El autobús perdido
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El autobús perdido

John Steinbeck, Federico Corriente, Antón Corriente

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El autobús perdido

John Steinbeck, Federico Corriente, Antón Corriente

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John Steinbeck escribió esta novela justo después de su gran éxito Las uvas de la ira. Narra el accidentado viaje de un autobús rural entre las poblaciones de Rebel Corners y San Juan de la Cruz, en California, al término de la Segunda Guerra Mundial. Es un magistral retrato de personajes y en un acerado estudio sobre los problemas centrales de todos los hombres en todas las épocas: la familia, el sexo, el amor, las ambiciones, las frustraciones y los anhelos… Esta obra se aleja del sentimentalismo y la autocomplacencia. Es un viaje interior hacia el corazón de unos viajeros perdidos en la decepción del sueño americano. El autobús perdido contiene algunos de los grandes temas clásicos dentro de la obra narrativa del premio Nobel de Literatura John Steinbeck.

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Información

Año
2021
ISBN
9788418451362
Categoría
Literatura

CAPÍTULO 1

A sesenta y siete kilómetros al sur de San Ysidro, yendo por una gran carretera que va de norte a sur en California, se llega a un cruce de caminos que desde hace unos ochenta años recibe el nombre de Rebel Corners. De aquí sale hacia el oeste y en ángulo recto una carretera rural que, pasados setenta y ocho kilómetros, enlaza con otra carretera de norte a sur que va desde San Francisco a Los Ángeles y, por supuesto, a Hollywood. Todo aquel que quiera ir desde el valle del interior hacia la costa en esta parte del estado tiene que tomar la carretera que arranca de Rebel Corners, va serpenteando entre montes y algo de desierto y atraviesa tierras de labranza y montañas hasta que, por fin, alcanza la carretera costera, justo en plena ciudad de San Juan de la Cruz.
Rebel Corners recibió su nombre en 1862. Se cuenta que una familia, de apellido Blanken, tenía una herrería en el cruce de caminos. Los Blanken y sus yernos eran paisanos de Kentucky, pobres, ignorantes, orgullosos y violentos. Como no poseían muebles ni propiedades, vinieron del este con lo que tenían: sus prejuicios y su política. No eran dueños de esclavos, pero aun así estaban dispuestos a vender caras sus vidas en defensa del libre derecho a poseerlos. Al comenzar la guerra, los Blanken hablaron de volver a atravesar el inconmensurable oeste para luchar por la Confederación, pero el camino era muy largo, lo habían recorrido ya una vez y estaba demasiado lejos. Y así fue como, en una California en la que predominaba el apoyo al norte, los Blanken llevaron a cabo su propia secesión de ciento sesenta acres y un taller de herrería, separándose de la Unión e integrando Blanken Corners en la Confederación. También se dice que cavaron trincheras y abrieron vanos estrechos para los rifles en los muros del taller, con el fin de defender aquel islote rebelde de los odiados yanquis. A todo esto, los yanquis, que en su mayoría eran mexicanos, alemanes, irlandeses y chinos, lejos de atacar a los Blanken, se sentían más bien orgullosos de ellos. Los Blanken nunca habían vivido tan bien, pues el enemigo les traía pollos, huevos y salchichas de cerdo en época de matanza, gracias a que todo el mundo pensaba que, sin reparar en la causa, semejante valor merecía un reconocimiento. El lugar recibió el nombre de Rebel Corners y lo ha conservado hasta hoy.
Después de la guerra los Blanken se volvieron vagos, llenos de odios y agravios, y surgieron pleitos entre ellos, como sucede con todas las naciones derrotadas, de modo que al evaporarse con el fin de la guerra el orgullo que inspiraban, la gente dejó de llevarles los caballos a herrar y los arados para cambiarles la punta. Al final, lo que no pudieron hacer los ejércitos de la Unión por la fuerza de las armas lo hizo el First National Bank of San Ysidro extinguiendo su derecho a redimir la hipoteca.
Ahora, cosa de ochenta años después, nadie recuerda gran cosa de los Blanken salvo que eran gente muy orgullosa y muy desagradable. A lo largo de los años siguientes la propiedad cambió de manos muchas veces antes de ser incorporada al imperio de un magnate de la prensa. La herrería ardió, fue reconstruida y volvió a arder, y lo que quedó fue convertido primero en taller mecánico con surtidores de gasolina, luego en tienda-restaurante-taller y además estación de servicio. Cuando Juan Chicoy y su mujer lo compraron y obtuvieron la licencia para hacerse cargo de un servicio de transporte público entre Rebel Corners y San Juan de la Cruz, se convirtió en todas esas cosas, y por añadidura, en estación de autobuses.
Los rebeldes Blanken, por la vía del orgullo y de una facilidad para darse por ofendidos que constituye la piedra de toque de la ignorancia y la pereza, desaparecieron de la faz de la Tierra, y nadie recuerda qué aspecto tenían. Rebel Corners, sin embargo, es bien conocido, y a los Chicoy se los quiere bien.
Detrás de los surtidores de gasolina había un pequeño comedor con una barra y banquetas fijas redondas, así como tres mesas para aquellos que quisieran comer con algo más de ceremonia. Estas no se usaban a menudo, pues la costumbre era dejar propina a la señora Chicoy si le servía a uno en la mesa, y no dejarla si lo hacía en la barra. En el primer estante tras la barra había bollos dulces, caracolas y rosquillas; en el segundo, sopas enlatadas, naranjas y plátanos; en el tercero, cajas individuales de copos de maíz, de arroz, Grape-Nuts y otros cereales maltratados. En uno de los extremos, detrás de la barra, había una plancha; al lado de la plancha, un fregadero, grifos de cerveza y soda junto a este, recipientes de helado junto a los grifos, y sobre la barra misma, entre los servilleteros, las ranuras para las monedas de la gramola, la sal, la pimienta y el kétchup, estaban a la vista los pasteles bajo grandes cubiertas de plástico. Las paredes, donde les quedaba espacio libre, estaban abundantemente decoradas con calendarios y carteles que mostraban a unas chicas radiantes e inverosímiles con pechos enormes y sin caderas, rubias, morenas y pelirrojas, pero todas con el mismo busto muy desarrollado, de modo que un visitante de otra especie quizá dedujera a partir de las obsesiones del artista que la capacidad de procreación residía en las glándulas mamarias.
Alice Chicoy, es decir, la señora de Juan Chicoy, que se afanaba entre aquellas chicas deslumbrantes, tenía las caderas anchas, el pecho caído y caminaba bien erguida sobre los talones. No sentía celos en absoluto de las chicas de los calendarios y de la Coca-Cola. Nunca había visto a ninguna que se les pareciera, y no creía que nadie más hubiera visto tal cosa. Freía sus huevos y hamburguesas, calentaba sus sopas de lata, tiraba cerveza, sacaba helado con su cuchara de helado, y antes de que se hiciera de noche le dolían los pies, cosa que le ponía irritable y de mal humor. Según iba pasando el día, se le iban aflojando los rizos planchados del pelo, de manera que le colgaba húmedo y grasiento sobre la cara; primero lo apartaba con la mano, para luego acabar soplando para quitárselo de los ojos.
Junto al comedor había un garaje reconvertido a partir del último de los talleres de herrería, con el techo y las vigas todavía ennegrecidos por el hollín de la antigua fragua, y era aquí donde oficiaba Juan Chicoy cuando no conducía el autobús entre Rebel Corners y San Juan de la Cruz. Era un hombre bien plantado, Juan Chicoy, medio mexicano y medio irlandés, rondando los cincuenta años de edad, con unos ojos negros de mirada penetrante, una buena mata de pelo y un rostro moreno y hermoso. La señora Chicoy estaba locamente enamorada de él, y también le temía un poco, pues era un hombre, y hombres no había muchos, como tenía comprobado Alice Chicoy. Hombres no hay muchos en ninguna parte del mundo, como comprueba todo el mundo tarde o temprano.
En el garaje, Juan Chicoy arreglaba neumáticos pinchados, sacaba el aire que bloqueaba los conductos del combustible, limpiaba el polvo duro como el diamante de los carburadores atascados, colocaba diafragmas nuevos en bombas de gasolina con forma de tubérculo y hacía todas esas pequeñas cosas de las que el público aficionado al mundo del motor no sabe nada en absoluto. A estas cosas se dedicaba salvo entre las diez y media y las cuatro; era durante ese tiempo cuando conducía el autobús, llevando a San Juan de la Cruz a los pasajeros que dejaban en Rebel Corners los grandes autobuses Greyhound y trayéndolos de vuelta desde San Juan de la Cruz a Rebel Corners. Aquí los recogía el Greyhound que salía hacia el norte a las cuatro y cincuenta y seis minutos, o bien el que iba al sur a las cinco y diecisiete.
Durante las ausencias del señor Chicoy por estar de ruta, de sus tareas en el garaje se iban encargando una serie de mozos precoces o jóvenes inmaduros, que venían a ser más o menos aprendices. Ninguno de ellos duraba mucho. Los clientes desprevenidos que llegaban con el carburador sucio no podían imaginar el destrozo que dichos aprendices eran capaces de hacerle a un carburador, y mientras que el propio Juan Chicoy era un mecánico magnífico, sus aprendices solían ser adolescentes gallitos que pasaban el rato entre una y otra faena metiendo monedas en la gramola del comedor y armando trifulcas de poca monta con Alice Chicoy. Estos jóvenes se veían llamados constantemente a la búsqueda de oportunidades, que los atraía siempre hacia el sur, a Los Ángeles y, cómo no, a Hollywood, donde con el tiempo acabarán por congregarse todos los adolescentes del planeta.
Tras el taller había dos pequeñas casetas anexas con enrejados, en una de las cuales se leía «Caballeros» y en la otra «Señoras». A cada una de ellas se llegaba por un sendero, uno de los cuales rodeaba el taller por la derecha, y el otro, por la izquierda.
Lo que definía a Corners y hacía que fuera visible a kilómetros de distancia entre los campos de cultivo eran los grandes robles americanos que crecían junto al taller y el restaurante. Altos y gráciles, con troncos y miembros negros, de un verde vivo en verano, negros e inquietantes en invierno, estos robles eran todo un hito en el valle extenso y llano. Nadie sabe si fueron los Blanken quienes los plantaron o si simplemente se asentaron junto a ellos. Lo último parece más lógico, en primer lugar, porque no consta que los Blanken plantaran nada que no se pudieran comer, y segundo, porque los árboles parecían de una edad superior a los ochenta y cinco años. Quizá tuvieran doscientos. Por otra parte, quizá sus raíces se encontraban sobre algún pozo subterráneo, lo cual haría que alcanzaran rápidamente un gran tamaño en aquella tierra semidesértica.
Estos grandes árboles daban sombra a la estación de servicio en verano, así que los viajeros aparcaban debajo de ellos, almorzaban y enfriaban sus motores recalentados. La estación de servicio en sí también era agradable, pintada en tonos vivos del verde y el rojo, con una ancha hilera de geranios que rodeaba por completo el restaurante, geranios rojos y hojas de un verde intenso, densas como un seto. La gravilla blanca que había delante y alrededor de los surtidores se rastrillaba y regaba a diario. En el restaurante y en el taller había método y orden. Por ejemplo, en los estantes del restaurante, las sopas enlatadas, las cajas de cereales y hasta los pomelos estaban dispuestos en pequeñas pirámides, cuatro en el nivel inferior, luego tres, luego dos y uno en equilibrio en la parte superior. Lo mismo se podía decir de las latas de aceite del taller, y las correas de ventilador colgaban ordenadamente de sus clavos, dispuestas según su tamaño. Era un lugar muy bien cuidado. Las ventanas del restaurante estaban protegidas contra las moscas, y la puerta mosquitera se cerraba de un golpe cada vez que entraba o salía alguien. Y es que Alice Chicoy odiaba a las moscas. En un mundo que a Alice no le resultaba fácil de soportar ni comprender, las moscas eran la última y malévola cruz con la que tenía que cargar. Las aborrecía con un odio cruel, y la muerte de una mosca de un golpe de matamoscas, o el que se ahogara lentamente en la capa viscosa de una trampa de papel, era algo que le producía un placer exaltado.
Al igual que Juan solía contar con una serie de aprendices para ayudarle en el taller, Alice contrataba a una serie de chicas para que la ayudaran en el comedor. Estas chicas desgarbadas, románticas y poco agraciadas —las guapas solían marcharse con algún cliente a los pocos días— no parecían contribuir gran cosa en lo que se refiere al trabajo. Extendían la suciedad por todas partes con la ayuda de trapos húmedos y se dedicaban a soñar despiertas mientras hojeaban revistas de cine y suspiraban junto a la gramola. A la más reciente de ellas se le enrojecían los ojos y se acatarraba a menudo. Se dedicaba a escribir cartas largas y apasionadas a Clark Gable. Para Alice Chicoy, todas ellas eran sospechosas de dejar entrar a las moscas. Norma, la recién llegada, había tenido que sufrir muchas veces la lengua viperina de Alice Chicoy a cuenta de las moscas.
La rutina de la mañana en Corners era invariable. Con las primeras luces del día o, en invierno, antes incluso, se encendían las luces del comedor y Alice ponía en marcha la cafetera (una gran efigie plateada, como una especie de divinidad, que en algún futuro periodo arqueológico podría acabar expuesta como objeto de culto de la raza de los barrófilos, que precedieron a los atomitas, quienes, por alguna razón desconocida, desaparecieron de la faz de la Tierra). El restaurante ya estaba acogedor y agradable para cuando llegaban cansinos los primeros camioneros a desayunar. Luego llegaban los vendedores, que se apresuraban hacia las ciudades del sur a oscuras para poder disponer de una jornada de trabajo completa. Los vendedores siempre se fijaban en los camiones y paraban, pues está muy extendida la creencia de que los camioneros son grandes entendidos en materia de café y comidas en la carretera. Una vez había salido el sol, llegaban los primeros turistas en sus propios coches para desayunar y conseguir información sobre sus rutas.
A Norma no le interesaban demasiado los turistas que llegaban del norte, pero los que venían del sur, o los que llegaban por el atajo desde San Juan de la Cruz y que podían haber estado en Hollywood le fascinaban. En cuatro meses, Norma había conocido en persona a quince visitantes que habían estado en Hollywood, a cinco que habían estado en un plató y a dos personas que habían visto a Clark Gable cara a cara. Inspirada por las dos últimas, que llegaron muy seguidas, escribió una carta de doce páginas que comenzaba «Querido señor Gable» y terminaba «Con amor, una amiga». A menudo le estremecía la idea de que el señor Gable pudiera enterarse de que la había escrito.
Norma era una chica fiel. Que fueran otras, las tontilocas con la cabeza a pájaros, las que se dedicaran a perseguir a los advenedizos, a los Sinatra, los Van Johnson, los Sonny Tufts. Incluso durante la guerra, época en la que no se rodaron películas de Gable, Norma se había mantenido fiel y había mantenido vivo su sueño con una foto en color del señor Gable en traje de piloto y con dos cintos de munición del calibre 50 sobre los hombros.
A menudo se burlaba de Sonny Tufts. A ella le gustaban los hombres mayores de rostro interesante. A veces, mientras pasaba el trapo húmedo de aquí para allá sobre el mostrador, sus ojos soñadores quedaban fijos sobre la puerta mosquitera, sus párpados caían poco a poco y se quedaba un momento con los ojos cerrados. Entonces se podía estar seguro de que en el jardín secreto de su mente, Gable acababa de entrar en el restaurante, había perdido el aliento al verla y se había quedado ahí plantado, con la boca ligeramente entreabierta y, en sus ojos, la certeza de que estaba ante la mujer de su vida. Y a su alrededor, las moscas entraban y salían con impunidad.
Nunca fue más allá de eso. Norma era demasiado tímida. Además, no sabía cómo manejarse en casos semejantes. De hecho, para ella la seducción había consistido en una serie de combates de lucha libre en el asiento trasero de un coche con el objeto de conservar la ropa. Hasta el momento había ganado a base de pura concentración. Estaba convencida de que el señor Gable no solo no haría ese tipo de cosas, sino que tampoco le harían gracia si oyera hablar de ellas.
Norma llevaba la ropa de trab...

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