; el francés, su madre; pero su competencia en estas materias no era gran cosa y se saltaba las clases siempre que podía. Su carácter era en suma extraño e inexplicable, pues pese a todos estos síntomas de disipación a la edad de diez años, no tenía ni mal corazón ni mal genio; rara vez era obstinada, casi nunca pendenciera y con los hermanos menores era amable, salvo en contados arrebatos de despotismo. Era, eso sí, ruidosa y alocada, aborrecía que la encerraran, detestaba la pulcritud y nada le gustaba tanto en el mundo como bajar revolcándose por una pendiente de hierba que había en la parte trasera de la casa.
Así era Catherine Morland a los diez años. A los quince, las apariencias fueron mejorando, empezó a rizarse el pelo y a querer asistir a bailes; mejoró el aspecto de su cutis, se suavizaron sus rasgos adquiriendo redondez y buen color, sus ojos cobraron viveza y su figura más aplomo. Su atracción por el barro dio paso a una tendencia a elegir finas ropas, se volvió tan limpia como elegante y de vez en cuando tenía incluso la satisfacción de oír cómo sus padres comentaban sus progresos físicos.
–Cada día está más guapa esta Catherine; hoy le falta muy poco para ser una belleza.
Palabras como éstas llegaban de vez en cuando a sus oídos y ¡con qué gusto escuchaba su sonido! Para una muchacha que durante los primeros quince años de su vida ha sido muy poco atractiva, el parecer «poco menos que una belleza» supone un logro del que otras jóvenes agraciadas desde sus primeros años nunca podrán gozar.
La señora Morland era una mujer muy buena y deseaba lo mejor para sus hijos, pero tan ajetreada estaba con sus alumbramientos y la instrucción de los más pequeños, que sus hijas mayores quedaron inevitablemente a la deriva, así que no resultaba nada sorprendente que Catherine, que por naturaleza no tenía nada de novelesco, prefiriese a los catorce años el criquet, el béisbol, la equitación y triscar por el campo antes que leer un libro; queremos decir, un libro de estudio, pues siempre que no se pudiera sacar de sus páginas algo que se asemejase a un conocimiento útil y siempre que hubiera mucho argumento y poca reflexión, no ponía objeción alguna a la lectura. Sin embargo, entre los quince y los diecisiete años se estuvo preparando para convertirse en heroína; leyó cuantas obras deben leerse para abastecer la memoria de esas citas que tan prácticas y tranquilizadoras resultan en las vicisitudes de una vida agitada.
De Pope aprendió a censurar a quienes
«a burlarse del infortunio se entregan sin tasa».
De Gray, que:
«Más de una flor brota y florece sin ser vista
perfumando con su fragancia el aire del desierto».
De Thompson, que:
«Deliciosa es la tarea de enseñar
a caminar a la joven idea».
De Shakespeare fue de quien obtuvo más información; entre otras cosas aprendió que:
«Aunque leves como el aire, las pequeñeces
son para el celoso tan gran confirmación
como las mismas Sagradas Escrituras».
Que:
«Ese pobre escarabajo que pisamos
sufre tan gran punzada
como el gigante que agoniza».
Y que una joven enamorada se asemejará siempre
«al monumento a la Paciencia
que sonríe a la Amargura».
En este aspecto sus progresos fueron suficientes, y en muchos otros campos, extraordinarios. No sabía escribir sonetos, pero se obligaba a sí misma a leerlos, y aunque parecía improbable que fuese capaz de cautivar a los invitados a una fiesta ejecutando en el piano un preludio compuesto por ella, sabía escuchar las interpretaciones de los demás casi sin esfuerzo. Su mayor deficiencia seguía siendo el lápiz; no tenía noción alguna de dibujo; ni siquiera la suficiente para intentar acometer un boceto del perfil de su amado que resultase reconocible. En ello quedaba lamentablemente por debajo de su verdadera talla heroica. Pero en aquel momento, como no tenía un amado al que retratar, no se daba cuenta de su propia indigencia. Había llegado a la edad de diecisiete años sin haber conocido ningún apuesto galán que despertara su sensibilidad; no había inspirado pasión alguna en nadie ni había suscitado más que alguna admiración moderada y pasajera. ¡Un hecho verdaderamente insólito! Pero todo tiene su explicación si buscamos honradamente sus causas. En los alrededores no vivía ningún lord, ni siquiera un barón. Entre los conocidos de su familia no había ninguno que hubiese encontrado casualmente un niño ante una puerta, ni tampoco ningún joven de origen desconocido. Su padre no tenía guardés, y, por otra parte, el señor más acaudalado del pueblo carecía de descendencia.
Sin embargo, cuando una joven está llamada a ser heroína, ni la perversidad de cuarenta familias de los alrededores podrá impedírselo. Es preciso que ocurra algo, y sin duda ocurrirá, para arrojar un héroe en su camino.
El señor Allen, que poseía la más importante de las propiedades de Fullerton, el pueblo de Wiltshire donde vivían los Morland, fue enviado a Bath por razones de salud, ya que padecía gota. Su esposa, una mujer muy campechana que se llevaba muy bien con la señorita Morland, y que sin duda se daba cuenta de que si a una joven no le ocurren cosas en su pueblo debe buscárselas fuera, la invitó a acompañarles. A los Morland les pareció una idea espléndida, y Catherine no cabía en sí de gozo.
II
Además de lo dicho en lo que atañe a las prendas personales y morales de Catherine Morland, a punto de ser lanzada a enfrentarse con las dificultades y asechanzas de seis semanas de estancia en Bath, debe señalarse, para mayor información del lector y con objeto de que las próximas páginas den una idea cabal de lo que será su personaje, que tenía un talante afectuoso, un carácter alegre y abierto, libre dé toda clase de afectación; que sus modales acababan de liberarse de la torpeza y la timidez infantiles, y que su aspecto físico resultaba agradable y, en sus días buenos, parecía incluso guapa. En cuanto a su mente, era tan ignorante y falta de información como suele serlo la de una joven de diecisiete años.
Naturalmente, cabría suponer que, a medida que se aproximaba la hora de la partida, creciera la inquietud maternal de la señora Morland, que un millar de oscuros presagios sobre lo que podía acaecer le a su hija Catherine durante aquella terrible separación atenazaran su corazón y l...

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  1. Advertencia de la autora