¡Así de grande!
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¡Así de grande!

Edna Ferber

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¡Así de grande!

Edna Ferber

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So Big, ¡Así de grande!, es el apodo cariñoso que Selina Peake DeJong le puso a su hijo, Dirk, al que, como toda madre orgullosa, preguntaba: «¿Cómo de grande es mi niño?».Esta mujer tenaz y luchadora es la verdadera protagonista de la novela. Siendo muy joven, tras la muerte de su padre, se instalará en una comunidad agrícola de origen holandés, cercana a Chicago, en la que el papel de las mujeres estaba alejado del trabajo del campo, al que sin embargo ella dedicará su vida al quedarse viuda. Selina sacrificará sus sueños para que su hijo pueda tener la vida que ella anhelaba, una vida plena dedicada a la creación.Selina DeJong encaja perfectamente en el perfil feminista de las obras de Edna Ferber, que se manifiesta en el deseo de afirmación y autonomía de los personajes femeninos que creó, y refleja los ideales que compartió la propia autora durante toda su vida.Esta maravillosa novela recibió el premio Pulitzer en 1925 y ha sido llevada al cine en varias ocasiones.

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Información

Año
2015
ISBN
9788416112609
Categoría
Literature
Categoría
Classics
1
Se quedó con el nombre hasta que casi cumplió los diez años. Tuvo, literalmente, que pelear para librarse de él. El So Big inicial (por una derivación cariñosa e infantil) se condensó en Sobig. Y el niño se quedó como Sobig DeJong, con toda su disarmonía consonántica, hasta que se convirtió en un escolar de diez años en aquel distrito increíblemente holandés al suroeste de Chicago, conocido primero como Nueva Holanda y luego como High Prairie. A los diez años, a fuerza de puños, dientes, botas con puntera de cobre y mal genio, se ganó el derecho a que lo llamaran por su verdadero nombre, Dirk DeJong. De vez en cuando, lógicamente, el apodo resurgía y había que reprimirlo en una breve e implacable refriega. Su madre, que estaba en el origen del nombre, era la peor infractora. Cuando a ella se le escapaba, él, claro está, no empleaba tácticas de patio de colegio con ella, pero se enfurruñaba, fruncía el ceño gravemente y se negaba a contestar, aunque el tono de su madre, cuando lo llamaba So Big, habría derretido el corazón de cualquiera que no fuese aquel pequeño salvaje, un niño de diez años.
El apodo venía de la temprana y estúpida pregunta que se hace invariablemente a los niños pequeños y que ellos responden, con paciencia infinita, durante sus años de infancia.
Selina DeJong, moviéndose diestramente por la cocina, de la tina a la tabla de amasar, del fogón a la mesa, o, cuando trabajaba en los campos de la granja, enderezando la espalda entumecida para tomar un breve respiro entre los apretados surcos de zanahorias, nabos, espinacas o remolachas en los que trabajaba, se enjugaba las gotas de sudor de la nariz y de la frente escondiendo rápidamente la cabeza en la concavidad del brazo. Sus bonitos ojos oscuros miraban al niño encaramado momentáneamente en una pequeña pila de sacos de patatas vacíos, uno de los cuales le servía de vestido. El pequeño se alejaba continuamente de la pila de sacos para hurgar y escarbar en el fértil y cálido légamo negro del huerto. Selina tenía poco tiempo para demostraciones de afecto. El trabajo siempre andaba pisándole los talones. Ahí estaba, una joven con un vestido azul de percal, desteñido y manchado de tierra. En sus ojos una mirada resuelta, como si, en su apresuramiento, fuera siempre un poco por delante de sí misma. Llevaba el abundante pelo moreno recogido en un práctico moño del que escapaban continuamente bucles y hebras, que remetía con al mismo gesto agobiado de cabeza y codo. Sus manos, debido el trabajo, solían estar demasiado costrosas y hundidas en la tierra en la que escarbaba. Y allí estaba él, un niño de dos años, lleno de mugre, quemado por el sol y, por lo demás, afeado normalmente por los golpes, mordiscos, arañazos y contusiones que son la suerte común del hijo de una granjera agobiada de trabajo. Sin embargo, en ese momento, cuando la mujer miraba al niño en la cálida y húmeda primavera de las praderas de Illinois, o en la abigarrada cocina de la granja, vibraba y tremolaba entre y en torno a ellos, un aura, un destello, que transmitía a ambos y a cuanto los rodeaba un misterio, una belleza, un resplandor.
—¿Cómo de grande es mi niño? —preguntaba Selina, mecánicamente—. ¿Cómo de grande es mi hombrecito?
El niño dejaba por un momento de meter los dedos regordetes en el fértil y cálido légamo, esbozaba una sonrisa gozosa aunque algo cansada y abría mucho los brazos. Ella también abría mucho, mucho, sus agotados brazos. Luego decían a dúo, la boca de él un pétalo rosa fruncido, la de ella temblando de ternura y un poco de diversión:
—¡Así-í-í de grande!
Elevaban el tono al prolongar la vocal y lo dejaban caer bruscamente en la segunda palabra.
Era parte del juego. El niño se acostumbró tanto a la pregunta que, a veces, si por casualidad Selina miraba de pronto mientras trajinaba adonde estaba el pequeño, él contestaba sin que le hicieran la pregunta habitual y lanzaba distraídamente su «¡Así-í-í de grande!» en un soliloquio obediente. Luego echaba atrás la cabeza y soltaba una risa triunfal, la boca abierta como un agujero de coral. Selina corría hacia él, se le echaba encima, hundía la cara iluminada en los cálidos pliegues de su cuello y hacía como que lo devoraba:
—¡Así de grande!
Pero, por supuesto, no lo era. No era tan grande. De hecho, nunca se hizo tan grande como los brazos amorosos y la imaginación de su madre hubieran querido. Cabría pensar que Selina se dio por satisfecha cuando, años después, él fue el Dirk DeJong cuyo nombre podía verse grabado en la cabecera de un papel color crema, tan lujoso, grueso y consistente que parecía almidonado y planchado mediante algún costoso proceso comercial norteamericano; cuya ropa era confeccionada por Peter Peel, el sastre inglés; cuyo biplaza descapotable tenía un chasis francés; cuyo mueble-bar contenía vermú italiano y jerez español; cuyas necesidades eran atendidas por un mayordomo japonés; cuya vida, en una palabra, era la de un exitoso ciudadano de la República. Pero Selina no estaba contenta. No solo no lo estaba, sino que se sentía al mismo tiempo arrepentida e indignada, como si ella, Selina DeJong, la verdulera ambulante, fuera en parte culpable de aquel éxito y, en parte, hubiera sido engañada por él.
Cuando Selina DeJong era Selina Peake había vivido en Chicago con su padre. Habían vivido también en otras ciudades. En Denver, durante los desenfrenados años ochenta. En Nueva York, cuando Selina tenía doce años. En Milwaukee, brevemente. Hubo incluso un interludio en San Francisco que siempre quedó un poco borroso en su mente y que culminó con una salida tan precipitada como para sorprender a Selina, que había aprendido a aceptar las súbitas idas y venidas sin preguntar.
—Negocios —decía siempre su padre—. Tengo un asunto en juego.
Ella nunca supo hasta el día en que murió su padre que el término «juego» podía aplicarse literalmente a sus transacciones comerciales. Simeon Peake, que viajaba por el país con su hija pequeña, era jugador profesional por temperamento y talento naturales. Cuando le sonreía la suerte, vivían como reyes, paraban en los mejores hoteles, comían raros y suculentos manjares marinos, iban al teatro, se desplazaban en coches alquilados, siempre de dos caballos. Si Simeon Peake no tenía suficiente dinero para un coche de dos caballos, iba andando. Cuando la suerte era esquiva, vivían en pensiones, comían menú de pensión y vestían ropa que habían comprado cuando la fortuna soplaba a favor. Durante todo este tiempo, Selina fue a colegios buenos, malos, privados y públicos, con sorprendente regularidad teniendo en cuenta su vida nómada. Matronas opulentas, viendo a esa niña seria y de ojos oscuros sentada sola en el vestíbulo de un hotel o en el salón de una pensión, se inclinaban hacia ella y le preguntaban, solícitas:
—¿Dónde está tu mamá, pequeña?
—Murió —respondía Selina, tranquila y educadamente.
—¡Oh, pobrecita!
Y añadían, en un rapto afectuoso:
—¿No quieres venir a jugar con mi hija? Le encanta jugar con otras niñas. ¿Eh?
Prolongaban la e de la pregunta como un tierno murmullo.
Esas buenas mujeres malgastaban su compasión. Selina lo pasaba muy bien. Exceptuando tres años, cuyo recuerdo era para ella como entrar en un cuarto oscuro y helado viniendo de otro cálido e iluminado, su vida era libre, interesante y variada. Tomaba decisiones que suelen corresponder a los adultos. Elegía su ropa. Se encargaba de su padre. Leía ensimismada libros que encontraba en salones de pensiones, hoteles y en las pocas bibliotecas públicas que existían por entonces. Pasaba sola muchas horas al día, todos los días. Muchas veces su padre, temiendo que se sintiera sola, le compraba un montón de libros y ella se daba un festín, lanzándose y sumergiéndose en ellos con la extasiada indecisión de una glotona. Así, a los quince años conoció las obras de Byron, Jane Austen, Dickens, Charlotte Brontë y Felicia Hemans, por no hablar de la señora E. D. E. N. Southsworth, Bertha M. Clay, y esa hada buena de las fregonas, el Compañero del hogar, en cuyas páginas las obreras y los duques acababan juntos tan inevitablemente como el filete y las cebollas. Estas últimas lecturas se debían, claro está, a la forma de vida de Selina, y se las prestaban bondadosas patronas, criadas y camareras desde California a Nueva York.
Sus tres años oscuros —de los nueve a los doce— los pasó con sus dos tías solteras, las señoritas Sarah y Abbie Peake, en la casa sombría y mojigata de Vermont Peake de la que su padre, la oveja negra, escapara de niño. Al morir la madre de Selina, Simeon Peake mandó a su hija de vuelta al Este en un ataque de remordimientos e indefensión temporal por su parte y en un arranque de perdón y caridad cristiana por parte de sus dos hermanas. Las dos mujeres encajaban increíblemente en el prototipo literario de la solterona de Nueva Inglaterra. Mitones, conservas, la Biblia, el gélido salón, la gata solemne y sin gatitos, el orden y «las-niñas-pequeñas-no-deben». Olían a manzana (a manzanas pochas y con el corazón podrido). Selina encontró una vez una manzana así en el rincón de un pupitre desordenado, la olió, contempló su piel arrugada, seca y rosada y la mordió sin pensarlo, solo para escupir aquel bocado con una rociada muy poco propia de una señorita. La manzana estaba toda negra y mohosa por dentro.
En su desesperación, algo de esto debió de transmitir a su padre en una carta que eludió la censura. Él fue a buscarla sin previo aviso y, al verlo, Selina tuvo el único ataque de histeria que marcara su vida, antes o después de aquel episodio.
Así pues, de los doce a los quince años fue feliz. Llegaron a Chicago en 1885, cuando ella tenía dieciséis años, y allí se quedaron. Selina fue a la «escuela selecta para señoritas» de la señorita Fister. Cuando la llevó allí, su padre despertó cierto revuelo en el pecho de la señorita Fister, tan suaves eran su voz y sus maneras, tan triste su apariencia, tan encantadora su sonrisa. Le explicó que trabajaba en el negocio de las inversiones, acciones y ese tipo de cosas, y que era viudo. La señorita Fister dijo que sí, que se hacía cargo.
Simeon Peake no se parecía en nada al jugador profesional de nuestros días. El sombrero de ala ancha, el bigote lacio, el brillo en la mirada, los botines demasiado relucientes, el pañuelo gris, todo eso faltaba en el atuendo de Simeon Peake. Lucía, es cierto, un alfiler de diamante llamativamente blanco en la pechera de la camisa y llevaba el sombrero ligeramente ladeado. Pero por entonces ambas cosas formaban parte de la moda masculina y eran fáciles de ver. Por lo demás, era un hombre suave y elegante, delgado, ligeramente evasivo, que hablaba poco y, cuando lo hacía, mostraba un deje de Nueva Inglaterra que se notaba claramente, pues él era un Peake de Vermont.
Chicago era su pasión. La ciudad floreciente y próspera. Se le veía a diario en la casa de juegos de Jeff Hankins, con su felpa roja y sus espejos, y también en la de Mike McDonald, ambas en la calle Clark. Tenía rachas buenas y malas, pero de algún modo siempre se las arreglaba para pagar la escuela de la señorita Fister. Tenía la cara ideal para un jugador de póquer: anodina, impasible, inmóvil. Cuando andaba bien de dinero, comían en el Palmer House, y cenaban pollo o codorniz y la deliciosa sopa y la tarta de manzana que ...

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