La sabiduría del jardinero
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Gilles Clément, Cristina Zélich Martínez

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La sabiduría del jardinero

Gilles Clément, Cristina Zélich Martínez

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Los libros sobre jardines no hablan de los animales en libertad, salvo para explicar cómo luchar contra ellos. De los habitantes naturales no se dice nada. Los libros los omiten obstinadamente y no mencionan los topos de Babilonia, las libélulas de Versalles, las culebras de la Alhambra. Y a pesar de ello, deben todavía encontrar morada en esos lugares. Sin embargo, ni unos ni otros participan del artificio propio de losjardines. La tradición excluye del territorio ajardinado a todas las especies animales y vegetales vivas que eluden el dominio del jardinero. Los seres vagabundos no tienen lugar en él."A partir de estas reflexiones, Clément construye la particular visión del jardín y de la sabiduría del jardinero en su manejo que nos presenta en este libro.

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Información

Año
2021
ISBN
9788425233142
Edición
1
Categoría
Horticultura

Visita al jardín

E l mundo de los jardines incluye a los jardineros. Sin ellos nada existiría. Pero aglutina a su alrededor a los difusores, los propagandistas, los emprendedores, los proveedores, los periodistas y a todo un conjunto erudito de personas —preparadas para referirse a él—, que denominamos amateurs (de amare, amar).
El amateur de los jardines no es un diletante cualquiera. Profundiza, viaja, compara, se informa, asiste a muestras, coloquios y simposios, se forja una opinión, cultiva su saber y lo perfecciona. Es un sabio. Actualmente, la palabra “pasión” ocupa, sin matices, el extenso abanico de los placeres del espíritu. Atenuado por el uso, el término amateur designa hoy una categoría no profesional, por tanto, superficial, incapaz de llegar al meollo de la cuestión. El amateur de jardines es una excepción.
El amateur no es forzosamente jardinero. El jardinero no sabría ser amateur de su propio arte; está inmerso en él. No existe el jardinero amateur, pero sí amateurs de jardines.
En un momento u otro, unos y otros confluyen para realizar una visita al jardín. El jardinero ofrece su experiencia y el amateur la organiza de inmediato en sus archivos personales. El amateur detenta informaciones suficientes (y los sueños que las acompañan) para emprender él mismo la visita a un jardín desconocido, y comentarla.
Interrogado sobre lo que ve, el amateur habla del espacio y de las especies que en él crecen. En cualquier circunstancia, despliega sus talentos de botánico —¿botánico del ornamento?—, y ningún aspecto de la flora de los jardines le resulta desconocido. Describe minuciosamente las plantas, menciona su grado de rareza, las dificultades para dar con ellas en el mundo, transportarlas y aclimatarlas adecuadamente.
Un público atento constituye una de las mejores condiciones para su desarrollo. Si nada interrumpe el discurso, si nada rompe la burbuja encantada en la que el amateur guía, protege y nutre su emoción, es posible que se llegue a la Historia y su despliegue. Entonces, en el jardín, el amateur especialmente iluminado por un ardor interno, que va de un indicio a otro, descubre las ruinas de Babilonia, una colina sagrada donde recuerda a los filósofos helénicos, un estanque mogol olvidado por Alejandro Magno en la parte baja de un pequeño valle, un pórtico mudéjar donde Boabdil suspiró al abandonar la Alhambra, y así hasta terminar con todas las citas.
Agotado, el amateur llegará a las conclusiones, feliz al poder anunciar la fecha de una visita futura: pronto llegará el turno del jardín del señor y la señora fulanos de tal; muy resguardado, incluso inaccesible, un privilegio. Excepcionalmente, los propietarios han aceptado recibirlo, se le permite hacer fotos siempre y cuando no se publiquen, etc. Se pronunciarán exclamaciones de éxtasis.
Toda mi admiración hacia el señor y la señora fulanos de tal, quienes —lo sé de otras fuentes— no se sienten del todo molestos por enseñar su obra maestra, asegurando, sin embargo, que es el peor momento del año: “¡Ah, si hubieran venido hace un mes!".
En ese caso, el amateur no cede. Arranca con un discurso sobre la meteorología.
La sequía, las ventoleras, los tornados, las heladas, las nubes y el santoral constituyen una fuente inagotable de desesperanza y estrategias jardineras.
A pesar de que el amateur es un experto en todo, no comprende el ritmo de las intemperies. El cielo y sus cambios competen a toda la humanidad. Cada persona puede contar la aventura que ha sufrido. Compartir las desgracias reúne a los humanos en un frente solidario ante la naturaleza. Cada persona se atribuye una fatalidad, reconociendo al mismo tiempo que la del vecino también es interesante.
Con esta comunión meteorológica termina lo que se denomina, en lengua universal, una “visita al jardín”. La horda con protección ignífuga o impermeable (según el tiempo) se disloca tras deshacerse en agradecimientos.
Parece entonces que todo haya sido dicho.
Por la fuerza de las cosas —por las circunstancias y el oficio— me cuento entre los amateurs y los fulanos de tal. Cuando se trata de hacer visitar mi propio jardín, tengo a disposición de los imprudentes “visitantes amateurs” una queja cotidiana. El temporal ciclónico del invierno de 1999 me ayuda más allá de cualquier esperanza (en el momento de escribir esto, la sequía del verano de 2003 promete ayuda).
El terreno auvernés occidental en el que crecían interesantes especies umbrófilas parece actualmente un zarzal hirsuto. Aquí, la jardinería tiene un carácter heroico. Basta con nombrar de forma despreocupada algunos supervivientes del desastre, atravesando “con astucia” una galería espinosa, para suscitar en los visitantes un sentimiento de aventura compartida.
Tocado con un sombrero de explorador, armado con unas tijeras de podar, echando mano de un machete al acercarnos a un rosal trepador que de repente se ha vuelto monstruoso, propongo realizar una ecovisita del jardín animada por el ecoguía en el que me he transformado, profiriendo a diestra y siniestra exclamaciones útiles:
Cuidado con el vado, hay sanguijuelas en el agua.
No se acerquen demasiado al perejil gigante, su savia provoca quemaduras al más mínimo contacto (el guía explica de buen grado el efecto fotosensibilizador del perejil gigante del Cáucaso ofreciendo algunos ejemplos).
O bien, con un tono más evasivo:
La dedalera, al igual que el tejo y la hierba mora, es un veneno agresivo…
La finalidad es aterrorizar amablemente a los visitantes sin que corran riesgo alguno. Mediante esta dosificación de la información, la naturaleza toma forma en sus propias contradicciones, acogedora y cruel, sombría y brillante, capaz de suscitar inquietud y admiración. Lo que interesa a los visitantes no es tanto la vida, sino aquello que la pone en peligro.
¿Qué sucede después de la visita? ¿El guía sigue teniendo energía para convertirse de nuevo en jardinero?
Un rumor ahuyenta a otro: el canto de los pájaros sustituye el parloteo humano. Poco a poco, los animales recuperan su lugar y se muestran. Nos habíamos olvidado de ellos. Legítimamente, ya que se habían escondido.
Sin embargo, creíamos haber agotado el tema al mismo tiempo que el del propio jardín. La flora, el estilo, la arquitectura, el ornamento, la luz, el agua, el tiempo que pasa, el tiempo que hace. No parecía faltarle nada a la descripción. Jardín-objeto destinado al que lo observa como un cuadro. Espacio atractivo para quien lo mantiene como un territorio de continencia. Prolongación legítima de una casa bien fregada. Los demás habitantes, visibles o invisibles, de este entorno vigilado no parecen tener nunca derecho a él.
Los libros sobre jardines no hablan de los animales en libertad, salvo para explicar cómo luchar contra ellos.1
De los habitantes naturales no se dice nada. Los libros los omiten obstinadamente y no mencionan los topos de Babilonia, los escarabajos de Villandry, las libélulas de Versalles, las culebras de la Alhambra. Y a pesar de ello, deben todavía encontrar morada en esos lugares. Sin embargo, ni unos ni otros participan del artificio propio de los jardines. La tradición excluye del territorio ajardinado a todas las especies animales y vegetales vivas que eluden el dominio del jardinero. Los seres vagabundos no tienen lugar en él.
El advenimiento ecológico trastoca esta visión. En su esencia, se refiere a toda la naturaleza y no al jardín en particular. Sin embargo, el jardín está hecho de naturaleza. Pájaros, hormigas, setas, insectos y semillas ligeras no conocen las fronteras entre el territorio civilizado y el espacio salvaje. Para ellos, todo es habitable.
El aporte incesante de especies móviles representa una energía considerable contra la cual la lucha jardinera ha de transformarse en guerra. Armas no faltan. Son lo principal que tienen las tiendas reputadas en defender al jardín, aunque en realidad lo ataquen. En una de las primeras estanterías se encuentra una asombrosa panoplia de productos destinados a la erradicación de hormigas, ratones, babosas, pulgones, arañas rojas, moscas blancas, cochinillas, nematodos, etc.
En el jardín de mi infancia, había que cumplir las reglas: seguir sin discusión las instrucciones comerciales. Teníamos que ahumar, pulverizar, quemar, deshierbar, tratar de todos los modos posibles la naturaleza rebelde, caóticamente imaginativa.
Aprendí a intimidar a los topos con botellas de culo roto, hundidas en el suelo, con el cuello al viento, para así producir sonidos que hiciesen huir al animal. El césped erizado, convertido en terreno minado, ocasionó algunos accidentes. Sobre todo, atrajo los sarcasmos de los admiradores de greens que veían en aquella obra maestra una lastimosa declinación del arte povera.
Así pues, colocábamos algunos trozos de vidrio en los lugares adecuados que el topo, hábil en rodeos, esquivaba. Cual hemofílico que debía morir con el más mínimo corte, no podía escapar de ello. Nunca encontramos el cadáver de un topo desangrado. Los trozos de vidrio subían a la superficie, coloreando la hierba con pinceladas brillantes.
La técnica de la manguera, que gasta una cantidad de agua considerable, muestra sus límites a quien tiene la esperanza de ahogar así a los animales subterráneos. Algunas resurgencias alejadas del agujero inundado revelan con bastante rapidez las capacidades viarias de la red. Inmensas, desesperantes.
En el jardín de mi padre, las bengalas de humo funcionaron solo una vez. Corría un rumor: el humo, emparentado con el gas mostaza, habría llevado a dos jardineros incendiarios al hospital de Guéret. Tras experimentar con los cebos más variados —entre ellos, las lombrices que venían en un kit, de un gris amarronado poco apetitoso, salido directamente de un tubo de dentífrico que se tenía que apretar con cuidado para no tocar el producto con los dedos (el olor “humano”, se decía poniendo cara de experto)—, llegamos a la conclusión de que únicamente los venenos serios, comprobados por los grandes envenenadores de la Historia, nos permitirían alcanzar la meta: exterminar a los topos.
El asesinato de topos con estricnina requiere experiencia y paciencia.
Procedíamos a realizar las ceremonias con el mayor rigor. Para matar los topos, en primer lugar, estaban los gusanos. Los gusanos capturados morían enredados, retorciéndose de dolor. Todo aquel que ha llevado a cabo este doble asesinato sabe cuánto tiempo lleva y hasta qué punto ocupa los pensamientos, sumergiendo al jardinero en la duda. Si fuéramos topos, no querríamos en modo alguno encontrarnos con aquel gel rojo y azul de gusanos inanimados. ¿Qué sucedería?
Todas estas experiencias conducían a una disminución temporal del número de toperas en el césped. Esto ocurría hacia mitad del verano, sin que pudiéramos determinar si se debía a nuestros esfuerzos o a la sequía. En la estación cálida, el topo excava sus galerías más profundas, se aleja hacia los bosques y los lechos húmedos donde encuentra su alimento. Sea como sea, manteníamos con el topo una relación cotidiana que nos unía íntimamente a él. Cuando, por desgracia capturábamos uno, nos sentíamos conmovidos, abrumados por una victoria tan agobiante y apenados al constatar que el animal ya no se movía. En nosotros quedaba algo del gato que juega con el ratón, mientras el ratón siga vivo.
Resulta imposible abarcar toda la cuestión del topo ya que existen muchos productos y métodos a nuestra disposición. Un último método, sin embargo, para terminar este proceso: la escopeta de caza. A ciertas horas —por la mañana, a mediodía y por la tarde—, estar preparado para disparar a la topera o junto a ella, tanto da: la deflagración provoca en el animal un ataque al corazón. A veces también en el cazador. He asistido también al siguiente espectáculo: un jardinero militar saltando por la ventana de la cocina, arma en mano. Al parecer, había visto moverse la tierra…
Cada una de las especies declarada nociva genera tesoros de inventos asesinos. El jardinero, convencido de su derecho a la erradicación, bucea en una paranoia activamente mantenida por los vendedores de venenos. Se convierte en esclavo de una práctica complicada, inútil y nociva. Todo aquello que no tiene lugar de acuerdo con su “proyecto” debe borrarse del paisaje. Los animales molestan.
Cuando pude adquirir un terreno, surgió la cuestión: ¿es posible en este lugar, suficientemente abandonado como para acoger a la fauna salvaje, combinar un jardín con la propia naturaleza? ¿Establecer un territorio compartido? ¿Podrían los animales aprovecharse de ello? ¿Aceptarían mi presencia...

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