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Huracán en Jamaica
Descripción del libro
En Jamaica, a mediados del siglo XIX, los cinco hijos de la familia inglesa Bas-Thornton y los dos de la familia criolla Fernández viven en «una especie de paraíso». Pero, después de que un terremoto y un huracán hayan reducido a escombros las posesiones de sus familias, son enviados a Inglaterra para su educación. Durante el trayecto, el barco en que viajan es abordado por unos piratas y los niños se encuentran accidentalmente «secuestrados»; sus captores, sin embargo, distan de ser rudos y desalmados marineros y se resignan a navegar con esa inesperada compañía. Huracán en Jamaica ha conservado intacta la temible sugestión de ser una de las novelas más perturbadoras sobre la crueldad infantil, cuya influencia en otros clásicos como El señor de las moscas es indudable.
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Información
CAPÍTULO X
I
Emily creció mucho durante la travesía a Inglaterra. De pronto, dio el estirón, como les sucede a los niños a esa edad. Pero no lo hizo con desgarbo, sino al contrario: su gracia aumentó verdaderamente. Sus brazos y sus piernas, aunque más largos, no perdieron la delicia de sus formas, y su grave rostro no perdió ni un ápice de su atractivo y adquirió una fracción más parecida a la suya. Lo único malo fue que, con frecuencia, le dolían las pantorrillas, y a veces la espalda, aunque, por supuesto, no enseñaba ni unas ni otra. (A todos les entregaron ropa de una colecta general, así que no importó que la suya se le quedara pequeña.)
Era una niña simpática y, tras perder parte de la timidez que últimamente la caracterizaba, pronto se convirtió en la más popular de los niños. De alguna manera, a nadie parecía importarle demasiado Margaret: pensando en ella, las ancianas damas solían sacudir la cabeza. Al menos, cualquiera podía darse cuenta de que Emily tenía mucho más sentido común.
Nadie habría podido creer que, al cabo de algunos días lavándose y peinándose, Edward pudiera convertirse en un caballerito tan estupendo.
Transcurrido poco tiempo, Rachel dejó plantado a Harold para no sufrir interrupciones en sus peculiares hábitos de partenogénesis, facilitados ahora por las muchas muñecas de verdad que le habían regalado. Por su parte, Harold no tardó en trabar una firme amistad con Laura, pese a lo joven que ésta era.
La mayoría de los niños del vapor se habían hecho amigos de los marineros y les encantaba seguirlos mientras estaban enfrascados en sus románticas ocupaciones: fregar la cubierta, etcétera. Cierto día, uno de aquellos hombres ascendió unos metros por el aparejo (por escaso que éste fuera), despertando un halo de admiración en cubierta. Pero todo esto carecía de glamour para los Thornton. Edward y Harry preferían merodear por las máquinas, y a Emily lo que más le gustaba era caminar arriba y abajo por cubierta abrazada a la cintura de la señorita Dawson, la hermosa dama joven de los vestidos de muselina, o quedarse detrás de ella mientras pintaba pequeñas acuarelas de olas espumeantes y naufragios o elaboraba coronas de flores secas tropicales para enmarcar fotografías de sus tíos y tías. Un día, la señorita Dawson la llevó a su camarote y le enseñó toda su ropa, cada una de sus prendas, y se pasaron horas. Para Emily fue la puerta a un nuevo mundo.
El capitán mandó llamar a Emily y la interrogó, pero la niña no añadió nada a su primera y crucial confidencia a la camarera. Parecía que se había quedado muda, de terror o de alguna otra cosa. En cualquier caso, el capitán no pudo sacarle nada, de modo que, sabiamente, la dejó en paz. Muy probablemente acabaría por contar su historia cuando se sintiera con ganas, a su nueva amiga, quizá. Pero no lo hacía. No hablaba de la goleta, ni de los piratas, ni de nada que tuviera que ver con ellos; lo que quería era escuchar, absorber cuanto pudiera de Inglaterra, ese lugar maravillosamente exótico y romántico adonde por fin se dirigían.
Louisa Dawson era una persona joven y sabia para los años que tenía. Se daba cuenta de que Emily no quería hablar de los horrores que había padecido, pero consideraba que era mucho mejor que los aireara a que los rumiara en secreto. Así que, pasados algunos días sin que se produjera ninguna confidencia, se propuso sonsacar a la niña. Tenía, como tiene todo el mundo, una idea muy clara de cómo es la vida en un barco pirata. Que, como los tres hebreos del horno[*], era milagroso que esos niños inocentes hubieran salido vivos.
–¿Dónde dormíais cuando estabais en la goleta? –preguntó un día a Emily de buenas a primeras.
–En la bodega –respondió Emily, sin más–. ¿Me ha dicho que ése es su tío abuelo Vaughan?
En la bodega. Tendría que haberlo imaginado. Encadenados probablemente, a oscuras, como negros, a pan y agua, con ratas corriéndoles por encima.
–¿Te asustabas mucho cuando había alguna batalla? ¿Los oías luchar en cubierta?
Emily le dirigió una mirada amable, pero guardó silencio.
Louisa Dawson era muy sabia al tratar de aligerar así las cargas de la niña. Pero, además, la consumía la curiosidad. La exasperaba que Emily no hablase.
Había dos preguntas muy concretas que ella quería hacerle. Una, sin embargo, parecía insuperablemente difícil de abordar. Para la otra no pudo contenerse.
–Escucha, cariño –dijo, abrazando a Emily–. ¿Llegaste a ver cómo mataban a alguien?
Emily se puso palpablemente tensa.
–Oh, no –repuso–. ¿Por qué íbamos a verlo?
–¿Nunca viste un muerto?
–No –dijo Emily–, no había ninguno. –A continuación, pareció reflexionar un rato–. No había más que alguno –se corrigió.
–Pobre, pobrecita –dijo la señorita Dawson, acariciándose la frente.
Pero si a Emily le costaba hablar, a Edward no. Y casi no le hacían falta sugerencias. No tardaba en darse cuenta de lo que esperaban que dijera. Era, por otro lado, lo que él quería decir. Todos sus ensayos con Harry, sus saltos al aparejo, sus abordajes a la cocina… ya le parecieron suficientemente reales cuando los llevó a cabo. En el vapor, pronto dejó de albergar dudas al respecto. Y Harry lo respaldó.
A Edward le parecía maravilloso que todos parecieran dispuestos a creer lo que él decía. Los que se acercaban a él para oír historias de sangre no salían defraudados.
Rachel no lo contradijo. Los piratas eran malvados, muy malvados, y ella tenía muy buenas razones para saberlo. Así que probablemente hubieran hecho cuanto Edward decía, probablemente cuando ella no estaba mirando.
La señorita Dawson no siempre presionaba a Emily; tenía demasiado sentido común. Pasaba buena parte de su tiempo afianzando sin más los vínculos del amor que la niña sentía por ella.
Estaba lo bastante preparada para hablarle de Inglaterra. Pero qué extraño le parecía que aquellas monótonas narraciones interesaran a alguien que había visto cosas tan terribles y románticas como Emily.
Le contó todo sobre Londres, donde el tráfico es tan denso que las cosas apenas pueden pasar, donde los carruajes cruzan el día entero, como si los pertrechos no acabaran nunca. Trató de describir también los trenes, pero Emily no podía imaginarlos; lo único que acertaba a imaginar era un barco como el vapor en el que iban, sólo que atravesando la tierra; pero sabía que esto no podía ser.
¡Qué persona tan maravillosa era la señorita Dawson! ¡Qué maravillas había visto! Emily volvió a tener la sensación que había tenido en el camarote de la goleta: cómo había pasado el tiempo, cómo lo había malgastado. Le quedaban pocos meses para cumplir once años, una gran edad, y en toda su larga vida, ¡qué pocas cosas de interés o de importancia le habían sucedido! Estaba su terremoto, por supuesto, y había dormido con un caimán, pero ¿qué era esto comparado con las experiencias de la señorita Dawson, que conocía Londres tan bien que ya casi ni le parecía maravilloso? ¿Quién podía siquiera contar el númer...
Índice
- PORTADA
- CAPÍTULO I
- CAPÍTULO II
- CAPÍTULO III
- CAPÍTULO IV
- CAPÍTULO V
- CAPÍTULO VI
- CAPÍTULO VII
- CAPÍTULO VIII
- CAPÍTULO IX
- CAPÍTULO X
- NOTAS
- CRÉDITOS
- ALBA EDITORIAL