¿Qué es la pintura?
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¿Qué es la pintura?

Julian Bell, Belén Herrero

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¿Qué es la pintura?

Julian Bell, Belén Herrero

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Durante siglos, la pintura ha sido nuestra principal herramienta de comunicación visual y, por tanto, de creación de todos aquellos imaginarios culturales que atraviesannuestra mirada. Sin embargo, hace años que parece haber perdido parte de su fuerza frente a la fotografía y otros medios visuales. Este influente ensayo de Julian Bellparte de la supuesta muerte de la pintura y nos ofrece un estudio agudo y apasionante que nos conducirá de la reflexión en torno a la naturalezadel medio pictórico hacia las profundidades del arte y la representaciónvisual. Nacido bajo la inevitable influencia de Modos de ver de JohnBerger, este libro se ha convertido por derecho propio en un clásico dela teoría de arte y el lenguaje visual.

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Información

Año
2020
ISBN
9788425232916
Edición
1
Categoría
Arte

VISIÓN Y CONOCIMIENTO

“Las pinturas son superficies marcadas con el propósito de representar objetos visibles”. Esta fue la teoría más ampliamente aceptada hasta la aparición del arte abstracto a principios del siglo XX y, para ciertas personas, sigue siendo la más atractiva. Aunque hoy en día existen pocas obras pictóricas que respondan a esta definición, la definición es aplicable, si no a todas, sí a la gran mayoría de las fotografías. La tecnología fotográfica ha experimentado diversas transformaciones desde su aparición en 1839. Desde entonces, la fotografía como forma de imaginería no ha dejado de expandirse hasta quedar profundamente engranada en la textura de la vida cotidiana de prácticamente todos los habitantes del planeta. Una de las principales razones de esta ubicuidad es que, cuando necesitamos una representación útil de algún objeto, su fotografía nos parece más fiable que una pintura, pues creemos que la imagen plasmada por medios mecánicos se corresponde mejor con la neutralidad factual que la imagen creada a mano, de ahí que nunca enviemos a nuestra compañía de seguros un cuadro de los desperfectos causados por las goteras tras una tormenta.
Cabe preguntarse, pues, si esta idea de la pintura como representación de las cosas no es más que un vestigio histórico. ¿Es posible que, en el pasado, la pintura como proyecto tuviese esta función representativa, que la fotografía tomase el relevo, y que los pintores tuviesen que buscar nuevas definiciones para su trabajo? En este capítulo me gustaría analizar si este fue realmente el efecto que tuvo la fotografía sobre la pintura. Para ello, empezaremos por situar a ambas, fotografía y pintura, en un único y más amplio contexto, el de la representación de lo visible.
Antes de examinar este asunto desde el punto de vista histórico, sugiero que revisemos el tema de la representación visual —vasto y potencialmente amorfo— desde dos puntos de vista opuestos: por una parte, la representación del rostro humano, y, por otra, la representación del espacio. Un fabricante de marcos para lienzos nos preguntaría si preferimos el formato de figura o el de paisaje; un especialista en gramática, por su parte, hablaría de sujetos y objetos. No se trata de clasificar las pinturas en una u otra categoría, sino de ampliar nuestro conocimiento de la representación a través de estos puntos de vista alternativos para después relacionarlos entre sí.
Illustration
Canto de Makapansgat, Transvaal

RETRATO Y OBSERVACIÓN

De entre toda la información visual que percibimos, nuestros ojos tienden a buscar principalmente indicios de sujetos; es decir, cosas que nos miran, incluso mientras las miramos. Los recién nacidos responden antes a la semblanza formada por dos ojos y una boca que frente a cualquier otro tipo de imagen; las caras son, literalmente, los primeros elementos que dan forma a su mundo. El objeto más antiguo descubierto hasta ahora por los arqueólogos considerado una efigie es un canto rodado, transportado por unos homínidos hasta el interior de una cueva hace tres millones de años, y que parece una cabeza con dos ojos. Así pues, el sujeto —cuyo principal signo e indicio es el rostro— es el asunto primordial y biológicamente esencial del que trata la representación visual; necesitamos saber de él por cuestiones de amor, lujuria, compañía o aprensión. Incluso las marcas que lucen ciertos animales a modo de defensa o durante el cortejo parecen representar a un sujeto; por ejemplo, los ojos que nos miran desde las alas de una polilla o las plumas de un pavo real.
Illustration
Alas de una polilla ojo de buey
Las caras y los cuerpos son, con diferencia, los temas principales de la escultura, que en muchas partes del planeta —y, más concretamente, en el África subsahariana— es un modo de representación visual mucho más importante que la pintura. Aunque somos conscientes de que en una imagen no tiene por qué aparecer necesariamente un rostro, siempre estamos alerta en caso de que así sea; es una expectativa inherente a la contemplación del mundo.
Todo un abanico de imágenes sale al encuentro —cara a cara, literalmente— de esta expectativa. Podríamos denominarlas “retratos”, aunque van mucho más allá que la mera representación de la efigie de un individuo. El sujeto del retrato puede ser histórico (Arthur Conan Doyle) o ficticio (Sherlock Holmes), humano (el encargado del bar local) o divino (Apolo, el dios del sol), puede ser incluso un animal (un caballo de carreras famoso o un fiero león heráldico). Sus respectivos retratos nos transmiten la sensación de que se trata de sujetos conscientes, capaces de observarnos como nosotros los observamos a ellos.
Existen muchas razones prácticas para evocar a un sujeto. Una es su identificación mediante marcas distintivas —ya sean rasgos faciales u otros atributos— susceptibles de ser cotejadas con el propio sujeto en caso de encontrárnoslo en la vida real. Esta es la razón de ser de las fotografías de los documentos de identidad y de otros retratos que las autoridades utilizan para controlar a la población. Sin embargo, más importantes son las funciones del retrato basadas en nuestra respuesta intuitiva, prerracional. Deseamos tener ante nosotros algo en lo que focalizar nuestro amor por quien está ausente, o nuestra lujuria en ausencia de pareja o nuestra devoción terrenal por algún dios del firmamento. Estos deseos que despierta la imaginería pueden ser tan urgentes e impetuosos que las autoridades se ven en la necesidad de controlarlos, aunque también es posible que esas mismas autoridades se sirvan de estos patrones de respuesta automática para incrementar su poder. A través de retratos reproducidos en serie —estatuas, carteles o monedas—, los dirigentes buscan imponer su poder, haciéndose omnipresentes entre la población.
Gracias a su potencial para desarrollar todas estas funciones, el retrato se ha convertido en un instrumento de la psicología práctica de la sociedad y, como tal, su funcionamiento puede ser bueno o malo. Un mal retrato —que ofusque rasgos faciales distintivos u omita atributos esenciales— fracasa a la hora de evocar al individuo o tipo de persona en cuestión. No obstante, la excelencia en el arte del retrato no consiste simplemente en remitir al sujeto. Cuando vemos una efigie convincente, decimos: “Es él”, e intuitivamente estamos medio convencidos de que “él es eso”, como si —al otorgarles el mismo nombre— la imagen y el individuo de carne y hueso tuviesen una sola identidad, fuesen la misma persona. Cabe señalar que persona, en sus orígenes, significaba ‘máscara’, la máscara a través de la cual hablaba el actor clásico, es decir, la semblanza externa de un rostro, el signo de un sujeto consciente. Así pues, si la persona es el retrato, o casi, entonces las imágenes producidas en serie por los gobernantes son, en efecto, un método de control, y por eso acaban destruidas durante las revoluciones. Esta fusión intuitiva de imagen e individuo hace que mucha gente no permita que se le “tome” un retrato por miedo a que algo de sí mismos les sea arrebatado o caiga en las manos equivocadas.
Esto es el retrato en toda su dimensión: la representación que se supera a sí misma, convirtiéndose en una presencia virtual, en una mirada que nos sigue por la estancia. Es la culminación de un logro que es casi tan constante como la forma humana. Su historia —si es que la tiene— no sigue un desarrollo sistemático y progresivo. Por ejemplo, durante los siglos I y II los canteros del Imperio romano y los ceramistas del Perú produjeron retratos que en la actualidad nos siguen pareciendo realistas; es decir, que muestran lo que esperamos ver cuando observamos una cabeza en la vida real (más adelante hablaremos sobre los significados del término “realismo”).
Illustration
Busto romano de mármol, siglo I
Illustration
Cabeza mochica, hacia el siglo I
Cerámica pintada
Estos logros de la retratística, no obstante, surgieron en contextos completamente ajenos entre sí y nunca tuvieron un ascendente estilístico permanente. El realismo de los ceramistas mochica y de los escultores de la Antigua Roma dio paso a un arte más formalizado de patrones rítmicos. Un relato que equipare la representación con el poder del retrato no puede explicar la razón de esta transformación, tan solo puede lamentarse en vano del empobrecimiento cualitativo que experimentó el arte del retrato. Los retratos realistas parecen observarnos a través de los siglos, mientras los ignoramos y desafiamos, abriéndose paso a través de la historia. Si abordamos la representación visual como una cuestión de retratística, hallaremos todo un repertorio de productos extraordinarios, pero seremos incapaces de comprender su desarrollo histórico como práctica artística.
¿Qué sucede si consideramos la representación desde un punto de vista alternativo, desde el formato paisaje? Si, en su uso habitual, “representar” es un verbo transitivo que necesita de un objeto directo, podríamos decir —siguiendo esta argumentación— que, en general, los objetos son aquello que las imágenes representan.
Cuando hablamos de objetos tendemos a pensar en “cosas”, pedazos sólidos y separables de algo material. Si nos piden que pongamos un ejemplo de lo que estamos hablando, diremos que “cosas” son la mesa a la que estamos sentados, o tal vez algo más concreto, como un canto rodado, un lápiz o una manzana. Todos estos ejemplos están literalmente al alcance de la mano: podemos imaginarnos asiéndolos, sintiendo su firmeza en nuestros dedos. Son sólidos y estables, y tienen una forma bien definida; si tropezamos con ellos podemos hacernos daño. Es por ello quizá que la mesa se ha convertido en el objeto por excelencia para los pensadores, desde David Hume hasta Jacques Lacan, en su intento por encontrar algo que oponer a la consciencia humana.
Al situar los objetos en oposición a la consciencia humana, tendemos a pensar que están libres de sus deficiencias, libres de parcialidades y distorsiones, que son dignos de confianza en tanto que verdad “objetiva”. Una manera de hacer alusión a esta verdad consiste en realizar una marca que esté determinada por el objeto: mirar al frente, observar lo que se ofrece a nuestros ojos, y registrarlo. Aunque este registro sea objetivo, puesto que viene dictado por algo que está fuera de nosotros, también tiene un cariz selectivo, ya que responde a nuestros intereses. Mediante líneas, áreas de color, puntos, sombreados, pinceladas y cualquier otra técnica a su alcance, el observador capta ciertas facetas de la riqueza perceptible por el ojo. El uso de la palabra ‘captar, sinónimo de ‘aprehender’, sugiere la similitud entre este registro a partir de la observación y la acción de la mano cerrándose en torno a alguna cosa para tomar posesión de ella e incorporarla a la esfera de dominio del individuo.
La diferencia es que, al llevar a cabo ese registro, podemos conseguir ambas cosas, o eso parece. La presencia primaria permanece intacta. Los ojos, alimentándose exclusivamente de luz, pasan sobre aquello que causa las variaciones en esta luz, dejando a su paso una huella espectral. Se registran las relaciones y ...

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