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La inmensidad del cosmos en la palma de tu mano

Colin Stuart, Diego Merino Sancho

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La inmensidad del cosmos en la palma de tu mano

Colin Stuart, Diego Merino Sancho

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Información del libro

Un libro apasionante sobre todo aquello que siempre quisiste saber acerca del universo, desde el Big Bang hasta los más recientes descubrimientos de astronomía.

¿Quién no se ha sentido fascinado por las maravillas del cielo nocturno? Desde que los primeros humanos caminan sobre la tierra, hemos intentado comprender nuestro lugar en el cosmos. ¿Qué es la materia oscura? ¿Estamos solos en el universo? ¿Es posible viajar en el tiempo? Preguntas como estas nos proporcionan una visión fascinante de las infinitas posibilidades del espacio, aún por descifrar.

La inmensidad del universo puede resultar intimidante. Por eso, de una manera accesible, este libro nos propone un increíble viaje a través de los descubrimientos astronómicos más importantes, desde las creencias de las civilizaciones antiguas hasta los hallazgos más recientes y revolucionarios.

Comenzando con los primeros astrónomos, desde Ptolomeo hasta Newton, esta travesía parte desde la Tierra, el Sol y la Luna y se dirige cada vez más lejos de casa, cubriendo el Sistema Solar, las estrellas y las galaxias, para llegar finalmente al borde del universo y sus misterios: el Big Bang, la inflación cósmica y la energía oscura. Esta guía es el punto de partida perfecto para un viaje de descubrimiento del espacio y de nuestro lugar en él.

La crítica ha dicho...

«Si eres nuevo en el tema o quieres contagiar tu pasión por la astronomía a otros, este libro es un excelente lugar para comenzar la aventura.» BBC Sky at Night Magazine

«Este libro es un tesoro para cualquiera que busque comprender los avances de la astronomía, la cosmología y cómo llegamos hasta aquí desde aquellas primeras preguntas maravilladas de nuestros antepasados.» Astronomy Now

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Información

Editorial
K?an Libros
Año
2021
ISBN
9788418223181

1

Los comienzos de la astronomía

Medir el paso del tiempo

Mucho antes de que el cielo se convirtiese en un lugar repleto de planetas, galaxias y agujeros negros, este constituía el reino de dioses, augurios y presagios: un trueno podía ser una señal del descontento del Todopoderoso; un cometa atravesando el cielo suponía un siniestro presagio de fatalidad..., o al menos así es como lo interpretaban muchos de nuestros ancestros.
Pero de entre todas las cosas que representaba el cielo, su papel más importante era el de servir como calendario natural. En los eones anteriores a la aparición de los relojes, los ordenadores y los teléfonos móviles, nuestros antepasados se percataron de que el cielo obedecía a unos ciertos ritmos y patrones naturales. El Sol aparecía y desaparecía durante un período al que acabaron refiriéndose como día. Agruparon estos días de siete en siete para formar lo que conocemos como semana, y a cada día le pusieron el nombre de uno de los siete objetos celestes que, como pudieron comprobar, se comportan de manera diferente a las estrellas (ver aquí).
La apariencia de la Luna cambiaba con el tiempo: aumentaba y disminuía siguiendo ciertas fases que la hacían pasar de ser poco más que un tenue y delgado arco a convertirse en una deslumbrante luna llena, para luego empezar a decrecer de nuevo. Cada ciclo de este cambio de forma duraba casi treinta días, un período que denominaron moonth. La incesante transformación del lenguaje a lo largo del tiempo nos ha hecho perder una letra.1
El Sol también se atiene a un ciclo, pero en su caso es de una duración mucho mayor. Se levanta por el este cada mañana, alcanza el punto más elevado de su ascenso diario a mediodía y se pone por el oeste al atardecer. Sin embargo, la altura en relación al suelo que alcanza a mediodía no es siempre la misma. Si lo observamos durante muchos meses vemos que el Sol traza una especie de figura de ocho en el cielo que recibe el nombre de analema. En el tiempo que tarda en completar este ciclo, el Sol sale y se pone 365 veces. Los antiguos llamaron año a este ciclo, un período que estaba dividido en cuatro estaciones, cada una con sus propias particularidades climatológicas. Se dieron cuenta de que el invierno, la primavera, el verano y el otoño se repetían de forma regular a medida que el analema completaba uno de sus ciclos.
Hace unos 10.000 años empezamos a construir relojes gigantescos con los que poder seguir los ritmos naturales del cielo. En 2004, un equipo de arqueólogos descubrió en Escocia un antiguo yacimiento correspondiente a la Edad de Piedra, y unos años después, en 2013, averiguaron para qué se había construido. Los arquitectos de dicho emplazamiento habían excavado doce fosos a lo largo de un arco de cincuenta metros de largo, uno para cada uno de los doce ciclos lunares completos que, por lo general, conforman un año (ocasionalmente puede haber trece lunas llenas en un año, cuando la primera cae a principios de enero). Cinco mil años después, unos canteros empezaron a construir el portentoso círculo de Stonehenge que podemos contemplar en la llanura de Salisbury, en Inglaterra. Si nos colocamos dentro del círculo, podemos ver cómo el Sol aparece al amanecer justo sobre una piedra en particular — la Piedra del Talón— el día que alcanza el punto más elevado del analema (es decir, en el solsticio de verano).
En el transcurso de un año el Sol parece trazar una figura con forma de ocho en el cielo a la que los astrónomos denominan analema.
Hoy en día, inmersos en la agitada vida de la era digital, en general hemos dejado de prestar atención a los ritmos naturales del cielo. Sin embargo, estos patrones eran la única forma de la que disponían las civilizaciones antiguas para medir el tiempo. Sus elaborados y profundos estudios sobre el movimiento del Sol y las estrellas constituyen la base sobre la que se asienta el modo en el que organizamos nuestra vida actualmente.

Descubriendo la forma de la Tierra

Si alguien te dice que las mejores mentes de la Edad Media pensaban que el mundo era plano, no le creas. Hace más de dos mil años que sabemos que no lo es. El hombre al que debemos agradecer este conocimiento es el matemático griego Eratóstenes, y lo descubrió sin salir de Egipto.
Eratóstenes se percató de que en la ciudad egipcia de Siena (la actual Asuán) la luz del Sol caía directamente en vertical en el mediodía del solsticio de verano. Su genialidad estuvo en realizar una medición del Sol exactamente en el mismo momento del siguiente solsticio de verano, pero en esta ocasión en la ciudad de Alejandría, a unos 800 kilómetros de distancia. Colocando una estaca en el suelo y observando su sombra, pudo comprobar que el Sol no incidía justo desde arriba, sino con un ángulo de 7 grados. La razón de esta diferencia es que la superficie de la Tierra es curva, lo que se traduce en que la luz del Sol incide con un ángulo distinto en cada una de estas dos ciudades.
Eratóstenes calculó el tamaño de la Tierra observando el ángulo formado por las sombras en distintos puntos de Egipto.
Pero Eratóstenes no se detuvo ahí. Sabiendo que una distancia de 800 kilómetros equivale a una diferencia de 7 grados, utilizó dicha proporción para inferir la distancia correspondiente a los 360 grados de la circunferencia completa. Eso nos da un valor para el perímetro de la Tierra de un poco más de 41.000 kilómetros (en realidad, realizó sus cálculos usando una antigua unidad de medida llamada estadio, por lo que su respuesta real fue que el perímetro de la Tierra medía aproximadamente 250.000 estadios). El resultado al que llegó tan solo difiere en un 10-15 % de la cifra que hoy aceptamos como válida para el tamaño de la Tierra. Así es que los antiguos griegos no solo sabían que la Tierra era redonda, sino que además tenían una idea bastante exacta de lo grande que era.
ERATÓSTENES (256-194 a. C.)
Eratóstenes fue uno de los primeros polimatemáticos. Además de sus trabajos sobre la circunferencia de la Tierra, también realizó importantes contribuciones en los campos de la geografía, la música, las matemáticas y la poesía. Era tan respetado en su tiempo que fue nombrado bibliotecario jefe de la famosa biblioteca de Alejandría. Tiempo después este edificio fue pasto de las llamas, pero en su apogeo fue uno de los mayores depósitos del conocimiento antiguo del mundo.
Al tener acceso a gran cantidad de mapas y pergaminos importantes, pudo elaborar un atlas del mundo y lo dividió en distintas zonas según el clima. Fue el primero en dibujar cuadrículas y líneas meridionales y recopiló las coordenadas de más de cuatrocientas ciudades. Gracias a este trabajo se le considera ampliamente como el padre de la geografía.
Quizá su segundo mayor logro fue inventar la criba de Eratóstenes, una forma de identificar números primos filtrando todos aquellos números cuyo comportamiento repetitivo implica que no pueden ser primos (un número primo solo se puede dividir por 1 y por sí mismo).
En reconocimiento a sus importantes contribuciones, hoy en día un cráter de la Luna lleva su nombre.
Es posible que los humanos ya supiesen cuál era la forma de la Tierra — y tal vez también su tamaño— incluso antes de la época de Eratóstenes. Cuando se produce un eclipse lunar parcial (ver aquí), la sombra de la Tierra que se proyecta sobre la superficie de la Luna es claramente curva. En este sentido, se ha especulado con la posibilidad de que un libro chino llamado Zhou-Shu mencione un eclipse lunar que tuvo lugar en el siglo XII a. C. Por otro lado, no hay duda de que la obra teatral griega Las nubes, de Aristófanes, deja constancia de un eclipse lunar ocurrido en el 421 a. C. Si cualquiera de estas civilizaciones entendió que lo que estaban presenciando era causado porque la Tierra impedía que la luz solar llegase a la Luna, entonces a buen seguro se darían cuenta de que la Tierra no era plana. Y son precisamente los eclipses lo que veremos a continuación.

Eclipses solares

Un eclipse no es más que un fenómeno en el que un objeto celeste que normalmente es visible queda oculto por la interposición de otro. Hay dos tipos principales de eclipses, los solares y los lunares. Durante un eclipse solar, la Luna oculta al Sol, mientras que durante un eclipse lunar es la Tierra la que impide que la mayor parte de la luz solar llegue a la Luna.
Vemos un eclipse solar cuando la Luna se interpone entre nosotros y el Sol.
Durante miles de años los seres humanos hemos sido testigo de eclipses, sobre todo de los de tipo solar, y nos hemos maravillado y sobrecogido ante estos fenómenos. Se dice que durante el reinado del rey chino Zhong Kang, hace unos 4.000 años, el monarca hizo cortar la cabeza de los dos astrónomos de la corte después de que estos no fuesen capaces de predecir un eclipse solar. Antes de que comprendiésemos a qué se debían los eclipses solares, era muy común considerarlos un mal augurio: se creía que era la forma en que los dioses mostraban su descontento por los pecados de la humanidad.
Los eclipses solares más espectaculares son los totales, aquellos en los que la Luna oculta por completo el disco solar. No son fenómenos demasiado frecuentes en ningún lugar de la Tierra; aproximadamente cada 18 meses se produce un eclipse solar total en algún punto del planeta. La Luna cruza rápidamente por el cielo, lo que significa que el espectáculo nunca puede durar más de 7 minutos y 32 segundos. Posiblemente la parte más hermosa de un eclipse solar sean las perlas de Baily, que reciben su nombre de un astrónomo inglés del siglo XIX. Justo antes y justo después del momento en el que se alcanza la fase de totalidad, los últimos y los primeros rayos de la luz solar que consiguen llegar hasta nosotros lo hacen filtrándose a través de los cráteres presentes en la superficie lunar, lo que origina un sorprendente efecto que recuerda a un anillo de diamantes.
Durante la fase de totalidad, el cielo se oscurece sensiblemente y la temperatura desciende. Las aves que hasta ese momento cantaban alegremente se quedan en silencio, confundidas por la repentina desaparición del Sol en pleno día. Pero los eclipses no son solo una magnífica oportunidad para que los observadores aficionados del cielo se maravillen con uno de los mejores espec...

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