Proscritas
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Cinco escritoras que cambiaron el mundo

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Cinco escritoras que cambiaron el mundo

Descripción del libro

En 1915, en su primera novela, Fin de viaje, Virginia Woolf predecía: «Harán falta seis generaciones para que las mujeres salgan a la superficie». Más de un siglo después, aunque es indudable que en ciertas sociedades se ha avanzado, cabe preguntarse si la predicción se ha cumplido. En todo caso, mirar atrás, recordar el camino que abrieron las pioneras, y de qué modo, siempre es útil para dar nuevos pasos. Esto es lo que plantea Lyndall Gordon en Proscritas, donde ofrece ilustrativas y detalladas semblanzas biográficas de cinco grandes escritoras que tomaron la palabra en una sociedad que habría preferido que estuvieran calladas: Mary Shelley («Prodigio»), Emily Bronté («Visionaria»), George Eliot («Rebelde»), Olive Schreiner («Oradora») y Virginia Woolf («Exploradora»). Trazando vínculos a veces dolorosos entre su vida y su obra, Gordon escarba en sus ambiguas relaciones familiares, en su deseo de educación (rara vez cumplido con la ayuda de sus padres), en su concepción del anonimato, en su posición frente a la jerarquía social, los hombres y el sexo, en su rechazo de los artificios de feminidad y en su indagación productiva en el silencio y la sombra. En uno de sus últimos libros, Virginia Woolf se declararía miembro de la Sociedad de las Proscritas, una organización secreta de mujeres que, como dice la autora de este libro, «invierte la idea romántica y doliente del proscrito aislado y propone, por el contrario, una causa común». Una causa que empieza con Mary Shelley y que acaba ampliando el feminismo «hacia una confrontación con el poder en sí mismo».

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Información

Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788490656464
ISBN del libro electrónico
9788490656686
Categoría
Literature
1 Prodigio: Mary Shelley
Retrato de Mary Shelley © Alamy Stock Photo/Cordon Press.
«Cuando todo se hubo decidido, ordené que estuviera dispuesto un carruaje a las cuatro en punto –anotó el poeta Shelley–. Estuve en vela hasta que los luceros y las estrellas palidecieron. Al final dieron las cuatro –añade–. Fui. La vi. Y se vino conmigo.»7
No fue desde luego una fuga común: Mary Godwin, con dieciséis años para diecisiete, se fugó con Percy Bysshe Shelley. Aquella chica pálida, de mirada penetrante y esquiva, era un prodigio. Había publicado un poema narrativo con ocho años. Su padre, William Godwin, hablaba de ella como una joven «un tanto impetuosa y excitable».8 Cuando se escabulló a hurtadillas de su casa de Londres el 28 de julio de 1814, junto con su hermanastra Clara Mary Jane (a la que llamaban simplemente Jane en casa y a la que hoy conocemos como Claire Clairmont), las dos niñas se llevaron consigo sus escritos. Mary había empaquetado sus papeles en una caja (junto con las cartas de amor de sus padres). Le prometió a Shelley que le dejaría leer «el fruto de su imaginación».9 Y no solo leerlo: el poeta estaba dispuesto a «estudiar» sus escritos. Casi tres años después, alentada por el poeta, que ejercía como su mentor privado, escribiría Frankenstein, una proeza extraordinaria, a la edad de diecinueve años.
Mary, ataviada con un modesto vestido de tartán, había conocido a Shelley cuando el joven poeta visitaba a su padre. Era alto, zanquilargo, y no llevaba corbata, en una época en la que los pañuelos se anudaban hasta la barbilla. Tenía los hombros un poco encorvados, como si quisiera observarlo todo con más intensidad. Mary, inocente y mimada, despertó a una desbordante pasión por aquel desconocido. Como Julieta –aún más joven–, al encontrarse cara a cara con su Romeo en la casa paterna, quedó de inmediato absolutamente prendada. «Soy tuya, exclusivamente tuya –escribió para su uso personal en su ejemplar del poema La reina Mab de Shelley–. Me he comprometido contigo y sagrada es la ofrenda.»
Daba la impresión de que todo su ser se definía en la entrega más absoluta, tal y como confió pocos meses después a un amigo de Shelley, Thomas Jefferson Hogg: «Lo amo tierna y absolutamente, y mi vida pende de la luz de sus ojos, y toda mi alma comienza y acaba por completo en él».10
Amable y desde luego comprensivo, Shelley tenía el atractivo de un hombre que no necesita demostrar su masculinidad. No tenía ningún inconveniente en admitir rasgos femeninos en su estructura masculina. Tal y como dejó escrito Mary, Shelley era «dulce como una mujer; firme como una estrella nocturna».11
No fue un amor loco; el deseo se añadía a la admiración mutua. Ella se sentía «traspasada» por su excepcionalidad.12 Shelley la dejó impactada del mismo modo que dejaba impactado a todo el mundo: no había otro hombre como él. Tenía la mirada visionaria de quienes quieren cambiar el mundo. Exigía justicia para quienes no la tenían, y acabar con la tiranía política y doméstica, pero para Mary, con aquellos padres revolucionarios, semejantes ideas no eran una novedad. Lo diferente en Shelley era una amabilidad en la que creía y que deseaba transmitir a todo ser viviente. Un hombre no debía responder a las ofensas; bien al contrario, su generosidad debía convertir al ofensor… Así que no era del todo una locura que Mary hablara de «mi divino Shelley».13
Cualquier impedimento a su pasión no hacía más que intensificarla, igual que el fervor de Julieta por su Romeo prohibido. Shelley era seis años mayor que Mary, estaba casado –felizmente casado, según el padre de Mary–. A William Godwin no se le ocurrió pensar que la más preciada de sus cinco hijos, a la que más quería por su serenidad racional, podría ser tan perdida como para lanzarse al adulterio.
Pero las palabras comunes –adulterio, fuga, sexo e incluso pasión– son poco adecuadas para lo que ocurrió realmente. El hecho cierto y más importante relativo a Mary Godwin es que era un prodigio cuya inteligencia había florecido en un hogar con ideas liberales que favorecían el desarrollo infantil: un hogar que se encontraba en una editorial innovadora que publicaba libros exclusivos para niños (Mary fue con mucho la más joven entre sus autores). Cuando ella y Jane huyeron hacia el amanecer –el amanecer de sus nuevas vidas–, se llevaron algunos libros. La mayoría eran de la madre de Mary, Mary Wollstonecraft, la autora de Vindicación de los derechos de la mujer, publicado en 1792, el año que nació Shelley. Shelley fue su discípulo, un hombre que consideraba a las mujeres seres inteligentes que podían liberarse de las limitaciones de la sociedad, especialmente las relativas a los lazos matrimoniales. Las chicas de la casa Godwin quedaron cautivadas ante la atención y consideración que Shelley dispensaba a sus opiniones, mientras que Shelley se sintió profundamente atraído por las posibilidades que atesoraba la hija de Mary Wollstonecraft.
«¿Qué eres?», le pregunta Shelley en su poema To Mary [A Mary]; y añade: «Lo sé, pero no me atrevo a decirlo».14
Solo ante Shelley la joven Mary podía «revelar» lo que realmente creía que era. El papel del deseo en el espacio que se abría entre ellos era un drama de conocimiento y misterio, de comunicación e incomunicación. En su plan de revolucionar el mundo, Shelley deseaba favorecer a la mujer, y eso atraía mucho a Mary. De cara al exterior, Mary parecía callada y grave, con sus pensamientos reservados como un «tesoro sellado». Shelley rompió ese candado de privacidad. Su voz parece animarla, abriendo nuevas vías de pensamiento. Y allí donde el examen del caudal de pensamientos extravagantes y desordenados había constituido un «exquisito dolor», ahora ese flujo se mueve y avanza debidamente. Con Shelley, la joven libera una voz, y así lo dice, que puede adquirir una «modulación natural» y «comunicarse con libertad ilimitada».15
El «tesoro sellado» de Mary se ajustaba bien al «archivo secreto» que el joven Shelley había construido y blindado cuando tuvo que acudir a una escuela pública donde la agresión imitaba un mundo destrozado por la guerra. La fuerza interior aumentaba y se afianzaba en él un «sentimiento de soledad». Como hijo y heredero de la burguesía rural, educado en Eton, Shelley era miembro de pleno derecho de una sociedad en la que eligió ser un intruso o un proscrito. Cultivaba sus «peculiaridades» y permitía que se «desarrollaran en secreto», consciente de que el mundo no lo comprendería, «igual que a una persona de un país lejano y salvaje». Este ser solitario y sensible, extrañado incluso por su propio padre, ansiaba encontrar la comprensión de alguien como él, y este ser afín lo encontró en Mary, aunque fuera muy joven. Juntos, se refugiaron en lo que Shelley llamaba «el alma íntima». Los nervios, pensaba Shelley, eran como los acordes que acompañan «una voz encantadora» y que vibran a un mismo tiempo.16
Mary estaba completamente de acuerdo con esa expansión del amor que propugnaba Shelley; la energía del amor la fortalecía aún más porque no procedía de alguien superior sino de la comprensión mutua. Sus modales eran sencillos, y era tan natural que ella podía recostarse tranquilamente sobre su pecho o en sus rodillas, como lo hizo efectivamente cuando los fugados alcanzaron la costa y se embarcaron.
Su plan inicial era ir a pie hasta Suiza, comenzando en París. El paso del canal fue tormentoso, con un feroz oleaje barriendo la cubierta del barco, pero cuando arribaron a las playas de Calais, Shelley vio una ancha franja de luz roja.
«Mira eso, Mary –dijo–, el sol amanece sobre Francia», como si estuviera proclamando el comienzo de una nueva vida.17
A Shelley le parecía que Mary era «inmune a cualquier mal futuro».18 ¿Cómo es posible que dos años después esa joven concibiera una novela sobre un mal que era monstruoso en todos los sentidos?
Frankenstein, como todo el mundo sabe, trata de un científico que crea un hombre gigantesco. ¿Cuál será su carácter? ¿Qué hará? Sin padres y rechazado por el mundo, se vuelve violento y, aprovechando su fuerza y su tamaño, siembra una terrible destrucción. La voz «Frankenstein» se incorporó a la lengua para designar un experimento peligroso que acabará con una pérdida del control. La novela siempre fue objeto de culto, por su combinación de terror y temas universales. ¿Es innata la violencia o es el resultado de una privación emocional, tal como la influencia de unos padres ausentes o los prejuicios sociales? Esta es la cuestión planteada por una joven cuya propia situación la convertía hasta tal punto en una proscrita que bien podía concebir el estado emocional de su monstruo. Porque fugarse con Shelley fue tanto como situarse al margen de la sociedad, y en el transcurso de sus viajes fue testigo del comportamiento bestial de los hombres.
En el núcleo del libro está la historia del monstruo que nos habla desde su punto de vista de individuo excluido. Como ocurre con Macbeth, la autora se atreve a conceder una voz con sentimientos humanos a un asesino, construido en este caso con material humano y, sin embargo, clara y aterradoramente extraño.
A lo largo de los dos siglos posteriores a su publicación ha habido innumerables variaciones en obras de teatro y películas, pero el mito de la creación de Frankenstein se ha mantenido hasta nuestros días. Según esa historia, Mary Godwin concibió el Frankenstein repentinamente, de la nada, tras una pesadilla inducida por Shelley y Byron después de una conversación en la que se habló de ficciones góticas. Este recuerdo, que el propio Shelley cuenta en el prólogo que escribió para la novela y que Mary amplió quince años después, cuando ambos poetas habían muerto ya, vinculó la novela a aquellos nombres inmortales.19 Y así fue como Mary quedó anclada a la sombra de los dos hombres y los libros que ellos decidían leer. Pero, para desvelar la historia privada que se esconde tras los escalofríos del anticuado terror gótico, debemos retrotraernos a la historia de la familia de Mary: debemos volver a la figura venerada pero un tanto deteriorada de su padre, a lo que se reprimió cuando su hermanastra Jane sucumbió a los «terrores», y a las propias observaciones y emociones de Mary sobre la creación de Frankenstein: todo lo que la condujo a dar forma a su gran obra.
Mary Wollstonecraft murió diez días después de dar a luz el 30 de agosto de 1797. La niña huérfana se sintió intensamente vinculada a su padre, una figura que desde luego no era ni un padre común ni un viudo corriente. En aquel momento, William Godwin era una celebr...

Índice

  1. Prólogo
  2. 1. Prodigio: Mary Shelley
  3. 2. Visionaria: Emily Brontë
  4. 3. Rebelde: George Eliot
  5. 4. Oradora: Olive Schreiner
  6. 5. Exploradora: Virginia Woolf
  7. 6. La Sociedad de las Proscritas
  8. Fuentes y abreviaturas
  9. Lecturas complementarias
  10. Agradecimientos
  11. Notas
  12. ALBA