Storytelling
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Cómo contar tu historia para que el mundo quiera escucharla

Bobette Buster

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Cómo contar tu historia para que el mundo quiera escucharla

Bobette Buster

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Información del libro

Un libro sobre storytelling, el arte de narrar. Con consejos y ejercicios prácticos descubrirás cómo elaborar una historia excelente con un núcleo emocional que conecte con el mundo.

« El universo está hecho de historias, no de átomos. »Muriel Rukeyser

El mundo de hoy quiere conocerte y descubrir la verdadera historia de por qué haces lo que haces. Ya sea que tengas un producto que vender, la misión de una empresa que compartir o un público al que entretener, es mucho más probable que las personas se involucren y conecten contigo si les ofreces una historia bien elaborada con un núcleo emocional.

Bobette Buster es guionista y colabora como asesora con las principales productoras cinematográficas, incluidas Pixar, Disney y Sony Animation. En Storytelling nos enseña el arte de contar historias poderosas y atractivas. A través de los relatos de emprendedores, activistas, visionarios y líderes, comparte una variedad de estilos y temas para demostrar los diez principios del storytelling que te permitirán descubrir:

• Cómo generar, estructurar y dar forma a tu historia

• El poder del "detalle resplandeciente"

• Por qué la conexión emocional es clave

Con consejos y ejercicios prácticos, descubrirás cómo hacer de una buena historia una historia excelente.

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Información

Editorial
K?an Libros
Año
2020
ISBN
9788418223068

1
El oficio

Kipling, uno de los grandes maestros de la narración, sabía bien que los relatos necesitan una estructura básica que responda a las preguntas fundamentales del qué, el cuándo, el dónde, el cómo y el por qué. Esta estructura es la leche materna de los periodistas. Como diría con voz seca el sargento Joe Friday en la serie televisiva Dragnet: «Los hechos señora, limítese a los hechos». Sin embargo, Kipling también sabía que lo que establece la conexión emocional entre el interlocutor y el relato se encuentra detrás de los hechos. Este dato es vital a la hora de relatar una buena historia. Yo lo denomino la historia tras la historia.
 
Antes de entrar en materia, hablemos un momento de la escucha. Como el poeta trascendentalista estadounidense del siglo XIX Ralph Waldo Emerson observó con perspicacia, la gente dice siempre lo que piensa, lo sepa o no. Si escuchamos, nos daremos cuenta de ello. Nos pasamos la vida haciendo públicos nuestras actitudes y pensamientos más íntimos, y regalando nuestros puntos de vista sin darnos cuenta. Por eso el aprendizaje del arte del storytelling es tan importante. Nos enseña a saber qué decir y qué no decir (o qué no revelar).
Durante mis veinte años de trabajo como profesora, lo que más he hecho ha sido escuchar. Suelo empezar mis clases proponiendo a los alumnos que me cuenten, a mí y al resto de la clase, algo de sí mismos que de otra forma no podríamos saber. Los primeros dos o tres voluntarios suelen contar una anécdota sencilla. Nada demasiado revelador. Se ríen, están nerviosos y algo avergonzados, como el resto de sus compañeros. La clase entera comparte su incomodidad. Yo, mientras tanto, me limito a escuchar. Observo su nerviosismo y su reticencia. Me pregunto por qué han elegido contar algo de esa época particular de su vida. Después paso a escuchar lo que no dicen para tratar de encontrar la verdadera historia.
Normalmente les hago un par de preguntas. Entonces es cuando comienza la historia real. A partir de ahí, los asistentes están impacientes por participar. Las historias se vuelven más intensas y profundas. Todos necesitamos que nos escuchen. Todos tenemos una historia que contar.
Por ejemplo, un día un estudiante relató despreocupadamente un «interesante viaje» a Israel que hizo justo después de divorciarse. Narró casi con indiferencia su paso por Jerusalén y Cisjordania. Cuando terminó, le pregunté por qué había elegido visitar Jerusalén cuando estaba recién divorciado. En la clase se hizo el silencio. Conteniendo las lágrimas, respondió que su matrimonio se había roto después de quince años y que si lo pensaba bien aquel viaje había sido una especie de búsqueda espiritual.
Siempre digo a mis estudiantes que mi intención no es entrometerme en sus vidas ni facilitar un momento de unión grupal al estilo de la New Age californiana. Muy al contrario, estoy esperando el «momento umbral». Todos llegamos a umbrales. La cuestión es qué hacer una vez allí. ¿Nos quedamos petrificados? ¿Nos bloqueamos? ¿Tratamos de huir? ¿O más bien nos enfrentamos a nuestros miedos, nos armamos de valor y nos arrojamos al «fuego purificador»?
Otro estudiante, un atractivo joven que rondaba la treintena, contó que había sido jugador de rugby profesional pero que había tenido que abandonar a causa de una lesión. La clase escuchaba en silencio. Era un relato emocionante. Alguien entre nosotros había sido una estrella, aunque solo fuera una estrella fugaz en una enorme galaxia... Mientras tanto, yo observaba su lenguaje corporal y su forma de mirar al infinito cuando hablaba. Cuando terminó, me limité a preguntarle qué sentía por haber tenido que abandonar aquel tipo de vida y un deporte que llevaba practicando desde pequeño. Una vez más, los ojos se le llenaron de lágrimas. «Lo conseguí... Conseguí jugar en la Liga Profesional», dijo en voz baja. No pudo decir mucho más, pero sus largos años de esfuerzo y sus sueños rotos se hicieron intensamente presentes.
También recuerdo a una encantadora estudiante de Sri Lanka llamada Maya que me esperaba impaciente al final de una clase en Ronda, en la provincia de Málaga. Había sido alumna mía el año anterior. Su curso terminó el 15 de diciembre de 2004. Al día siguiente tomó un avión de vuelta a casa para pasar las vacaciones de Navidad. El 26 de diciembre fue a la playa en moto con dos amigas. Estaban cruzando por un istmo a un islote de la costa cuando de pronto se oyó un ruido ensordecedor. El enorme tsunami se les echaba encima por ambos lados destruyéndolo todo a su paso. Trataron de huir, pero las enormes olas no tardaron en darles alcance. Se agarraron unas a otras. Maya me contó que en aquel momento recordó la lección de vida sobre la sabiduría del storytelling que yo le había enseñado la semana anterior: que hay que aprender a reconocer el poder de la metanarrativa en la que se enmarca nuestra vida, y que en algún momento no tendremos más remedio que «dejarnos llevar» y permitir que la transformación tenga lugar. Por alguna razón, Maya se dejó llevar y la ola las arrastró a tierra a las tres. Cuando bajó el nivel del agua, estaban rodeadas de destrucción, basura y muerte, completamente turbadas y conmovidas.
Como decía antes, el objetivo de mis preguntas no es conducir a los estudiantes a un momento de terapia de grupo. Lo que pretendo es que tomen conciencia de su papel en el gran relato dentro del cual se enmarca su vida.
Todos somos parte de una gran historia. Hay una narrativa en perpetuo funcionamiento, constantemente cincelada y transformada por nuestras decisiones vitales. El storytelling nos proporciona una lente con la que observarlas con mayor claridad. Nos da perspectiva. Esa claridad nos permite tomar las riendas de nuestro destino. No somos víctimas arrastradas de aquí para allá a merced de los acontecimientos. Tenemos la capacidad de reconocer objetivamente las decisiones que necesitamos tomar. Podemos descargar nuestras frustraciones, salir de la confusión, incluso destejer un entramado de mentiras. Para ello solo necesitamos hallar nuestro lugar en una narración mucho mayor que podremos controlar de manera consciente una vez abramos los ojos. Las historias revelan nuestro verdadero carácter o lo transforman igual que se elimina la escoria en el proceso de refinado del oro.
 
De niña tuve la suerte de crecer escuchando a los mejores narradores del lugar donde nací. De hecho, yo misma procedo de una larga línea de narradores. El fundador de mi familia fue un patriota de la guerra de Independencia que luchó con Washington en Valley Forge y que se asentó en Kentucky cuando al finalizar el conflicto a los soldados se les concedieron terrenos. Allí construyó su granja, en un otero que había pertenecido a los cheroquis (debajo de la casa desenterramos objetos de barro y miles de puntas de flecha). Veinte familias se asentaron en aquella zona agreste y montañosa en las estribaciones de los Apalaches. Acabaron por convertirse en la aristocrática comunidad rural de Creelsboro. Al pueblo solo se accedía en barco, a través de barrancos resecos o por las sendas de los búfalos, antiguos caminos abiertos en la espesura. Mis antepasados compraron esclavos que talaron los árboles milenarios. En algún momento, mucho antes de la guerra civil, los liberaron y les dieron tierras en los valles que hay por encima de nuestra granja.
Alrededor de los veinte años, obtuve una beca para recopilar la historia oral de aquel remoto y aislado valle habitado por las mismas familias desde hacía más de 150 años. Quería registrar las historias de mis mayores antes de que murieran.
Solo conseguí encontrar una mujer afroamericana, una anciana llamada Luella, que era además descendiente de los esclavos de mi familia. Luella me contó muchas historias de su niñez en Creelsboro, entre otras la de que, a los noventa y cuatro años, su abuela había sido testigo de la partida de los últimos cheroquis. Se internaron en la niebla del río por la senda de los búfalos y no se volvió a saber de ellos. Le pedí que me hablara de su infancia en aquel remoto e inaccesible valle fluvial, pero ella captó rápidamente lo que en realidad le estaba preguntando. La pregunta que no tenía el coraje de hacerle era cómo había sido la vida de una joven de color en una comunidad completamente blanca. Se encogió de hombros, cruzó las manos en el regazo y respondió con absoluta dignidad: «Le voy a decir una cosa. Nunca reparé en el color de mi piel hasta que me mudé».
Fue entonces cuando descubrí que mi familia pertenecía a los pioneros del abolicionismo. Cuando le pregunté al respecto a mi tía bisabuela Margie, nacida en 1898, respondió ofendida: «Ni se nos habría ocurrido llamar la atención sobre lo que hacíamos o sobre nuestras ideas políticas. Aquí hacíamos las cosas a nuestra manera. En Creelsboro todos éramos iguales».
De no haberme lanzado a la caza de historias nunca me habría enterado de estas cosas.
Si me concedieron la beca fue porque la Biblioteca del Congreso de los EE.UU. se dio cuenta de que la historia oral era un género artístico original estadounidense que estaba a punto de desaparecer. Durante el proceso de registro de aquella memoria histórica en peligro de extinción, descubrí algo completamente nuevo. Me había embarcado en una especie de mágico viaje en el tiempo gracias a la lírica, el ingenio y el ritmo de los expertos narradores que yacían ocultos en las estribaciones de los Apalaches como diamantes en el carbón. Mi herencia cultural me llenó de orgullo y descubrí que las historias son la argamasa de la vida. En el pueblo de mi familia había que contar al menos una al día. Eran mucho más que un simple tema de conversación. Eran el iPod y las redes sociales de la época. La gente competía por narrar el mejor relato. Aquel terreno agreste y aquella constante competencia produjeron una verdadera cosecha de joyas del storytelling.
Me doy cuenta ahora de que el storytelling era ubicuo. Lo practicaban mis abuelos, mis tíos y tías, mis padres, profesores, vecinos, el cura del pueblo y los tenderos de la plaza. Cuando alguien llegaba a una casa se le ofrecía un trozo de pastel y una taza de café. A partir de ahí las historias se encadenaban unas con otras. «Eso me recuerda a aquella vez que...», decía alguien. Recuerdo que siendo muy pequeña, cuando caía la noche y me mandaban a la cama, mi madre me encontraba horas después dormida al pie de la escalera con la cabeza apoyada contra la puerta. Había estado escuchando tanto rato como había podido.
Años después recorrería la región en una especie de peregrinaje, recogiendo las historias de una época que se desvanecía ante mis ojos. Después de entregar las grabaciones al archivo del Museo de Kentucky, me mudé al verdadero corazón de Hollywood: el reino de la creación de guiones cinematográficos. Allí descubrí a mi tribu. No tardé en darme cuenta que el business del show business se basa en la pericia a la hora de contar un relato. He de admitir que al principio me quedé desconcertada. ¿Por qué era tan difícil? La respuesta era que para poder enseñar a otros a narrar adecuadamente tenía que deconstruir muchas cosas que daba por sentadas.
Me puse manos a la obra y descubrí una serie de principios fundamentales del storytelling que he conseguido reducir a diez y a los que me refiero una y otra vez.
La lista aparece en la página siguiente. Los veremos en detalle en los próximos capítulos. Con un poco de confianza en el proceso, se convertirán en una especie de segunda naturaleza para el lector, pues al fin y al cabo todos hemos nacido para contar historias.
 

Los 10 principios del storytelling

 
 
  1. Cuenta tu historia como si se la contaras a un amigo. Este principio es válido en cualquier contexto y ante cualquier público.
  2. Enciende el GPS: proporciona al público el lugar, el tiempo, el decorado y cualquier contexto que te parezca relevante.
  3. ¡Acción!: utiliza verbos activos. Como suelo recomendar a mis alumnos: «Piensa como Hemingway». Utiliza una serie de verbos selectos pero procura que no sea demasiado larga. Usa el diccionario de sinónimos (sí, una app gratuita también sirve). Evita los polisílabos, los términos eruditos, la hiperintelectualización, los filosofismos y la excesiva prolijidad. ¿Ves cómo el uso excesivo de palabras de ese tipo y la lectura de parrafadas como la anterior es aburridísima?
  4. Yuxtaposición: escoge dos ideas, imágenes o pensamientos y únelos. Déjalos chocar. Recuerda a Hegel: la oposición de dos ideas da lugar a una idea nueva (tesis + antítesis = síntesis). Este recurso engancha al público y es esencial en toda narración de éxito.
  5. El detalle resplandeciente: elige un momento o un objeto cotidiano y conviértelo en un «detalle resplandeciente» que recoja y encarne la esencia de lo que estás contando. Convierte lo ordinario en extraordinario.
  6. Pasa la llama: atrapa la experiencia o idea que te sedujo originalmente y simplemente pásasela al público como una antorcha encendida. Sé el portador de la llama.
  7. Sé vulnerable: atrévete a compartir las emociones de tu relato. No tengas miedo de plantear al público las mismas preguntas que te surgieron durante la creación. Permítele experimentar la misma duda, confusión, ira, tristeza, intuición, júbilo, deleite, gozo e iluminación que experimentaste tú.
  8. Conéctate con tu memoria sensorial: reconoce cuál de los cinco sentidos es el predominante en tu narración y utilízalo para establecer una conexión más profunda con el público. Los recuerdos están siempre gobernados por uno de los cinco sentidos.
  9. Utilízate a ti mismo: eres un ingrediente más de tu relato.
  10. Aprende a desprenderte: deja que tu historia fluya hasta su clímax emocional natural y después ciérrala y sal de ella lo más rápido que puedas. Procura que el público siempre se quede con ganas de más. Menos es más.
«Puedes hablar bien si eres capaz de expresar el mensaje que llevas en tu corazón.»
John Ford

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Las herramientas

Hace algún tiempo, una joven estadounidense llamada DJ Forza me pidió ayuda. La habían invitado a dar una charla TED en Zug, Suiza, sobre q...

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