El escarabajo
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El escarabajo

  1. 860 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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El escarabajo

Descripción del libro

Su protagonista, un escarabajo de lapislázuli, talismán de la emperatriz Nefertari, nos relata su peripeciadesde el Egipto de Ramsés II hasta nuestros días. Mientras, se convierte también en la narración de los avatares de los personajes reales que lo poseyeron durante esos tres mil años. Por tanto, El escarabajo es tanto una novela histórica como un jocoso recorrido por la cultura occidental.De la misma traza que sus grandes novelas históricas —Bomarzo, De milagros y de melancolías o El unicornio— El escarabajo vuelve a ser otra deslumbranteexhibición de erudición y de ironía de Manuel Mujica Laínez, uno de los prosistas más elegantes de la lengua castellana en el s. XX, cuya lectura resulta peculiarmente divertida.

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Información

Editorial
Dracena
Año
2020
ISBN de la versión impresa
9788412180725
ISBN del libro electrónico
9788412180756
Categoría
Literatura

1

Encuentro con el dios del mar

Hacía un mes que navegábamos. Habíamos fondeado aquí y allá, en islas y más islas, a pedido del granuja, del rufián italiano, o del arqueólogo inglés. Mrs. Dolly Vanbruck accedía siempre; a ella lo único que le importaba era andar, zarpar, alzar velas, costear, arribar para volver a largarnos, y tenderse en el puente del Lady Van, casi completamente desnuda (fue una verdadera precursora), untada de pies a cabeza, oyendo, sin oír, al inglés explicar que en Patmos, en la altura donde san Juan dictó el Apocalipsis, el viento sopla día y noche, para asombro piadoso de los turistas, y que en Rodas lo más importante no son las murallas, ni la calle de los Caballeros, ni el palacio del Gran Maestre, sino la pequeña Afrodita arrodillada del museo, que con ambas manos levanta y escurre su cabellera de mármol. Al italiano, esas referencias y otras, más técnicas, más intrincadas, lo hacían sacudirse y alejarse hacia la proa, con irascibles silbidos y tarareos.
Por supuesto, yo prefería a Mr. Jim. Lo conocía y admiraba desde que pasé a poder de Mrs. Vanbruck, siete años atrás, y me encantaba escucharlo. Es enorme y diverso lo que aprendí de él, sobre esto y aquello, sobre Egipto, mi patria, hasta sobre la reina Nefertari, mi adoración, hasta sobre mí mismo. En cambio, lo detestaba a Giovanni, a quien había calado inmediatamente, a partir del momento infeliz en que Mrs. Vanbruck y él se encontraron, poco antes, en esa Nápoles turbulenta en la que tantos encuentros se producen, organizados por la indiferencia y la mofa del destino, o por la habilidad de los que con el destino colaboran, los canallas, hijos de zorras y de malandrines, cuando no vástagos de desgraciadas princesas y condesas, ansiosas de dólares y huérfanas de liras. Por lo demás, era obvio que Mr. Jim, septuagenario, reumático, puro huesos, calvicie, pipa y guiños, estaba, sin remisión ni solución, enamorado de Mrs. Vanbruck. De ello me percaté en seguida, pues no por nada soy fantásticamente viejo y experto en amores. Con igual certidumbre práctica me di cuenta al punto (pero para eso no se necesita ser un perito como yo, ya que resulta más que indudable) de que Giovanni Fornaio era un sinvergüenza. Solo Mrs. Vanbruck no lo advertía. El resto, el capitán, el contramaestre, el telegrafista, el médico ducho en masajes, el cocinero, el pinche y los siete hombres de la tripulación, más el inglés y yo, inseparable de la norteamericana, lo archisabíamos. Ella no; ella, pienso yo, aparecía como una combinación curiosa de ingenua de Hollywood, remilgos, ojos puestos en blanco, aleteos, dulces y sorprendidas actitudes, y de ninfa pecadora, hambrienta de hombres, con súbitas llamaradas en los ojos seráficos, lo cual compone una mixtura física y patológica ardua de conciliar, pero lo cierto es que cada uno de nosotros (también yo) ofrece a quien logra examinarlo con agudeza, una mescolanza de contradicciones. En eso, en esa ensalada o potaje de antítesis, consiste el humano interés. De no existir dicho desconcierto, el mundo (un mundo de Adanes y Evas previos a la culpa) perdería atractivo. Sobre el tema sería factible escribir páginas y páginas; se han escrito, puesto que debemos resignarnos a recordar que nada de lo que concierne al alma y su análisis, puede jactarse de poseer la seducción de la estricta novedad. Limitémonos entonces, prudentemente, a observar a Mrs. Dolly Vanbruck, untada, estirada sobre una colchoneta, en la cubierta del Lady Van, cuidando que la sombra del velamen la proteja del sol.
Dije que está casi desnuda. Lo está. Apenas disimula, con millonaria audacia y un género breve, aquellas partes de su cuerpo cuya exhibición es proscrita por el pudor elemental de las convenciones, fuera de la higiénica o tierna intimidad. Y las manos, como siempre, diurnas o nocturnas, se esconden bajo el disfraz de los guantes. En el anular de la izquierda, sobre el ceñido forro de los dedos, arroja rayos orgullosos, no bien la mueve, el inmenso brillante de su sortija, estupendo regalo de bodas de Mr. Aloysius Vanbruck, de Filadelfia y Wall Street, difunto; y en la otra, esta vez en el dedo del medio, asimismo encima de la liviana y rosada funda, estoy yo, el Escarabajo.
Giovanni y yo dominamos, con abundancia de pormenores, el simple secreto del motivo de esos eternos guantes y su fantasía. Más allá de las puertas de los sesenta años, Mrs. Dolly Vanbruck ha logrado la trascendencia de un prodigio. Es un prodigio, un fenómeno, una creación eximia, rival de la Afrodita de Rodas; una maravilla de la ciencia; algo que en realidad debería exhibirse, no solo para el arqueólogo, para el sinvergüenza, para el capitán, los marineros y este Escarabajo, sino para cuantos valoran los extremos de perfección que es susceptible de alcanzar la obra de arte. Cirujanos estetas, magistrales, competentes en recortar, transportar y modelar, lo han conseguido. Cuanto la configura —la cara, el cuello, el vientre, las nalgas, las piernas, los brazos— ha sido objeto de operaciones delicadas y costosas, tan sutiles que se requieren la experiencia y el buen ojo de un especialista, para detectar las ocultas puntadas que dan firmeza y armazón al artificio, al singular muñeco, recompuesto, ajustado, pintado y teñido, que es Mrs. Dolly Vanbruck, Mrs. Vanbruck acostada, ofrecida, inmóvil, sin parpadear, sin respirar casi, en la cubierta del yate Lady Van; todo, con excepción de sus manos. Sus manos fueron invencibles. Los años, la avanzada madurez, la desagradable carga que Mrs. Vanbruck pretendía haber suprimido, gracias a los doctores en juventud, hallaron refugio para su postrera rebeldía, más fuerte que el asedio de los bisturíes, en las trincheras de las arrugas, en los bastiones de las artríticas falanges, en los tortuosos pasadizos de las venas, en las pecas amarillas como la muerte, en la crueldad de esas manos, delatoras, invulnerables. He ahí la justificación de dos guantes permanentes, supremo recurso. Puesto que no se redujo y asimiló al enemigo, por lo menos se lo descartó, eliminando su visible y sexagenaria agresividad. Y se difundió la versión, apenas aceptada por algunos papanatas, de que aquello de los guantes era una originalidad más, de las muchas que caracterizaban a Mrs. Vanbruck, quien se resistía a tocar, a rozar lo que fuera, sin la defensa aisladora de sus estuches. Acumulaba cientos de pares, confeccionados con los materiales y los colores más distintos, y en cualquier tiempo, a cualquier hora, el Brillante de Mr. Aloysius Vanbruck en la siniestra, y en la diestra yo, el Escarabajo egipcio de lapislázuli, comprado en París siete años atrás, lucíamos sobre los guantes variados. Aún en las oportunidades que imponían una celosa reclusión y una plena desnudez, cuando Mrs. Vanbruck gozaba de lo que Giovanni Fornaio, que casi hubiera podido ser su nieto, no estaba en situación de negarle, atreviéndose entonces la pobre y rica señora a sonreír por demás, pese a los consejos de los cirujanos, aún en esas vigilias agitadas, el Brillante y yo nos hallábamos presentes, cada uno en nuestro sitio, sobre el que había dejado de ser guante para convertirse en mitón, y descubría únicamente los dedos, obscenamente desvestidos y codiciosos de palpar, de acariciar, de hurgar, de manipular, de experimentar, de sentir. Y allá íbamos de viaje, el Brillante y el Escarabajo, recorriendo el cuerpo velludo del italiano, cada uno en un tapizado carruaje veloz, del que tiraban cinco animalitos nerviosos; el Brillante, chisporroteando de alegría, pues es evidente que lo fascinaban esos lúbricos paseos; yo, recatándome, por fidelidad a la reina Nefertari, mi amor, mi amor perenne, pero interesándome, ¿a qué negarlo?, por las siempre instructivas excursiones. ¡Cuántas giras semejantes emprendimos, a través del napolitano! ¡Cuántas! Y ¡cuántos periplos, siguiendo itinerarios cambiantes, realizamos a lo largo de otros cuerpos jóvenes, guiados por la voluntad imperiosa de Mrs. Vanbruck! Notoriamente, la espléndida piedra tallada del izquierdo anular, de la cual Mrs. Dolly era dueña desde hacía más de tres decenios, había llevado a fin esas expediciones, incluyendo las de las estructuras de Mr. Aloysius, con harta ventaja cronológica, pero nunca nos fue dado cambiar impresiones al respecto, porque entre el Brillante y yo (ignoro si por soberbia o por estupidez suya, aunque me inclino a lo último) no se ha establecido ninguna comunicación.
Navegábamos, repito, hacía un mes. A solicitud de Mr. Jim, nos detuvimos primero en la isla de Kea, para ver el león colosal; luego en la de Andros, por el museíto; en Delos, a fotografiarnos entre los falos sagrados; en Milo, a causa de las ruinas prehistóricas y del lugar decepcionante donde el labrador desenterró la Venus; en Naxos, por el portal que también nos desilusionó; y no necesito decir que en Rodas y en Creta, donde hay tesoros. Mr. Jim tomaba apuntes doquier, explicaba, explicaba y sufría de amor; yo lo escuchaba respetuosamente, y Mrs. Vanbruck hacía lo propio, colgada conmigo del brazo del italiano, si bien supongo que su atención vagaría por otros parajes (en Delos debo subrayar que los grandes miembros viriles de piedra la hicieron soñar más que los célebres leones del Ágora y los mosaicos). Empero es justo consignar aquí que se condujo con corrección. No sé qué manta, qué criterio, por lo demás muy norteamericano, de que la cultura promueve a una señora en la buena sociedad (cuando puede resultar peligroso y hasta contraproducente), la obligaba a rodear sus viajes de una proclamada atmósfera de estudio, y a incorporar a ellos, como un trofeo espiritual, como un noble estandarte que cubría acciones bastante menos académicas, al sabio, paciente y cariñoso Mr. Jim, egiptólogo y helenista, o a monsieur Gustave, licenciado en Ciencias Naturales. Esta vez le correspondió el erudito privilegio a Mr. Jim. Lo genuino, lo positivo, no obstante, es que Mrs. Vanbruck gozaba incomparablemente más en las islas escogidas por su napolitano, que eran las mundanas, las del turismo chic, que en las que su maestro personal elegía. Y debo confesar que también yo, harto, desde hace más de tres mil años (¡tres mil años, oh Isis!)1 de amontonar ciencia y de vivir la Historia —a veces junto a gloriosas figuras cuya vinculación conmigo hubiera deslumbrado a Mrs. Dolly, de enterarse, y la hubiese impulsado a considerarme con muchísima más reverencia—, sentía, como ella, la ventaja, el alivio, de descartar los monumentos, las vitrinas y las colecciones, y de instalarme bajo una sombrilla, en su mano, con Mr. Jim que anotaba el diccionario de jeroglíficos —en Miconos, en Hidra, en Santorini—, examinando a Giovanni Fornaio, esculpido e insolente, quien desde una roca multiplicaba las monerías atléticas, dedicadas a todos los bañistas.
Ahora habíamos dejado atrás las Cícladas y singlábamos rumbo a las Espóradas del Norte, porque a Giovanni el capitán le había prometido que en Eskíatos pescaría langostinos, salmonetes y pulpos. Fueron aquéllos los últimos días de mi relación con Mrs. Vanbruck, y los peores. De repente, el trato de Mrs. Dolly y el italiano se tornó difícil, complejo y por fin tempestuoso, imagino qué porque al muchacho le había dado por beber, o porque en alguna de las islas topó con alguien que le ofreció mejores perspectivas que su propietaria actual, o por ambas razones. Su flamante actitud se concretó en una demanda loca, que osciló entre la súplica, el reclamo y la porfía: Giovanni Fornaio se emperró en que Mrs. Dolly le regalara su brillante. ¡El Brillante, santo Dios y santos Dioses! ¡El solitario de Mr. Aloysius, veneración de duques, de maitres d’hótel, de joyeros, de banqueros, de gigolos, de cuantos frente a él se doblaban! Había perdido la cabeza. Una vez, en el encierro de nuestro camarote, le echó a la señora el aliento de whisky a la cara y llegó a forcejear para quitárselo. Por descontado, para el Brillante y para mí se terminaron las excursiones festivas por matorrales de vello, por laderas de costillas y por arcanos penumbrosos. La situación se fue agravando y culminó una mañana, en que el Lady Van cruzaba con aires de cisne, delante del cabo Artemisio, en el extremo de la isla de Eubea, próximos ya a Eskíatos y sus pesquerías.
A las doce, bajo el horno del sol, Giovanni estaba fatal y rotundamente borracho. Se balanceaba, al circular por la cubierta, pese a la absoluta quietud del mar, y los marineros descalzos, embozadamente, se burlaban entre ellos. Mr. Jim nos leía a Mrs. Dolly y a mí, en la serenidad de la popa, un libro sobre la escultura helénica. Cerró el volumen y nos señaló, en una elevación de la costa, lo que sobrevive del templo de Artemisa Proseoa, y nos recordó que es llamada la diosa de los mil nombres, para desesperación de los mitólogos y sus archivos. Luego nos dijo que ahí mismo se desarrolló la derrota inicial de la flota persa, por obra conjunta de la tormenta y de los griegos y, durante escasos segundos, el calmo mar se pobló para nosotros, merced a su evocación, de espumas revueltas, naves incendiadas, destrozadas arboladuras, gritos, férreos choques y el bramar y el hervir del oleaje. Fue un instante: a bordo del Lady Van, la hora transcurría en medio de una muelle bonanza. Ni la brisa más leve oreaba el Egeo, sobre el cual se deslizaba el yate como si resbalase lentamente, al compás del benigno, apagado, acunante murmullo de los motores que nos adormecía, por más que la elocuencia de Mr. Jim hiciese restallar las llamas de la escuadra de Jerjes. Una delicia. De pronto, aquel filosófico sosiego, en cuya composición entraban por dosis iguales la mansedumbre del día; el discurrir apacible del barco; la certeza, como soñada en nuestro semidormido abandono, de que nada tan violento, tan fanático, tan febril como la quimérica batalla naval de Artemisio podía materializarse, porque esas barbaridades solo existen en los fabulosos textos de los historiadores, de pronto, aquella despreocupación divina se rompió impetuosamente, como si, en efecto, insospechables y frenéticos, los bajeles de Jerjes y de Temístocles nos rodeasen, crujiendo, entreverándose, aniquilándose, clavándose los inflamados espolones. Algo monstruoso irrumpió en nuestra culta concordia, con tan insólita furia que ni tiempo tuvimos de salvaguardarnos. Nadie reaccionó, ni los cercanos marineros, ni el atónito Mr. Jim, ni la amodorrada Mrs. Vanbruck. ¡El italiano, el italiano, el demente Giovanni Fornaio, estaba sobre nosotros, vociferando, resoplando y braceando, tal la alegoría de un quemante ciclón! lo caprichoso, lo inicuo, es que se las tomó conmigo, que hasta entonces nada tenía que ver con el asunto. En vez de emprenderlas con el Brillante, fue conmigo, con el inocente Escarabajo de lapislázuli, que se ensañó su rabia. Lo razonable hubiese sido que si a Giovanni se le iba el alma tras los quilates del solitario, insistiese en su exigencia, y si esta no surtía efecto, reiterase el forcejeo, pero... ¡qué va!: Giovanni Fornaio sabía que el aro del Brillante no podía atravesar el promontorio formado por el nudillo de Mrs. Dolly, sino mediante el auxilio paciente y hábil del ladino jabón, así que, estrafalariamente, con una típica maquinación de beodo, abandonó la posibilidad resbaladiza de ese recurso, y empezó a tirar de mí, a riesgo de desarticular el dedo de la norteamericana, mientras mascullaba frases coléricas, en cuya oscuridad zigzagueaba, brusca, la palabra jettatore:
Questo jettatore! Questo maledetto scarabocchio jettatore!
¡Qué injuria!, ¡qué abuso!, ¡qué improcedencia! ¿De qué mierda, sacro Osiris,2 habrá surgido la leyenda vesánica de que los escarabajos egipcios traemos mala suerte? ¡Qué errónea información! ¡Al contrario, traemos buena suerte, somos talismanes! ¡Esto lo sabe cualquiera, menos un napolitano rústico! ¡Qué animal! ¡Por algo, luego de embalsamados los faraones y las reinas, nos colocaban en reemplazo de su corazón y sobre sus ojos, su tórax, su abdomen, en sus muñecas y dedos, en su cerrado puño o junto a sus entrañas! ¡Y éramos nosotros, nosotros, los escarabajos, los encargados de abrirle místicamente la boca al regio muerto, a fin de devolverle los atributos de la vida! ¡Nosotros, nosotros, yo, yo! ¡Miserable! ¡Ay, el muy bestia atinó a arrancarme del dedo de Mrs. Vanbruck, que chillaba, flacamente socorrida por su ineficaz idólatra, Mr. Jim!
Jettatore! Jettatore!
Y antes de que un marinero, o el telegrafista, o el médico de los masajes y de las pomadas, que acudían a la carrera por el puente, alcanzasen a terciar y a salvarme, el bruto me arrojó por encima de la borda al mar Egeo. La última imagen que recogí, previa a la zambullida, fue el rostro de maniquí de vidriera de Mrs. Vanbruck, ya no impávido, sino torcido por el dolor y por el odio, y el titilar del Brillante en su mano trajeada de verde, relampagueando como si se riera. Ni adiós le dije a mi señora. ¿Acaso me es dado hablar con un ser humano?
Indignado, sulfurado, maldiciendo a Giovanni Fornaio y a su puerca familia, mandándolos a reunirse con los peores excrementos y a las cámaras de atroces verdugos; aborreciendo al italiano jettatore jettatore él—, culpable de mi perra desventura, empecé a descender, a descender, en el seno del agua tibia que a medida que bajaba se iba enfriando. Un mundo misterioso, enteramente nuevo para mí, me envolvía, tan poético y peregrino, que metro a metro me distrajo del origen de mi agravio y de mi exasperación, o por lo menos me hizo postergar sus manifestaciones airadas. Ya habría tiempo, a la postre, para el desahogo con palabrotas e insultos. Por el momento, estupefacto y simultáneamente cómodo, cual corresponde a un egipcio clásico, en ese ámbito de magia y hermosura, poblado de transparentes personajes inmersos que buceaban, se hundían, me besaban y desaparecían apresuradamente, me limitaba a descender, a descender, oscilando, girando, vacilando, besado, hocicado, arañado, lamido y toqueteado, al par que palidecían los colores, y que el universo, un caos inquieto y silencioso, opuesto al habitual hasta ese minuto, s...

Índice

  1. Portada
  2. El autor
  3. Créditos
  4. 1. Encuentro con el dios del mar
  5. 2. La adorable reina Nefertari
  6. 3. La prostituta de Náucratis y el comediógrafo de Atenas
  7. 4. Asesinatos romanos
  8. 5. Los dormidos, los ángeles y los otros
  9. 6. El Olifante
  10. 7. Los soñadores
  11. 8. Encrucijadas del amor
  12. 9. El enano de Santillana del Mar
  13. 10. Los magos
  14. 11. El bibliotecario y los reyes
  15. 12. La catedral, la isla y el museo