Para Jim
J. R.
Para Dan
K. S.Decir que una forma de superioridad conductual específica es un «misterio» no es más que enmascarar la negligencia científica.
Ogden R. Lindlsey, 1965
Introducción
Esta historia empieza en las carreteras secundarias de un pueblo de Louisiana rodeado de pantanos. Es allí donde, en 1998, una joven pareja criaba a su hijo de seis años, un niño de mejillas redondas y labios finos que poseía unos conocimientos poco comunes acerca de los músicos de jazz.
Esa primavera, Joanne Ruthsatz, entonces recién licenciada en psicología, realizó un viaje en tren de treinta horas desde Sandusky, Ohio, hasta Nueva Orleans, donde alquiló un coche y atravesó aquel territorio pantanoso hasta la pequeña casa de madera de la pareja.
Había ido allí para ver a un niño: Garrett James. A primera vista parecía un niño normal: de complexión normal, pelo rubio y ojos claros. Le encantaban los camiones, hablaba con acento sureño, y escuchó cortésmente cuando sus padres lo presentaron a la «señorita Joanne».
Pero desde luego no era un niño corriente. Nada más empezar a andar, Garrett ya confeccionaba instrumentos musicales con diversos objetos de la casa: cucharas, llaves, la rejilla de ventilación de la pared, cualquier cosa que estuviera al alcance de sus pequeñas manos. Al cumplir los dos años, su tía le regaló una guitarra de juguete, y dejó atónitos a sus padres cuando tocó con ella canciones que había oído por la radio.
Pocos meses después, sus padres le compraron una guitarra de verdad para niños. Garrett tocaba a todas horas del día y también por la noche. Se apresuraba a coger su instrumento a la menor ocasión, lo sostenía mientras charlaba con sus padres y lo rasgueaba en cuanto se producía una pausa en la conversación. La música invadía toda la casa; al final sus padres tuvieron que pedirle que tocara en el sótano.
El amor de Garrett por la música –su necesidad de música– salía a borbotones desde lo más hondo de él, le brotaba por las yemas de los dedos e inundaba el mundo exterior. A los cuatro años daba conciertos en el jardín de su casa, encabezaba una banda de música local y recibía invitaciones a festivales de música y ferias. En uno de esos festivales, Garrett tocó ante decenas de miles de admiradores. Físicamente, era una mancha en un enorme escenario; el famoso artista adulto que lo compartía con él tenía que agacharse para ponerse a la altura de sus ojos. Pero cuando empezó a tocar una pieza estridente y alegre, marcando el ritmo con el pie y un movimiento de cadera, absorbió todo el espacio vacío. En ese momento aquel renacuajo se convirtió en una poderosa máquina musical.
En los siguientes dos años, Garrett participó en la grabación de un disco de jazz, actuó en una película y fue entrevistado en televisión. Todo ello sin haber recibido nunca una sola clase formal de música, y sin haber cumplido aún los siete años.
Garrett era un niño fascinante, pero en ese momento la visita de Joanne no revestía gran importancia para ella. Estaba a punto de concluir su doctorado; solo quería comprobar si una teoría que había estado desarrollando podía explicar las aptitudes de Garrett.
Durante la mayor parte de su carrera universitaria, Joanne había estudiado a artistas adultos y adolescentes excepcionales, en un intento de analizar qué distinguía a los que alcanzaban el éxito de los que no. El debate entre lo innato y lo adquirido la irritaba; sin duda ambos elementos incidían en la pericia. Había estado elaborando una teoría nueva, una teoría basada en la idea de que el éxito dependía al menos de tres factores: la inteligencia general, el tiempo dedicado a la práctica de la actividad y las aptitudes específicas necesarias para esa actividad concreta. Otros habían defendido la importancia de cada uno de estos factores por separado; lo novedoso era la combinación de los tres.
Joanne ya había puesto a prueba su teoría y encontrado datos que la respaldaban. Los músicos en edad universitaria obtuvieron una puntuación más alta en los tres factores que los músicos todavía en escuela secundaria (quienes, supuestamente, eran menos expertos): los superaron en el test de coeficiente intelectual, distinguieron mejor los cambios de tono y ritmo (aptitudes específicas de su actividad) y habían dedicado muchas más horas a la actividad en cuestión.
Pero ¿podía su teoría explicar las aptitudes de un niño prodigio, uno de esos niños excepcionales, de talento extraordinario y científicamente desconcertantes, capaces de superar a músicos, artistas y matemáticos adultos? En opinión de Joanne, Garrett, un fenómeno de la guitarra inocente y serio, necesitaría un coeficiente intelectual altísimo y un oído musical excepcional para compensar los años relativamente escasos que había dedicado a la música.
A lo largo de dos días, Joanne sometió a Garrett a una prueba de coeficiente intelectual y a otra de aptitud musical. En cuanto tenía un descanso, el niño se apresuraba a coger la guitarra para tocar una melodía. Al final, Garrett pidió que lo llevaran al McDonald’s.
No era el mejor momento. Garrett aún no había terminado la sección de la prueba de coeficiente intelectual dedicada a la memoria. Pero Joanne tenía tres hijos; sabía cuándo había llegado el momento de hacer un alto. Así que Garrett y ella, junto con la madre de Garrett, Sandra, cogieron el coche y se fueron a comer.
En ese breve trayecto, Joanne reflexionó sobre los resultados de las pruebas de Garrett. Ese niño era todavía más misterioso de lo que pensaba. Garrett había sacado la puntuación más alta en la prueba de aptitud musical, detectando cambios de tono y ritmo con más precisión que casi todos los niños de su edad, tal como ella había previsto. Y los resultados en el apartado de memoria de la prueba de coeficiente intelectual fueron asombrosos. En la repetición de dígitos obtuvo una puntuación en el percentil noventa y nueve a pesar de haberse cansado de la prueba y no haberla acabado.
Pero los demás resultados de la prueba de coeficiente intelectual no fueron exactamente lo que Joanne esperaba. No estaban mal, desde luego; no cabía duda de que la puntuación de la inteligencia general de Garrett era bastante superior a la media. Pero tampoco era pasmosa. Tenía un coeficiente intelectual muy alto, pero no era en absoluto tan excepcional como lo eran sus habilidades con la guitarra.
Sin un coeficiente intelectual impresionante, ¿cómo era posible que dominara la música a una edad tan temprana?
En el McDonald’s, el trío se encontró con Susan, la hermana de Sandra, y con el hijo adolescente de Susan, Patrick. La madre de Garrett se los presentó a Joanne. Esta saludó a Susan, y las dos hermanas conversaron. Patrick dejó escapar unos gruñidos, pero no pronunció una sola palabra. De vez en cuando agitaba las manos. Más tarde Sandra explicó a Joanne que Patrick era autista.
De pronto a Joanne se le ocurrió una posibilidad. ¿Tendría algo que ver el talento de Garrett con el autismo de su primo?
Era una idea extraña. Garrett no era en absoluto autista. Aparentemente no presentaba ninguno de los síntomas habituales. Uno podía examinar toda la bibliografía académica sobre los niños prodigio –la poca que había en 1998– sin encontrar la menor insinuación de que el autismo pudiera hallarse en el origen de las aptitudes de esos niños.
Pero Joanne lo había visto con sus propios ojos. Bajo la luz fluorescente de una hamburguesería, tuvo ante sí a dos primos, dos niños relacionados biológicamente, uno al lado del otro, uno cortejado por la prensa debido a su destreza musical, el otro luchando por aprender las aptitudes necesarias para la vida cotidiana.
Si llegaba a comprenderse mejor a uno de esos dos niños, ¿sería posible ayudar al otro?
Desde entonces han pasado dieciocho años, y Joanne ha localizado a decenas de niños prodigio. Ha trabajado estrechamente con más de treinta: la mayor muestra jamás reunida para una investigación de estos niños excepcionales. Sus historias rayan en lo fantástico: un niño de dos años que disfrutaba deletreando palabras como «algoritmo» y «confederación»; una pintora de seis años fascinada con Georgia O’Keefe; un violinista de siete años con una fuerte tendencia a las obras benéficas.
Joanne y su hija, Kimberly Stephens, escribieron los artículos académicos derivados de estos encuentros. Pero, conforme avanzó la investigación, las autoras (en lo sucesivo, «nosotras») advirtieron que la relación entre la prodigiosidad y el autismo tenía repercusiones que iban mucho más allá de un debate académico alejado de la realidad sobre el origen del talento extraordinario.
De ahí este libro. Para explorar las vidas de los niños prodigio y examinar en qué se sustentan sus aptitudes, nos basamos en los años de investigación de Joanne; decenas de entrevistas con los niños y sus padres; programas y artículos sobre las vidas de los niños; las historias clínicas, los informes de los colegios y los vídeos y fotografías proporcionados por las familias. Se utilizaron también investigaciones anteriores sobre los niños prodigio. Para reflejar la relación de la prodigiosidad con el autismo, nos apoyamos en centenares de estudios académicos, entrevistas con expertos en el campo y largas conversaciones con las familias y amigos de los autistas que describimos. Dispusimos de una cantidad increíble de materia prima, rebosante de valiosísima información sobre niños extraordinarios, científicos i...