Fígaro. Artículos
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Fígaro. Artículos

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Fígaro. Artículos

Descripción del libro

Esta selección de artículos, realizada por el propio Larra en su día, reúne algunos de los textos más leídos del romanticismo español: han perdurado y siguen siendo admirados hoy en día. Firmados con el seudónimo de Fígaro, incluyen algunos de sus escritos más célebres, como «Vuelva usted mañana» y «El castellano viejo». Con su enfoque costumbrista e irónico, sin pedanterías y con un punto de vista que incluía la participación del autor en la narración, este era claramente el género de escritura que más le interesaba, y en el que alcanzó indudablemente su máxima altura literaria. Leopoldo Alas, Clarín, escribió a finales del siglo XIX que Larra «veía horizontes que sus contemporáneos en España no columbraban siquiera». Esos horizontes, los de las sociedades urbanas, marcadas por la naciente industrialización y las ambivalencias del progreso material, siguen siendo en parte los nuestros, y eso ayuda a explicar que nos resulten tan próximos: aún podemos aprender mucho de los artículos de Larra.

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Información

FÍGARO

COLECCIÓN DE

ARTÍCULOS DRAMÁTICOS,

LITERARIOS, POLÍTICOS

Y DE COSTUMBRES

On me dit qu’il s’est établi dans Madrid un système de liberté, qui s’étend même à la presse; et que pourvu que je ne parle en mes écrits, ni de l’autorité, ni du culte, ni de la politique, ni de la morale, ni des gens en place, ni des corps en crédit, ni de l’opéra, ni des autres spectacles, ni de personne qui tienne à quelque chose, je puis tout imprimer librement, sous l’inspection de deux ou trois censeurs. Pour profiter de cette douce liberté, j’annonce un écrit...
Beaumarchais,
Le mariage de Figaro, 1784 1
Ignoro qué especie de interés puede tener para el público la colección que le ofrezco.1 Sea el que fuere, mis lectores conocerán fácilmente que si esa consideración hubiese de entrar en la publicación de los libros, apenas se imprimiría. Personas harto indulgentes acaso con mi corto talento, o demasiado amigas mías para conocer los defectos de mis escritos, me han asegurado que esta idea no carecía de oportunidad. No se mire, pues, bajo el punto de vista de su mérito o su demérito: no se le dé otra importancia que la que debe tener para el observador una serie de artículos que, habiéndose publicado durante épocas tan fecundas en variaciones políticas, puede servir de medida para compararlas. Con la publicación del Pobrecito Hablador empecé a cultivar este género arriesgado bajo el ministerio Calomarde;2 La Revista Española me abrió sus columnas en tiempo de Cea,3 y he escrito en El Observador durante Martínez de la Rosa.4 Esta colección será, pues, cuando menos un documento histórico, una elocuente crónica de nuestra llamada libertad de imprenta.
He aquí la razón por que no he seguido en ella otro orden que el de las fechas. Esto presenta además cierta variedad al lector que quisiera leerla de seguido, pues encontrará un artículo grave de literatura entre otro de costumbres y otro de política.
La precipitación con que se escribe en un periódico, y la influencia que ejercen las circunstancias en los redactores y en los lectores, son causa de que no pocas veces adquieran cierta efímera aceptación, en el momento de ver la luz, algunos artículos que, examinados detenidamente a sangre fría algún tiempo después, mal pudieran resistir la crítica más indulgente. Por eso he desechado sin piedad varios de aquellos mismos que habían parecido agradar, y que en el día ni aun a mí mismo me agradan ya.
He escogido los que presentan un interés general, los que aluden a circunstancias muy notables, los que pueden, en una palabra, dar una idea del estado de nuestras costumbres, de nuestra literatura, de nuestros teatros, y por fin de nuestras vicisitudes y parcialidades políticas durante los años 32, 33 y 34.
Los demás, al escribirse con destino a un periódico, obra que nace y muere en el mismo día, llevaban ya en su mismo objeto el castigo de su poca importancia.
Al formar esta serie he tratado de acrecentar su interés añadiéndole algunos artículos nuevos e inéditos, que someto como los demás al juicio de mis lectores, y que se hallarán en el segundo tomo.5
Por último, he pensado que si existen efectivamente personas que dispensen alguna predilección a mis escritos, siempre les ofrece esta colección suficiente interés en el hecho de tener en ella reunidos los artículos de Fígaro, que han visto la luz diseminados en tres obras periódicas distintas y cuyas colecciones es difícil que posea todas e íntegras una persona misma.
Nada me queda que añadir. Si no he acabado de escribir, si nuevos artículos de esta misma especie salen de mi pluma en lo sucesivo, y si el público, con la acogida que dé a esta colección, me prueba que no me he equivocado en creerlo siempre indulgente para mí, acaso se añada con el tiempo algún otro tomo a los que en el día con la mayor desconfianza le presento.

MI NOMBRE Y MIS PROPÓSITOS1

FIGARO. Ennuyé de moi, dégoûté des autres... supérieur aux événements; loué par ceux-ci, blâmé par ceux-là; aidant au bon temps, supportant le mauvais; me moquant des sots, bravant les méchants... vous me voyez enfin...
LE COMTE. Qui t’a donné une philosophie aussi gaie?
FIGARO. L’habitude du malheur; je me presse de rire de tout, de peur d’être obligé d’en pleurer.
Beaumarchais, Le Barbier de Séville, acte I2
Mucho tiempo hace que tenía yo vehementísimos deseos de escribir acerca de nuestro teatro; no precisamente porque más que otros le entienda, sino porque más que otros quisiera que llegasen todos a entenderle.3 Helo dejado siempre, porque dudaba las unas veces de que tuviésemos teatro, y las otras de que tuviese yo habilidad: cosas ambas a dos que creía necesarias para hablar de la una con la otra.4
Otras dudillas tenía además: la primera, si me querrían oír; la segunda, si me querrían entender; la tercera, si habría quien me agradeciese mi cristiana intención, y el evidente riesgo en que claramente me pusiera de no gustar bastante a los unos y disgustar a los otros más de lo preciso.
En esta no interrumpida lucha de afectos y de ideas me hallaba, cuando uno de mis amigos (que algún nombre le he de dar) me quiso convencer no sólo de que tenemos teatro, sino también de que tengo habilidad; más fácilmente hubiera creído lo primero que lo segundo, pero él me concluyó diciendo: que en lo de si tenemos teatro yo era quien había de decírselo al público; y en lo de si tengo habilidad para ello, que el público era quien me lo había de decir a mí. Acerca del miedo de que no me quieran oír, asegurome muy seriamente que no sería yo el primero que hablase sin ser oído, y que como en esto más se trataba de hablar que de escuchar, más preciso era yo que mi auditorio. Ridículo es hablar, me añadió, no habiendo quien oiga, pero todavía sería peor oír sin haber quien hable. Acerca de si me querrían entender, me tranquilizó afirmándome: que en los más no estaría el daño en que no quisiesen, sino en que no pudiesen. Y en lo del riesgo de gustar poco a unos y disgustar mucho a otros, «¡Pardiez! –me dijo–, que os embarazáis en cosas de poca monta. Si hubieren cuantos escriben de pararse en esas bicocas, no veríamos tantos autores que viven de fastidiar a sus lectores; a más de quedaros siempre el simple recurso de disgustar a los unos y a los otros, dejándolos a todos iguales; y si os motejan de torpe, no os han de motejar de injusto».
Desvanecidas de esta manera mis dudas, quedábame aún que elegir un nombre muy desconocido que no fuese el mío, por el cual supiese todo el mundo que era yo el que estos artículos escribía; porque esto de decir: «yo soy Fulano», tiene el inconveniente de ser claro, entenderlo todo el mundo y tener visos de pedante; y aunque uno lo sea, bueno es, y muy bueno, no parecerlo. Díjome el amigo que debía de llamarme Fígaro, nombre a la par sonoro y significativo de mis hazañas; porque aunque ni soy barbero, ni de Sevilla, soy, como si lo fuera, charlatán, enredador y curioso además, si los hay.5 Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en todas partes, tirando siempre de la manta y sacando a la luz del día defectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en la gracia de ser ingenuo y decir a todo trance mi sentir, me llaman por todas partes mordaz y satírico, todo porque no quiero imitar al vulgo de las gentes, que o no dicen lo que piensan, o piensan demasiado lo que dicen.
Paréceme que por hoy habré hecho lo bastante si me doy a conocer al público yo y mis intenciones. El teatro será uno de mis objetos principales, sin que por eso reconozca límites ni mojones determinados mi inocente malicia, y para que se vea que no soy tan satírico como dan en suponerlo, mil pequeñeces habrá que deje a un lado continuamente, y que muy de tarde en tarde haré entrar en la jurisdicción de mi crítica.6
Con respecto por ejemplo a los actores, y sobre todo a los nuevos que nos van dando continuamente, y los cuales todos daría el público de buena gana por uno solo mediano, ya me guardaría yo muy bien de fundar sobre ellos una sola crítica contra nuestro ilustrado Ayuntamiento.7 Acaso rija en los teatros la idea de aquel famoso general, de cuyo nombre no me acuerdo, si bien he de contar el lance que los actores muchos pero malos me recuerdan.
Hallábase con su gente este general en su posición, y recibió aviso de que se acercaba a más andar el enemigo.
–Mi general –le dijo su edecán–,8 ¡el enemigo!
–El enemigo, ¿eh? –preguntó el general–. Déjele usted que se acerque.
–¡Señor, que ya se le ve! –dijo de allí a un rato el edecán.
–Cierto. Ya se le ve.
–¿Y qué hacemos, mi general? –añadió el edecán.
–Mire usted –contestó el general como hombre resuelto–, mande usted que le tiren un cañonazo; veremos cómo lo toma.
–¿Un cañonazo, mi general? –dijo el edecán–. Están muy lejos aún.
–No importa, un cañonazo he dicho –repuso el general.
–Pero, señor –contestó el edecán, despechado–, un cañonazo no alcanza.
–¿No alcanza? –interrumpió furioso el general con tono de hombre que desata la dificultad–, ¿no alcanza un cañonazo?
–No señor, no alcanza –dijo con firmeza el edecán.
–Pues bien –concluyó Su Excelencia–, que tiren dos.
Eso decimos por acá. Darle un actor malo al público a ver cómo lo toma. ¿No alcanza, no gusta? Darle dos.9
Menos diré por consiguiente que tanto los nuevos como los viejos creen que su oficio es oficio de memoria, y que puede asegurarse sin escrúpulo de conciencia que los más dicen sus papeles, pero no los hacen, porque acaso nuestros actores se lleven la idea de un loco que vivía en Madrid no hace mucho, solo en su cuarto y sin consentir comunicación con su familia. Movido de los ruegos de ésta, fuele a visitar un amigo, y en el desorden de su cuarto notó entre otras cosas que no debía de hacer nunca su cama; tal estaba ella de mal parada.
–¿Pero es posible, señor don Braulio –le dijo el amigo al loco–, es posible que ni ha de consentir usted que hagan su cama, ni la ha de hacer usted, ni...?
–No, amigo, no; es mi sistema.
–¿Pero qué sistema?
–Tengo razones.
–¿Razones?
–No, amigo –respondió el loco–; no haré mi cama, no la haré –y acercándosele al oído, añadiole con aire misterioso–: «No la hagas y no la temas».
A este refrán se atienen sin duda nuestros cómicos cuando no hacen una comedia. «No hacemos la comedia», dicen como el loco, «porque “no la hagas y no la temas”».10
Pues, tan comedido como con los teatros, he de ser poco más o menos con todas las demás cosas. Ni pudiera ser de otra suerte: en política sobre todo, y en puntos que atañen al Gobierno, ¿qué pudiera hacer un periodista sino alabar? Como suelen decir, esto se hace sin gana, y si ya desde hoy no nos soltamos a encomiarlo todo de una vez, es porque somos como cierto sujeto de Úbeda, cuyo caso no he de callar, por vida mía, más que en cuentos y relatos me llame el lector pesado.
Había llamado el tal a un pintor, y mandádole hacer un cuadro de las once mil vírgenes, y el contrato había sido darle un ducado por virgen,11 que por cierto no fue caro. Llevó el pintor el cuadro al cabo de cierto tiempo, pero era claro qu...

Índice

  1. Portada
  2. Presentación
  3. FÍGARO
  4. Apéndice. Textos no recogidos en Fígaro
  5. ESTUDIO Y ANEXOS
  6. Notas
  7. Créditos