MUMMY
Se llamaba Stella Jackson, pero todos la llamaban Mummy. Era una mujer de mediana edad y estatura normal, cuyo marido, Jackson, había fallecido en la Segunda Guerra Mundial, por lo que hacía cerca de diez años que ella recibía una pensión de viudedad.
No sé ni cómo llegó a Puna ni desde cuándo vivía allí. En realidad, nunca intenté averiguar nada acerca de su vida. Era una mujer tan interesante que, una vez que se la conocía, todo aquello que no fuera ella misma perdía todo interés. Ni siquiera hacía falta saber quién se relacionaba con ella, ya que estaba ligada a cada partícula de polvo de Puna. Quizás exagere un poco, pero para mí Puna es esa Puna y sus partículas, cada una de sus partículas a las que están unidos mis recuerdos…, y la extraña personalidad de Mummy se hallaba presente en cada uno de ellos.
La primera vez que la vi fue precisamente en aquella ciudad. Yo soy una persona tremendamente vaga, a pesar de lo cual me apasiona viajar. Al oírme pensará usted que estoy a punto de partir a la conquista del Kanchenyunga, del Himalaya o algo por el estilo. Podría ser, pero lo más probable es que tras conquistarlos decidiera quedarme allí.
No sé desde cuándo vivía yo en Bombay. Quizás se haga usted una idea si le digo que cuando fui a Puna mi mujer vino conmigo y hacía unos cuatro años que había muerto nuestro hijo. Durante ese tiempo…, espere que saque cuentas…, digamos que llevaba unos ocho años en Bombay. A pesar de ello, durante todo ese período no había tenido oportunidad de visitar los jardines Victoria ni el museo. El hecho de que me dispusiera a ir a Puna fue algo totalmente fortuito. Me había enfadado por una tontería con los dueños de la compañía cinematográfica para la que trabajaba, y, aprovechando que la ciudad estaba cerca y que en ella tenía algunos amigos, decidí ir allí para olvidarme del asunto.
Debía ir a Parbhat Nagar, donde vivía un antiguo compañero que también trabajaba en el mundo del cine. Al salir de la estación, me dijeron que estaba bastante lejos, pero ya habíamos cogido un tonga. A mí los vehículos lentos me exasperan, pero, dado que había ido allí para olvidar mi enojo, no tenía ninguna prisa en llegar a Parbhat Nagar. Era un tonga terrible, mucho peor que los de Aligarh. Uno corría constantemente el peligro de caerse. Cuando tras varios rodeos conseguimos a duras penas atravesar el mercado, comencé a preocuparme y le pregunté a mi mujer qué podíamos hacer. Ella me dijo que el sol era demasiado intenso y que los otros tongas que veía eran del mismo estilo. Además, si dejábamos el vehículo, tendríamos que andar, lo cual, claro está, era bastante peor que ir en tonga. No me pareció bien contrariarla…, y la verdad es que el sol era realmente fuerte.
Cuando no habríamos recorrido ni un kilómetro, pasó junto a nosotros otro tonga tan ridículo como el nuestro al que miré sin prestar demasiada atención, pero de repente oí a alguien gritar:
—¡Eh, Manto, pedazo de animal!
Me quedé sorprendido. Era Chadda, que iba sentado junto a una señora decrépita. Mi primera reacción fue de inmensa tristeza al pensar qué había sido de su buen gusto para que fuera con semejante alhaja. En ese momento fui incapaz de hacerme una idea de la edad de aquella mujer, pero pude ver claramente sus arrugas incluso a través de las capas de cremas y colorete que llevaba. Lucía un maquillaje tan chillón que hacía daño a la vista.
Hacía tiempo que no veía a mi buen amigo Chadda. Sin duda, a su llamada de «¡Eh, Manto, pedazo de animal!», en otras circunstancias, habría respondido con alguna expresión similar, pero, al verlo en compañía de esa señora, no me sentí con confianza para hacerlo.
Le dije al conductor que parara, y lo mismo hizo mi amigo con su cochero. A continuación se dirigió a la mujer que estaba con él y le dijo en inglés:
—Mummy! Just a minute!
Tras bajar del tonga de un salto, extendió la mano hacia mí y me preguntó:
—Pero…, pero ¿qué haces tú aquí?
Tras lo cual, con toda confianza, le dio la mano a mi mujer, que es una persona extremadamente formal, y le dijo:
—¡Bhabi Yan, es increíble! ¡Por fin ha conseguido arrastrar a este haragán y traerlo hasta aquí!
Le pregunté:
—¿Adónde vas?
Él me respondió con gran agitación:
—Tengo algo que hacer. Mira, haz una cosa. —Y de repente, volviéndose a mi cochero, le dijo—: Todo recto. Lleva a los señores a nuestra casa y no les cobres nada. —Tras decir esto, se volvió a mí y me dijo en tono irrebatible—: Ve a mi casa. Allí estará mi criado. Por lo demás, haz lo que quieras.
Y de un salto se subió a su tonga y se volvió a sentar al lado de aquella vieja a la que había llamado Mummy, apelativo este que no solo me procuró cierta tranquilidad, sino que se podría decir que aligeró bastante el peso que sentí sobre mis espaldas al verlos a los dos juntos.
Su tonga comenzó a andar, y nuestro cochero, sin necesidad de decirle nada, recorrió unos tres o cuatro kilómetros, tras los cuales se detuvo junto a un bungalow con aspecto de oficina de correos, se bajó y dijo:
—Vamos, señor.
Yo le pregunté:
—¿Adónde?
Me respondió:
—Esta es la casa del señor Chadda.
—¡Ah!
Dirigí a mi mujer una mirada inquisitiva, y ella, con la expresión de su rostro, me indicó que no tenía el menor interés en ir a casa de Chadda. En realidad, tampoco tenía el más mínimo interés en ir a Puna, ya que estaba segura de que allí me iba a encontrar con amigos aficionados a la bebida y de que, como ya contaba con la excusa de relajarme un poco, me pasaría los días y las noches en su compañía. Bajé del tonga, cogí una maleta pequeña que teníamos y le dije:
—Vamos.
Probablemente por mi actitud se dio cuenta de que no habría manera de hacerme cambiar de opinión, de modo que me siguió sin poner objeción alguna.
Era una casa muy corriente. Parecía como si el Ejército hubiera mandado construir ese pequeño bungalow para utilizarlo temporalmente y, al cabo de un tiempo de estar allí, se hubiera marchado. Estaba muy mal terminada, y tenía muchos desconchones de pintura. El interior de la casa era exactamente el que se podía esperar de un soltero descuidado que trabajara como actor de cine en ese tipo de compañías en las que pagan cada tres meses y a plazos.
Me di cuenta de que en este ambiente tan desolado una mujer casada se sentiría incómoda y sofocada, por lo que decidí que en cuanto viniera Chadda nos iríamos con él a Parbhat Nagar, donde vivía mi compañero con su mujer y sus hijos, y allí mi mujer aguantaría al menos dos o tres días.
El criado también era un tipo bastante descuidado. Al entrar en la casa, vi que todas las puertas estaban abiertas, pero él no estaba. Cuando llegó, nuestra presencia no le sorprendió lo más mínimo, c...