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Lev N. Tolstói

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Lev N. Tolstói

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«Tolstói es un gigante entre los demás escritores. Un elefante entre los demás animales.»IVÁN TURGUÉNEVDesde fábulas y apólogos de un solo párrafo hasta largos relatos en el umbral de la novela corta, las sesenta y siete piezas recogidas en este volumen componen una selección amplia y significativa de la narrativa breve de Tolstói. De 1857 a 1909, incluyendo textos ineludibles como «El prisionero del Cáucaso», «Historia de un caballo», «El padre Sergio» o «El diablo» junto a otros prácticamente desconocidos en español como los cuentos del «Nuevo abecedario», «Las memorias de un loco», «Buda» o «Divino y humano», sin olvidar «Cuánta tierra necesita un hombre» (según Joyce, el mejor cuento escrito jamás), esta antología preparada y traducida por Víctor Gallego cubre la trayectoria narrativa de Tolstói en todas sus fases y estilos cruciales.

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Información

Año
2020
ISBN
9788490656747
Categoría
Letteratura
Categoría
Classici
Amo y criado
I
Los hechos sucedieron en la década de 1870, un día después de San Nicolás de invierno46. En la parroquia había una fiesta y el posadero de la aldea, Vasili Andreich Brejunov, mercader de la segunda corporación47, no había podido dejar de asistir, pues era el mayordomo de la iglesia; después había tenido que atender en su casa a familiares y conocidos. Pero, en cuanto se fueron los últimos invitados, empezó a hacer los preparativos para dirigirse sin pérdida de tiempo a casa de un propietario vecino, con el que trataba desde hacía tiempo la compra de un bosquecillo. Vasili Andreich tenía prisa por marcharse porque temía que algún mercader de la ciudad le arrebatase una adquisición tan ventajosa. El joven propietario le había pedido diez mil rublos por el bosquecillo simplemente porque Vasili Andreich le había ofrecido siete mil, suma que sólo representaba la tercera parte de su valor real. Es posible que Vasili Andreich hubiera podido bajar el precio, ya que el bosque se encontraba en su comarca y hacía tiempo que los mercaderes de otras ciudades y él habían establecido un acuerdo para que ninguno de ellos encareciese los precios en el distrito de otro, pero Vasili Andreich se había enterado de que los tratantes de madera del distrito tenían intención de pujar por el bosque de Groriáchkino, así que había decidido partir cuanto antes y cerrar un trato con el propietario. Por eso, en cuanto terminó la fiesta, sacó de su baúl setecientos rublos, añadió otros dos mil trescientos de los fondos para la iglesia, hasta juntar tres mil, los contó con el máximo cuidado, se los guardó en la cartera y se dispuso a partir.
Nikita, el único criado de Vasili Andreich que ese día no se había emborrachado, corrió a enganchar los caballos. La única razón por la que Nikita, bebedor empedernido, no estaba ebrio era que la víspera de la Cuaresma, cuando se había bebido hasta el abrigo y las botas de cuero, había hecho la promesa de no beber más, y hacía más de un mes que cumplía su palabra; tampoco en esa ocasión se había decidido a beber, a pesar de que, durante los primeros dos días de la fiesta, el vodka había corrido por doquier.
Nikita era un mujik de unos cincuenta años, natural de una aldea vecina; según decían, no era dueño de nada y se había pasado la mayor parte de su vida trabajando en casas ajenas. En todas partes lo estimaban, porque era mañoso, fuerte y laborioso, y, sobre todo, porque tenía un carácter afable y bondadoso. Pero no se establecía en ninguna parte porque, un par de veces al año, y a veces más a menudo, se emborrachaba, y entonces no sólo se bebía todo lo que tenía, sino que se volvía quisquilloso y pendenciero. También Vasili Andreich le había echado varias veces, pero luego había vuelto a aceptarlo, porque apreciaba su honradez, su amor por los animales y, en especial, la escasa retribución que exigía por sus servicios. Vasili Andreich no pagaba a Nikita los ochenta rublos que le correspondían por su trabajo, sino unos cuarenta, que no le entregaba de una vez y en fechas fijas, sino poco a poco y, la mayoría de las veces, no en efectivo, sino en productos de su tienda, a los que ponía un precio excesivo.
La mujer de Nikita, Marfa, que antaño había sido una campesina hermosa y vivaz, se ocupaba de la casa y cuidaba de los hijos, un muchacho adolescente y dos niñas, y no pedía a su marido que volviera con ella, en primer lugar porque hacía ya unos veinte años que vivía con un tonelero, un mujik de otra aldea; y en segundo, porque, aunque hacía con él lo que le daba gana cuando estaba sobrio, lo temía como el fuego cuando bebía. Un día Nikita se había emborrachado en casa y, probablemente para resarcirse de su sumisión cuando estaba sobrio, había forzado el baúl de su mujer, había cogido sus mejores prendas y las había reducido a pedazos con un hacha.
Todo lo que Nikita ganaba, el amo se lo entregaba a su mujer, sin que él pusiera la menor objeción. También ahora, dos días antes de la fiesta, Marfa había ido a ver a Vasili Andreich y se había llevado harina blanca, té, azúcar y una medida de vodka, cuyo importe ascendía a tres rublos; además, había recibido cinco rublos en metálico, que le había agradecido como si se tratara de un favor especial, cuando, en realidad, Vasili Andreich debía a Nikita veinte rublos, calculando por lo bajo.
–¿Acaso hemos cerrado algún trato? –decía Vasili Andreich a Nikita–. Si necesitas algo, cógelo; ya lo pagarás después con tu trabajo. Yo no soy como los demás, que se demoran, cuentan hasta el último kopek y te ponen multas. Yo soy honrado. Estás a mi servicio y no dejo que pases necesidad.
Cuando pronunciaba esas palabras Vasili Andreich estaba sinceramente convencido de que era el benefactor de Nikita; y sabía ser tan persuasivo que todas las personas que dependían de su dinero, empezando por Nikita, estaban convencidas de que, en lugar de engañarles, les favorecía.
–Le comprendo, Vasili Andreich; ya sabe que le sirvo y me ocupo de usted como si fuera mi propio padre. Le comprendo muy bien –respondía Nikita, a quien no se le escapaba que Vasili Andreich le estaba engañando; también comprendía que no serviría de nada tratar de poner en claro las cuentas; había que seguir viviendo así, hasta que encontrara otra colocación, y conformarse con lo que le diera.
Esa tarde, cuando su amo le ordenó que enganchara, se dirigió alegre y de buen humor a la cochera, como siempre, moviendo con agilidad y ligereza sus piernas torcidas, descolgó de un clavo las pesadas riendas de cuero con borlas y, acompañado del tintineo de las arandelas del freno, se encaminó al establo en el que estaba encerrado el caballo elegido por Vasili Andreich.
–¿Qué, tontorrón, te aburres? –dijo Nikita, en respuesta al débil relincho de bienvenida con el que le había acogido el potro bayo, robusto, de alzada mediana y ancas prominentes, que estaba solo en el establo–. ¡Espera! ¡Espera! ¡No tengas prisa! ¡Deja que primero te dé de beber! –decía Nikita, hablando con el caballo como si fuera capaz de comprender las palabras; a continuación le frotó el lomo grasiento y estriado, de crines ralas y cubiertas de polvo, con el faldón del abrigo, le pasó las riendas por la hermosa cabeza, le enderezó las orejas, le arregló el copete y, después de quitarle el cabestro, lo condujo al abrevadero.
Tras salir con precaución del establo, lleno de montones de estiércol, el caballo caracoleó y se puso a cocear, como si quisiera alcanzar a Nikita, que corría a su lado en dirección al pozo.
–¡Mira cómo juguetea, el granuja! –decía Nikita, que sabía que Mujorti levantaba las patas traseras con el mayor cuidado, rozando apenas su pelliza mugrienta de piel de oveja, sin golpearle nunca, un truco que Nikita apreciaba mucho.
Después de hartarse de agua helada, Mujorti suspiró, moviendo los robustos belfos mojados, de cuyo bigote caían gotas transparentes en el cubo; se quedó inmóvil, como sumido en sus propios pensamientos; luego, de repente, emitió un sonoro relincho.
–No bebas más agua si no quieres, pero luego no me pidas más –exclamó Nikita, explicando con toda seriedad y detalle su comportamiento a Mujorti. Y de nuevo corrió a la cochera, llevando de la brida a ese caballo joven y alegre, que brincaba y llenaba todo el patio con el sonido de sus cascos.
No había ningún criado, sólo un hombre de fuera, el marido de la cocinera, que había venido para las fiestas.
–Buen hombre –le dijo Nikita–, vete a preguntar qué trineo hay que enganchar, el pequeño o el grande.
El marido de la cocinera entró en la casa, de tejado revestido de hierro y alto zócalo, y al poco volvió con la noticia de que había que enganchar el pequeño. Entretanto, Nikita ya le había puesto al caballo la collera y había atado el sillín, revestido de pequeños clavos; luego, en una mano la ligera duga48 pintada y las riendas del caballo en la otra, se acercó a los dos trineos, que estaban en el cobertizo.
–Si ha dicho el pequeño, engancharemos el pequeño –comentó y metió entre las varas al inteligente caballo, que no dejaba de fingir que quería morderle; luego, con la ayuda del marido de la cocinera, empezó a engancharlo.
Cuando todo estaba listo y sólo quedaba ajustar las bridas, Nikita pidió al marido de la cocinera que fuera al granero a por un poco de paja y a la cochera a por una pieza de yute.
–Ya está. ¡Eh, eh, no te des tantos aires! –decía Nikita, poniendo en el fondo del trineo la fresca paja de avena que le había traído el marido de la cocinera–. Ahora extenderemos bien la arpillera y encima la pieza de yute. Así. Ahora sí que estará cómodo –decía, mientras remetía el yute por encima de la paja, alrededor de todo el asiento–. Gracias, buen hombre –dijo Nikita, dirigiéndose al marido de la cocinera–. Entre dos se hace todo más deprisa –y, desenredando las riendas, sujetas a una anilla en un extremo, se sentó en el pescante y dio una palmada al brioso caballo, que avanzó por el estiércol helado del patio en dirección a la cancela.
–¡Tío Nikita! ¡Eh, tío Nikita! –grito detrás de él, con una vocecilla aguda, un muchacho de siete años que había salido corriendo del zaguán, con una pelliza negra, botas de fieltro blancas y nuevas y gorro grueso–. Llévame –le pidió, mientras se abotonaba a la carrera la pelliza.
–Bueno, corre, pequeño –dijo Nikita y, deteniéndose, acomodó en el trineo al hijo del amo, cuyo rostro pálido y delgado resplandecía de gozo. Así salieron al camino.
Eran más de las dos. Hacía frío, unos diez grados bajo cero, el tiempo era desapacible y ventoso. La mitad del cielo estaba cubierta por una nube baja y oscura. En el patio todo estaba tranquilo, pero en el camino el viento dejaba sentir su presencia, barriendo la nieve del tejado del granero del vecino y levantando remolinos en la esquina, junto a la caseta de baños. Apenas había atravesado Nikita la cancela y había conducido el caballo a la entrada cuando Vasili Andreich, con un cigarro entre los labios y un abrigo de piel de cordero, ceñido por debajo de la cintura, apareció en la alta escalinata, cubierta de nieve endurecida, que crujía bajo sus botas de fieltro revestidas de cuero, y se detuvo. Dio una última chupada al cigarro, tiró la colilla, la pisó y, expulsando el aire a través del bigote y mirando de reojo el caballo, empezó a remeterse a ambos lados del rostro rubicundo y afeitado (a excepción de los bigotes) los picos del cuello del abrigo, para que la piel quedara dentro y la respiración no la estropeara.
–¡Ya ha tenido tiempo de sentarse, el muy pillo! –dijo, al ver a su hij...

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