
This book is available to read until 15º marzo, 2026
- 144 páginas
- Spanish
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eBook - ePub
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Descripción del libro
El 11 de julio de 1897, el científico Salomon August Andrée, el ingeniero Knut Frænkel y el fotógrafo Nils Strindberg se embarcaron en el Örnen, un globo aerostático con el que pretendían explorar el Polo Norte. La increíble expedición, seguida con apasionado interés por la sociedad sueca de la época, tuvo un desenlace fatal: después de tres días de vuelo, el globo descendió hasta caer en un banco de hielo y los tres intrépidos aventureros subsistieron unos meses hasta fallecer. Probablemente, la aventura del Örnen se habría ido desvaneciendo en la memoria escrita y oral europea si no fuera porque, 33 años después, en una nueva expedición ártica, se halló el último campamento de los exploradores suecos. Entre sus pertenencias se encontraba todo el material fotográfico que había ido elaborando Nils Strindberg y, de repente, la cuasi leyenda del Örnen se hizo imagen.
Esta historia es la que da origen al presente coloquio en dos ensayos entre el fotógrafo y crítico Joan Fontcuberta y el filósofo Xavier Antich. El viaje del Örnen y el legado de negativos fotográficos de Strindberg -deteriorados como un cuerpo herido- sirven a Fontcuberta para reflexionar sobre la humanidad de la fotografía y la perdurabilidad de las imágenes en una época en la que parecen haber perdido precisamente su carácter material esencial. Para el pensador, las fotografías pueden llegar a ser tan enigmáticas como la vida: nacen en un instante, fijan un momento y, a medida que pasa el tiempo, adquieren nuevas dimensiones vinculadas a la memoria. Todo ello lleva a Antich a reflexionar sobre la propia construcción de la mirada y la memoria visual no solo a través de la fotografía sino también a través del arte y la literatura.
Dos ensayos incisivos que aportan una inteligente revisión del papel de la fotografía en nuestra saturada cultura audiovisual actual y, más allá de los límites del análisis fotográfico, nos regalan una estimulante exploración de "lo humano" en tiempos de algoritmos e inteligencia artificial.
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Información
LOS PLIEGUES DE LA MIRADA
A PROPÓSITO DE
JOAN FONTCUBERTA
Xavier Antich
Ceci est dangereux, car regarder plus longtemps qu’il n’est demandé (j’insiste sur ce supplément d’intensité) dérange tous les ordres établis, quels qu’ils soient, dans la mesure où, normalement, le temps même du regard est contrôlé par la société: d’où, lorsque l’œuvre échappe à ce contrôle, la nature scandaleuse de certaines photographies.
(Esto es peligroso, ya que mirar durante más tiempo del requerido —insisto en este suplemento de intensidad— importuna todos los órdenes establecidos, sean cuales sean, en la medida en que, normalmente, el tiempo de la mirada está controlado por la sociedad: de ahí la naturaleza escandalosa de ciertas fotografías cuando la obra escapa a dicho control.)
ROLAND BARTHES, “Cher Antonioni”
Sacar provecho de esos ruidos de archivo invita básicamente a un nuevo diálogo con el archivo […]. Aunque se presente como un método que pretende aprehender la realidad y sistematizar el conocimiento, el archivo se demuestra inabarcable e interminable.
JOAN FONTCUBERTA, La cámara de Pandora. La fotografí@ después de la fotografía
I
Él no fue el primero. Cuando, entre 1898 y 1927, Eugène Atget se dedicó a fotografiar exhaustivamente la ciudad de París —desde los pasajes abiertos en el centro histórico por la reforma de Haussmann hasta la periferia todavía no urbanizada—, dejando tras de sí, cuando murió, más de ocho mil negativos, ya hacía medio siglo que los fotógrafos más eminentes de Francia estaban peinando todo el espacio urbano con el objetivo de inventariar el patrimonio monumental y articular un archivo visual, de una ambición sin precedentes, que tendría que proporcionar los materiales para el relato histórico de la nueva identidad nacional. El propósito era doble: por un lado, documentar la ciudad que estaba a punto de desaparecer o que ya estaba desapareciendo en medio de los procesos urbanísticos de los cuales surgiría la primera ciudad propiamente moderna; y levantar acta notarial, de naturaleza fotográfica, de los vestigios del pasado, forjadores de una identidad nacional urbana en la que se reconocía el hilo de una continuidad ininterrumpida que viajaba retrospectivamente, a través de las diversas capas históricas, hacia el Neoclasicismo, el Barroco, el Renacimiento, el gótico y el románico o el legado romano. Por otro lado, al mismo tiempo, se querían producir interpretaciones visuales de los acontecimientos a partir de la singularidad artística de la mirada personal y subjetiva de los fotógrafos, autorizados, gracias a los encargos institucionales de las misiones fotográficas, a dar su opinión en forma de imagen, respecto a los procesos de transformación de la ciudad. El resultado conjugaba el positivismo de los datos objetivos y documentales, conectado a la iniciativa de salvaguarda del patrimonio arquitectónico, con la construcción, de aires posrománticos, de un relato visual más bien connotado y cargado de subjetividad. La imagen fotográfica, producida de este modo, documentaba la realidad en el momento de su transformación y, al mismo tiempo, la interpretaba, dotándola de un sentido y un espesor histórico o, mejor dicho, historicista.
Esta mirada, en realidad, acabó creando, relativamente pronto, lo que puede considerarse una especie de estilo internacional: el testimonio topográfico de la ciudad, entendida como si fuera un paisaje natural, con sus colinas y valles, sus peculiaridades orográficas y sus accidentes del terreno o sus estratificaciones y simultaneidades, pero ahora en forma de iglesias y catedrales, palacios y viviendas, calles y puentes, callejones y bulevares, farolas y urinarios, jardines y murallas. Esto también pasó aquí, entre nosotros: el caso emblemático es el de Joan Martí Centelles, que fotografió Girona en 1877 y publicó un álbum con el título de inspiración romántica de Bellezas de Gerona, premiado en la Exposición Internacional de París del siguiente año. Girona apenas empezaba a superar los quince mil habitantes y mantenía intactas las murallas y baluartes, pero aspiraba, como muchas otras ciudades europeas, a proyectarse como destino en un momento en el que la burguesía estaba introduciendo la práctica del turismo como actividad de ocio. Estamos en los orígenes de la creación de la imagen moderna de la ciudad, simplificada y estereotipada, que durante décadas alimentará el imaginario turístico, como supo ver, lúcidamente, Roland Barthes en sus Mitologías, cuando habló del fenómeno de la Guide bleu: “La humanidad del país desaparece en beneficio exclusivo de sus monumentos —de manera que— la selección de monumentos suprime al mismo tiempo la realidad de la tierra y la de los hombres, no da testimonio de nada del presente, es decir, histórico, y así el monumento se vuelve indescifrable y, por lo tanto, estúpido”.1 De este modo, la guía, como recalcaba Barthes, se convierte en “instrumento de ceguera”, y lo mismo puede decirse de esta primera mirada fotográfica sobre la ciudad, centrada en los monumentos y en lo típico y emblemático: deslumbra en la misma medida que oculta lo que muestra.
Sin embargo, algunos fotógrafos, que se atrevieron a ir más allá de lo que autorizaría la neutralidad del testimonio, acabaron por adecuar la visión de la ciudad a lo que podríamos calificar como una mirada anticipatoria, articulada en una intuición que todavía no ve la ciudad que desea, pero que la sueña, en el fulgor de aquello que apenas está emergiendo. Es curioso: esta iniciativa visual, que está en el origen de la imagen urbana estereotipada y que alcanzaría su difusión masiva a través de las postales, ya contiene, desde sus orígenes, una vía de salida al cliché visual a través de la mirada de reojo, que orienta la visión hacia los márgenes de lo que el estereotipo convierte en fuera de campo, por decirlo en términos cinematográficos.
En medio de toda esta operación de gran envergadura está Atget. Despreocupándose de las vistas típicas y monumentales, desinteresándose por los objetos de fotografía topográfica patrimonializados durante cinco décadas —que acabaron creando el estilo internacional de lectura visual urbana—, Atget descuida las cimas y cordilleras arquitectónicas urbanas para fijarse más en las sutiles modificaciones del paisaje y en los minúsculos y casi imperceptibles corrimientos del terreno, y centrarse en los pequeños detalles, en los márgenes y periferias o en el centro desatendido: una puerta, un escaparate, una escalera, el pomo de una puerta, un muro lleno de carteles, sillas alineadas con las mesitas correspondientes en la terraza vacía de un café… Con todo esto, Atget hace algo que aún no tiene nombre, pero que pronto lo tendrá, cuando Walter Benjamin bautice esta actitud como “arqueología del presente”. Esta mirada lee cada fragmento de la ciudad y, sobre todo, los aparentemente más insignificantes, como vestigios del pasado y testimonios de su propia transformación. Benjamin lo formulará de manera expeditiva, a modo de programa, en una anotación de la carpeta N de su obra magna, aparecida póstumamente, Das Passagen-Werk (La obra de los pasajes): “Levantar las grandes construcciones con los elementos constructivos más pequeños, confeccionados con un perfil nítido y cortante. Descubrir entonces en el análisis del pequeño momento singular el cristal del porvenir total”.2
Fue precisamente Benjamin quien mejor caracterizó la operación Atget: “Atget fue un actor que, asqueado de su oficio, lavó su máscara y se puso luego a desmaquillar también la realidad”. Desenmascarar la realidad, limpiándola del artificio topográfico con el que se había monumentalizado en un catálogo de glorias urbanas de un pasado supuestamente inmemorial. “Él fue el primero que desinfectó la atmósfera sofocante que había esparcido el convencionalismo de la fotografía de retrato en la época de la decadencia”. Desinfectar la atmósfera de convencionalismo, pero no para descubrir después de la operación una verdad libre de toda contaminación, sino una imagen a la altura de los nuevos tiempos. “Buscó lo desaparecido y apartado”. El objetivo era descubrir lo que la mirada fotográfica convencional había abandonado y los relatos míticos descartaban.
Pero es curioso que casi todas estas imágenes estén vacías. Vacía la Porte d’Aurcueil de los paseos de ronda […], vacías las terrazas de los cafés, vacía, como es debido, la Place du Tertre. No es que estén esos lugares solitarios, sino que carecen de animación; en tales fotos la ciudad está desamueblada como un piso que todavía no hubiese encontrado inquilino.
Vaciar la ciudad, dejando solo un inmenso espacio lleno de huellas: lo que en principio solo era pura racionalidad práctica (fotografiar los espacios al alba, cómodamente, cuando la ciudad todavía no ha despertado y sus habitantes no pululan por avenidas, calles y plazas) se convierte en seguida en ontología: la esencia de la ciudad vacía en su condición de receptáculo.
No en balde se ha comparado ciertas fotos de Atget con las de un lugar del crimen. ¿Pero no es cada rincón de nuestras ciudades un lugar del crimen?; ¿no es un criminal cada transeúnte? ¿No debe el fotógrafo —descendiente del augur y del arúspice— descubrir la culpa en sus imágenes y señalar al culpable?3
De repente, la intuición de Benjamin descubre lo más revelador del trabajo fotográfico de Atget: la ciudad como el espacio de un crimen en el que cada vestigio es una prueba incriminatoria, efecto de una causa buscada, producto de una acción transformadora. Así pues, la fotografía como lectura de la ciudad y de los procesos urbanos de modernización, en toda su complejidad prismática (historiográfica, higienizadora, policial, especulativa, turística) y, a la vez, como relato visual articulado a partir de esa misma ciudad y construido sobre ella, como un palimpsesto.
De este modo, Atget acaba produciendo, realmente, una cantidad hiperbólica de fotografías en comparación con los estándares de la época, como si el sentido de lo que se busca solo pudiese surgir a partir de la acumulación. Sin embargo, trabaja sobre todo a partir del archivo preexistente, forjado por la ingente cantidad de imágenes de París que los fotógrafos han producido durante la segunda mitad del siglo XIX, en los mismos espacios a los que Atget regresa, pero con la voluntad de volver a analizar las mismas huellas y los mismos vestigios, para fijarse ahora en lo que ha quedado desatendido e incluso descartado y, así, renovar la mirada, descubrir otra densidad, articular otro relato y producir un nuevo archivo.
Y ya que se trata de un crimen, no parece inadecuado dejarse guiar por la figura del detective, un personaje caracterizado por la indiscreción y una cierta impertinencia. Por otro lado, es una figura muy querida por Siegfried Kracauer, contemporáneo y colega de Benjamin, uno de los grandes teóricos de la modernidad, y no por azar autor de Der Detektiv- Roman,4 texto extremadamente estimulante que descubría en el detective a aquel que revela el secreto oculto, desaparecido en la cotidianeidad urbana y, en la novela policiaca, el único capaz de descubrir el secreto de una sociedad que ya se ha vuelto irreal y de sus insustanciales marionetas. En el escenario del crimen en que convierte el espacio urbano de París, Atget puede considerarse su primer detective visual: también él se dedica a la lectura de indicios, a partir de imágenes surgidas de otras imágenes, multiplicando los detalles y fragmentado una unidad, a partir de entonces definitivamente perdida. La ciudad como jeroglífico: Atget consiguió formularlo visualmente en estos términos antes que Kracauer y Benjamin lo hicieran explícito con palabras.
También podemos hablar de la operación Atget en términos metafísicos si nos atenemos a la figura del moribundo en la célebre fábula de Georg Simmel, publicada en 1911:
Un campesino moribundo explica a sus hijos que, en su campo, hay un tesoro enterrado. Después de escuchar a su padre, los hijos se fueron a cavar y removieron profundamente el campo de cabo a rabo, sin encontrar el tesoro. Sin embargo, al año siguiente, el campo triplicó su cosecha. Esto simboliza la línea aquí señalada en la metafísica. No encontraremos el tesoro, pero el mundo, que hemos removido, dará tres veces más fruto.
Este es, también, uno de los gestos que recorre la obra fotográfica de Joan Fontcuberta desde sus inicios. No es el Fontcuberta más conocido, pero ahí está, también, junto a otras aventuras. Con veinte años, Fontcuberta fotografió el ambiente ente bambalinas y en la sala de El Molino, desde la calle hasta la barra, en pleno cambio de régimen, a mediados de la década de 1970, en una cartografía visual del deseo, exhibicionista y voyeurístico, que intentaba escabullirse de la represión y flirtear con los límites de las costumbres sociales. El resultado, analizado de forma retrospectiva, ofrece una mirada agridulce, teñida de una triste alegría y, quizá, de una amarga jovialidad, sobre un periodo histórico, aunque mitificado, cuyas mutaciones públicas han quedado fijadas por la fotografía documental de la época, sin atender, como hizo Fontcuberta, a las inquietantes continuidades del deseo reprimido en su aparición pública. Las imágenes, en realidad, no circularon hasta cuarenta años después en forma de libro, A chupar del bote, firmado por un heterónimo de Fontcuberta: Ximo Berenguer. Sin embar...
Índice
- Cubierta
- Título
- Créditos
- Índice
- Fotografía: los tiempos y las sustancias Joan Fontcuberta
- Los pliegues de la mirada A propósito de Joan Fontcuberta Xavier Antich